Hablemos de autismo En primera persona

Un sistema educativo que los expulsa pero no los dejan ir

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Lucio salió de su segunda clase de música y, con su habitual caminata desgarbada, me dijo: “¡Ma, la pasé genial!”. Lo noté tan feliz como cuando iba a ver el tren Roca a la barrera de Castelli con el banderín verde, el silbato y un teléfono móvil, imitando al guardabarrera de entonces. Detrás de él, sigilosamente se acercó la profesora que con cierto cuidado -¿y hasta con un desliz de pena?- me dijo: “No lo tomes a mal, pero Lucio se distrae y no presta atención. Te sugiero que realices una consulta con un pediatra especialista en neurodesarrollo”. Abrí el Whatsapp y no encontré emoji que describiera mi sensación acerca de lo que acababa de escuchar y desistí de enviar el mensaje. La palabra “neurodesarrollo” me resultó un concepto difícil. A la distancia puedo percibir que el temor a lo que podría llegar a “tener” mi hijo construyó en milésimas de segundos un muro para evitar lo inevitable. 

Subimos al auto y de regreso a casa, Lucio estaba feliz. Mis ojos llenos de lágrimas. La culpa comenzó a ocupar protagonismo por no haberme dado cuenta antes. Era cada vez más “grande” como una pelota que aumentaba en tamaño a medida que rodaba. Me aplastaba. A modo de consuelo abrí el celular y busqué fotos y videos de Lucio. Lo veía sonreír, hablar, jugar, bailar como cualquier niño de su edad mientras que, al mismo tiempo, las búsquedas en Google de la palabra “neurodesarrollo infantil” explotaban en el browser. El algoritmo de mi perfil había cambiado para siempre. 

Me repuse para retomar el curso de acción. Consulté con su pediatra. Nos sugirió esperar a marzo cuando empezara el jardín. En el primer día de clase y, mientras los niños se dirigían a las aulas, me acerqué a la maestra y le pedí (o rogué) que observara a Lucio a partir de lo que había ocurrido en aquella clase de música. Pero a las dos semanas comenzó la pandemia. Cierre total. Preescolar por zoom y actividades por Whatsapp. 

La primera actividad fue dibujar la llegada del otoño. Lucio no quería dibujar. No había manera de negociar (hoy sé que es una conducta oposicional desafiante). Lucio no sabía agarrar el lápiz ni sabía cortar con una tijera (hoy sé que es por su dispraxia). Se resistía a cualquier intento de que alguien le enseñe. Una resistencia atípica, superior a cualquier resistencia conocida. 

Hacia fin de año, a meses de empezar primer grado, contratamos una maestra jardinera para que Lucio se familiarizara con los números y las letras porque no había realizado ninguna actividad del preescolar. La maestra nos dijo que reconocía las letras y los números y que “algo” escribía, pero se movía mucho y no se concentraba. Nos sugirió consultar con una psicopedagoga. Llegar a una psicopedagoga que atendiera presencial tuvo las dificultades del escenario pandémico, pero logré contactar a una que en ocho sesiones nos dio un diagnóstico. La respuesta fue que era un niño “normal”. Sin embargo, no había logrado que Lucio dibujara o escribiera. En la última sesión, nos sugirió consultar con un neurólogo a modo de rutina.

Llegó la consulta con la neuróloga. A partir de su observación escribía las siglas TEA y las tachaba. Después puso “TDAH” con signo de interrogación, anotó síndrome del emperador. Aún conservo esas anotaciones. No entendía qué estaba escribiendo. Me dio una lista de órdenes médicas. A partir de ese momento empezó un recorrido maratónico de profesionales de la salud. 

Entre febrero y mayo, Lucio atravesó varias sesiones de fonoaudiología. El reporte fue Trastorno Semántico Pragmático, entendimos así las dificultades que tenía en la comprensión de las reglas de un juego de mesa y en la interacción con sus pares. Luego las sesiones con una terapista ocupacional nos permitieron determinar dispraxia e hiposensibilidad y explicaron la torpeza de su andar y sus llantos escandalosos a la hora de cortarse el pelo o las uñas. También una psicopedagoga diagnosticó evasión y falta de concentración lo que la maestra jardinera ya nos había advertido. 

Después visitamos una psicóloga para que realizara el test ADOS-2/ADI-R. Es el que mide si la persona es autista o no. Se trata de la observación del niño, de un cuestionario al estilo multiple choice a los padres y de un precio pecuniario considerable. El procedimiento no me pareció muy sólido, pero no quería caer en mis cuestionamientos al sistema porque en esa maraña burocrática y mercantil estaba en juego la salud de mi hijo. Hoy sigo sospechando de su idoneidad y entiendo que es una herramienta para que el sistema legitime el diagnóstico. 

