Opinión

Los planes sociales y el imaginario que arrastran las políticas contra la pobreza

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Existen discursos latentes que nunca son abandonados definitivamente, están allí o acá, más cerca o más lejos, pero no desaparecen. Encuentran, de hecho, ocasiones vertiginosas para volver a cuadro y capitalizar el desasosiego. Uno de ellos, quizás el más notorio en nuestros días, es el dirigido contra los “planes” sociales, avivado -con un nada despreciable papel de los medios de comunicación- a partir de la exhibición de casos que desatan el enojo público por el modo en que se otorgan este tipo de ayudas y los controles a los que están sometidas.

La denominación “plan social”, componente ya de nuestro acervo lingüístico, reconoce como momento paradigmático de aparición a la década de los noventa, concretamente,  con la implementación de los “planes trabajar” durante el año 1995. El propósito de esta política radicaba en atender a una población excluida, emergente del contexto neoliberal, y el programa contaba con ciertas particularidades: importantes restricciones para el ingreso y la exigencia de una contraprestación laboral. 

Por supuesto que la historia es larga, y es factible identificar estrategias similares en otras gestiones –incluso previas-, pero esta experiencia configura un mojón al que le sucedieron otros tantos, todos inalterablemente controvertidos. En la actualidad, podemos asegurar que la noción aquí analizada posee un significado emotivo negativo o peyorativo. No obstante, cabe rastrear un puñado de razones en las que estos juicios encuentran asidero para replantear la cuestión. 

a) Las políticas públicas para erradicar la pobreza no constituyen, únicamente, un imperativo ético sino que integran obligaciones jurídicas en cabeza del Estado, en virtud de los estándares actuales en materia de derechos humanos. En efecto, un poquito más a la izquierda o un tanto más a la derecha, pero sobre el asunto no hay opción, los Estados deben adoptar decisiones en este sentido y, desde luego, destinarles el presupuesto suficiente –es que los derechos cuestan dinero-.

b) Por otro lado, corresponde dejar sentado que el fenómeno de la pobreza es multidimensional, puesto que abarca un conjunto de aristas, tales como el hambre, la malnutrición, la falta de una vivienda digna, el acceso limitado a otros servicios básicos como la educación, la información o la salud, la discriminación y la exclusión social, entre otras carencias que no siempre ni necesariamente pueden ser resueltas a través los ingresos de los hogares. 

c) Asimismo, el abordaje de pobreza desde la perspectiva de los derechos humanos supone partir del reconocimiento de las personas, grupos y colectividades que viven en dicha situación como titulares de derechos humanos y agentes de cambio. Es decir que las personas que viven en condiciones de pobreza no deben ser consideradas como “receptoras pasivas de ayuda” o “sujetos de beneficencia”, sino titulares de derechos, que pueden participar de manera activa en la toma de decisiones sobre cuestiones que les atañen, y demandar protección y rendición de cuentas por parte de las autoridades del Estado.

d) Es indispensable subrayar que la pobreza no es inevitable. En diferentes Estados la exclusión estaba ligada a la implementación histórica de políticas sociales que ignoraban a determinados grupos o no los concebían como destinatarios directos de ellas. Por eso, cuando no son abordadas las desigualdades estructurales económicas, sociales, políticas y culturales, la pobreza se profundiza. 

Las críticas

Ahora bien, la crítica a las políticas sociales hace pie en una serie de argumentos, reproducidos sin cesar y capaces de calar muy hondo en el sentido común. 

Uno de ellos es el que asevera que “los planes sociales aniquilan la cultura del trabajo”. Pues bien, ante todo habría que identificar con precisión los contornos del concepto “cultura del trabajo”. Es habitual remitir al relato nostálgico de los inmigrantes europeos (nuestros bisabuelos o abuelos), que desembarcaron desposeídos y a fuerza de voluntad se forjaron un futuro, trabajando a sol y a sombra. En fin, tiempo pasado. La cultura del trabajo que se le exige ostentar a la población inmersa en la pobreza es la de un sacrificio sin derechos, la de someterse a condiciones indignas sin alzar la voz, puesto que sobre ellos y ellas pesa la carga de demostrar que merecen un salario. En cambio, los portavoces de esta narrativa no están sometidos a escrutinio alguno, su mérito es la herencia o el haber contado con la oportunidad de transitar caminos que los jerarquizan frente al resto. 

Lo curioso es que, si efectivamente es cierto que somos hijos, nietos o bisnietos de personas que han padecido el hambre y la miseria, y que para salir de ese dolor tuvieron que resignar gran parte de su vida, pretendamos que otros pasen por lo mismo (otros, no los disparadores de estas consideraciones). 

