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SOY GORDA (ESEGÉ)

Pornografía, Eros y Macbeth

Pompeyo Audivert en Habitación Macbeth

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Dicen que la pornografía borra el cuerpo en tanto casa confortable y refugio, despojándonos de nuestra subjetividad, al convertirnos en partes, pedazos, fragmentos de exhibición y consumo. Nada que ver con el erotismo, que religa y reúne.

Cuando lo porno entra en escena, lejos de abordar los misterios de la vida, vacía el cuerpo/los cuerpos de todo contenido: no se trata de un disfrute ligado al encuentro sino a la pura sensación animal. No se trata acá de dejar sentada una posición inflexible acerca del disfrute físico, no nos subimos a la tarima de los predicadores del bien o del mal, sino que intentamos comprender lo específico de Eros con relación a lo propio de lo porno y pensar, acaso, que cuando se invoca al dios griego del amor lo que hay es un a política de la unión en lo diverso y que con lo porno el cuerpo se reduce a una mera condición de objeto.

Entonces, pregunto, ¿No será el erotismo, amplificado, una metáfora apropiada que puede aludir a la forma en que se entrelazan las comunidades, donde los individuos son fraternos más allá de sus diferencias y el placer es el del encuentro y el bienestar propio y del otre?

¿No será, en cambio, el goce de la carne en primer plano, una forma de quedar sometido y someter al semejante a la repetición, a lo mecánico, al borramiento de la humanidad? 

“Hablar contra los poderes, decir la verdad y prometer el goce; enlazar entre sí la iluminación, la liberación y voluptuosidades multiplicadas; sostener un discurso donde se unen el ardor del saber, la voluntad de cambiar la ley y el esperado jardín de las delicias, eso es lo que sostiene en nosotros el encarnizamiento en hablar del sexo en términos de represión”, escribe Michel Foucault en el primer volumen de su Historia de la sexualidad.

Es frecuente hablar de la falta, aún para los que la sociedad gordofóbica nos supone excedidos. ¿no se incita todo el tiempo, a todas, todes y todos a consumir vorazmente: comida, medicación, bebidas, personas, sexo, cosas, tiempo? Y, vaya paradoja, nos quitan cada vez más, por razones de dinero y también para cercenarnos derechos, la posibilidad de elegir qué nos llevamos al cuerpo, con qué y quienes nos relacionamos.

Anhelamos lo que falta, nos ilusionamos, creamos paraísos (im)posibles que nos incentivan a luchas por un mundo mejor. Una vida. Y, como solemos frustrarnos, el arte, la amistad y la política abren un campo de posibilidades enorme.

Es lo que hace Pompeyo Audivert en su espectáculo Habitación Macbeth, que vi el fin de semana pasado en su estreno, en el Teatro Metropolitan, luego de ofrecerse durante varias temporadas en el Centro Cultural de la Cooperación. Se trata de una versión para un actor que el intérprete, dramaturgo y director ideó durante la pandemia por covid a orillas del mar, en ese extraño encierro que transitó casi toda la humanidad, aún estando (como en el caso del artista) caminando al aire libre. El unipersonal está dedicado al maestro de teatro, Lorenzo Quinteros.

Las Brujas Fatídicas del páramo de huesos representan la tragedia por medio del cuerpo de un actor que encuentran en la fosa del teatro. Ellas buscan el goce, deleite y catarsis metafísica del público. Pero no se trata de una representación reproductiva, no se presenta una realidad plana, igual a sí misma, que se representará sin variaciones. Es un ser vivo. El artista como el público crean, algo entre ellos se transforma con distintos grados de emoción y de conciencia. Habitación Macbeth atraviesa los cuerpos, envuelve, abofetea, es una instancia dialéctica diferente a la afirmación y su negación..

Darle un piedrazo al espejo (en el que se mira Hécate, el Público) en el momento en que la unidad con los asistentes se produce y amenaza cristalizarse no es muy común. “Por eso Shakespeare y Beckett son geniales, no quieren reflejar al mundo sino revelar su condición de lápida”.

El teatro de Audivert no deja tranquilos a los cuerpos. El suyo en escena tiene una versatilidad infrecuente, lo habitan diferentes personajes. Las máscaras son múltiples y no permiten llegar nunca al rostro verdadero, pero ese es el propósito: crear una realidad otra, multidimensional, que se despliega frente a la cuarta pared mientras el público, incómodo, se enmascara entre risas, carraspeos, fluídos, movimientos, aplausos. Nadie está quieto. Todes, inquietos.

Es que esa piedra que irrumpe –el texto, la puesta, la actuación, la totalidad teatral que incluye la música original de Claudio Peña– elimina la posibilidad del reflejo, “dejando que el espejo revele sus valencias secretas, sus misterios y su profundidad abismal, hasta el punto de volverse pozo ciego, antro que deglute la perspectiva ficcional del frente histórico, para devolver fantasmagorías alucinadas, preñadas de delirios y pasiones que dicen ser nosotros (nos otros). En Macbeth es el espíritu del crimen el que se presenta, atizado por una fuerza sobrenatural, Hécate”, dice el programa de mano. ¿Será ese espíritu el de la mayoría sufragista de las elecciones generales del pasado 19 de noviembre?, ¿los que creen que cuanto peor, mejor en ambos extremos del arco político?

El espíritu asesino reclama y despierta a quienes ocupan palcos y platea, lo impele sin réplica, “a encarnar y manifestarse, a tomar el poder y acendrar su quilate hasta el martirio en el patíbulo metafísico del teatro”. 

El bardo inglés dice Audivert, “convoca los reflejos infieles que yacen más allá de la conciencia, la conciencia no es más que un obstáculo que establece como carnada para pescar un bicho mayor, un asunto sobrehumano o, mejor dicho, infrahumano”. Cuando el espejo se rompe, cuando se crea la comunión y estalla aparecen las fuerzas oscuras del crimen social que creó la sociedad Macbeth, ese conjunto de voluntades de poder, ese mandato imperativo que , no lo sabemos, quizás se termine fagocitando a sí mismo. Ni al infinito, ni más allá. El sistema es histórico, cultural, creado. Pasará, pasará, pero el último ¿quedará?

El espectáculo también arroja su piedra al arrojar su cascote en el nivel de las formas de producción, “de transparentar la estructura soporte, la máquina teatral y su metáfora, sin menguar” la intensidad y la fuerza de su lírica, reivindicando el artificio ritual del vínculo con el público al que atrapa y repele casi en simultáneo, siempre con afecto, afectándolo. 

LH

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