Paralelamente, se afirma que, en razón del lamentable efecto de este tipo de programas sociales, “la mitad del país trabaja para mantener a la otra mitad”. Aquí entra en escena el papel de los tributos y la irritación motivada en que la excesiva presión fiscal se explica con una simple vinculación entre ella y la proliferación de “planes” sociales.  En rigor, basta con una lectura rápida del presupuesto nacional para detectar que es falsa esa lectura y que con la recaudación pública se afronta la garantía de derechos de los que todos y todas somos titulares, más allá de nuestra pertenencia social.  

Volvamos al ejemplo del esfuerzo –sobre el que tanto se recae-: si el Estado debiera destinar recursos sólo a los argentinos y argentinas que demuestran merecerlo por su contracción al trabajo, algunos integrantes de los sectores más privilegiados serían los primeros en quedar afuera. Recordemos que ellos también van a las Universidades públicas, usan el transporte público, se valen de los subsidios a la energía, entre muchísimos otros ejemplos. En suma, otro argumento que se desvanece, porque el casillero del “esfuerzo” o el “sacrificio” no se llena con la herencia o la administración de capitales.

Además, tampoco es cierto que la pobreza no pague impuestos. Según la Relatoría sobre pobreza extrema y derechos humanos de Naciones Unidas, “los tipos impositivos altos para los bienes y servicios y los tipos bajos para los ingresos, la riqueza y la propiedad dan lugar a resultados injustos y discriminatorios”.  Todos y todas afrontamos impuestos al consumo -como el IVA-, tanto para la adquisición de productos suntuosos como para aquellos de primera necesidad. Sí, incluso las personas más pobres financian al Estado.

Por esta razón, la CIDH señala, a pesar de lo que se cree, que los ingresos tributarios de la región han sido insuficientes para reducir las desigualdades sociales y que el perfil regresivo de algunos impuestos es particularmente preocupante. 

Finalmente, otro factor que limita el rol de la política fiscal en la lucha contra la pobreza es la inversión social insuficiente y mal distribuida. Si bien América Latina ha tenido notables progresos en aumentar el nivel y la progresividad en esta materia, este sigue siendo bajo para los estándares internacionales. Por ejemplo, el presupuesto destinado a políticas sociales en la región es del 15% del PBI, 60% menos que el promedio de la OCDE.

Esto último acredita que, a contramano de lo que suele sostenerse, los países a los que se mira con admiración desde aquí destinan un porcentaje más alto a políticas sociales que los nuestros, los de América Latina. 

No caben dudas que, detrás de las evaluaciones que estudiamos se ubica la discusión sobre la magnitud o la extensión de las funciones del Estado (Estado grande/chico, presente/ausente, liberal/social, etc.) que registran en la dimensión individual una expresión particular. Parece que en las subjetividades se ha inscripto de un modo muy singular el carácter trascendente de la propiedad privada. Hay allí una vigencia, aún en ambientes de laicidad, de la lógica religiosa que postula cierta perpetuidad y que, en las sociedades occidentales, se ha depositado en los bienes materiales. Si nos detenemos en los discursos que intentamos recopilar, si los escuchamos en los diálogos diarios, se advierte un temor a que esa perpetuidad no sea tal, a admitir su vulnerabilidad. Es decir, el plan social, la ayuda social, la asistencia social, o cualquier política que procure conmover lo que “naturalmente” debe darse de un cierto modo, es una afrenta contra la ilusión de perpetuidad. Perpetúa la propiedad porque nos sobrevive, en nuestros herederos y, por tanto, nos sobrevive una posición social, nos sobreviven privilegios. Perpetúa también la pobreza, porque allí está y sobrevive a quienes la sufren, en sus hijos, en sus nietos, en las esperanzas de éstos.

Los órdenes simbólicos que nos sostienen facilitan la identificación de las cosas y de los sujetos en su curso normal, en un sitio en el que están colocados, unas actividades que llevan adelante y unos propósitos a los que pueden apostar. Esto permite que vivamos con cierta calma, pues algunos ya saben que sus hijos por nacer irán a la Universidad o serán los continuadores de una fortuna y que, del otro lado de la vereda, las aspiraciones tendrán un carácter mucho más austero. Se admitirán excepciones, los ejemplos extraordinarios de niños o niñas que caminan decenas de kilómetros para estudiar o los jugadores de fútbol que nacen en una villa y acaban en la Champions League, sirven para reforzar el relato. 

Lo cierto es que nuestras sociedades viven tranquilas conviviendo con el imaginario de un destino –o algo que se le parezca-, marcado por las condiciones materiales. Una política social que se anime, aunque sea tímidamente, a conmoverlo, a torcerlo suavemente, es un peligro.

Descontamos que son infinitas las fallas en el diseño, implementación y control de las políticas contra la pobreza y que debería, de manera urgente, revisarse cada uno de estos extremos, elevando su transparencia y pensándolas como decisiones encaminadas a provocar transformaciones estructurales.  Sin embargo, su banalización esconde, en las profundidades –sobre las que es menester bucear- una resistencia al antidestino, una conservación de la idea en virtud de la cual los orígenes devienen condenas.

CC