El compendio de las evaluaciones concluyó que Lucio presentaba algunas características del trastorno del espectro autista (TEA), de grado moderado según la primera evaluación. A un año y meses de aquel diagnóstico, la observación clínica indica que Lucio es un niño autista de alto rendimiento o asperger. Se abrió la puerta de un nuevo mundo y aprendo a convivir con las constricciones de no ser parte de la media en el sistema. 

 

Lucio comenzó primer grado y las clases eran bajo una modalidad semipresencial. En abril volvió el cierre total de las escuelas por el aumento de casos de Covid-19 y en mayo tuvimos el diagnóstico. Durante esos meses, la resistencia a hacer las actividades escolares se tornó más intensa. Lucio se resguardaba tocando la guitarra (toca de oído desde los 2 años) y mirando sus dibujitos preferidos en la computadora. 

Sin dudas, las etiquetas son polémicas y hasta cuestionables, pero ayudan a buscar un norte. Al principio fue un shock, dudas, llantos, búsquedas en internet sobre autismo, madrugadas leyendo papers sobre TEA o CEA -Condición del Espectro Autista- y novelas en las que los protagonistas son autistas. Muchos interrogantes sobre si Lucio encajaba con todas esas características. Y sí. Lucio no habla en la escuela y aprendí que a eso le llaman mutismo selectivo, le cuesta interactuar con sus pares, actúa con movimientos lentos, tiene intereses específicos (trenes, Coco y ahora San Martín que lo descubrió a través de Zamba) de los cuales se volvió un experto, observa el detalle, memoria fuera de lo común y habla en neutro. Buscar respuestas fue la forma de procesar una suerte de duelo y aceptar que mi hijo era distinto al resto de los niños de su edad. 

Los primeros pasos requieren de dinero, tiempo y mucha fuerza emocional. El tratamiento es arduo y costoso. Muchas madres deben dejar de trabajar porque la demanda es intensa. Porque todo se vuelve burocrático, desalentador y estresante.

En septiembre del año pasado, las clases presenciales volvieron a la jornada completa. Desde la escuela me exigieron un acompañante terapéutico (AT) para Lucio. El primer paso para que lo cubra la obra social fue tramitar el “Certificado Único de Discapacidad” (CUD). Mi ignorancia sobre qué hacía una AT me llevó a realizar varias entrevistas y consultas, y a través de amigas y conocidas que trabajan con temas vinculados, indagué sobre esta figura y recluté CVs para la búsqueda de la AT de mi hijo. Me encontré con el primer obstáculo. Debía recurrir a un nexo legal (podía ser un profesional o centro terapéutico) como responsable que medie entre la AT y la escuela. No obstante, yo necesitaba seleccionar a la persona que iba a estar al lado de mi hijo cuatro horas por día. Me convertí en un Linkedin analógico. A mediados de septiembre Lucio ya concurría a la escuela con su AT.

En noviembre, precisamente el día del cumpleaños de Lucio, la directora de la escuela me llamó porque Lucio iba a necesitar una maestra integradora (MAI) y un proyecto pedagógico para la inclusión (PPI). Para ello, busqué una vacante en una escuela especial porque es el nexo que provee de una maestra integradora con la escuela común. Llamé a más de seis escuelas y en todas quedaba en una lista de espera. Hasta que conseguí una vacante por medio de la psicopedagoga de mi hijo.

Lucio comenzó segundo grado con el operativo completo -AT, MAI, PPI, CUD y las demás siglas, que aprendí en menos de un año. Pero un olvido administrativo de la escuela común ralentizó el proceso. A veces el enojo irradia más fuerza. El reclamo a la inspectora de la escuela tuvo su efecto. A las dos horas recibí un llamado de la escuela y el acuerdo se firmó antes de los plazos sigilosos que manejan ciertas dependencias. 

Hoy está por finalizar segundo grado y Lucio no sabe leer ni escribir. Según la escuela, el problema es el niño. Los tiempos de Lucio no son los tiempos del sistema y eso lo vuelve un excéntrico. Todo ese equipo, que el sistema pide, falló. En la escuela actual podría continuar pero bajo el eslogan de “exigente” no elaboran estrategias de inclusión. Hace meses que estoy buscando una vacante y, casualmente, a las escuelas que llamé no tienen vacantes para niños con esta condición porque el cupo lo tienen cubierto. Dado que en tercer grado no hay vacante, pido la repetencia, tal vez en segundo grado hay. No obstante, desde el sistema escolar no pueden garantizarlo porque la normativa de la provincia de Buenos Aires indica que recién en mayo del año que viene se evaluará si corresponde que repita. La inspectora de escuela se comprometió a ir a la escuela donde concurre mi hijo a conocerlo y evaluarlo. Luego de un mes, volví a hablar con inspección en busca de una respuesta. Más tarde, la funcionaria se contactó telefónicamente. Le pregunté si me confirmaba la repitencia para reservar vacante en otra escuela. Su respuesta fue que busque para segundo grado, pero no lo puede garantizar. ¿Qué escuela va a aceptar a un niño con la etiqueta de autismo y con tal grado de incertidumbre burocrática? El panorama es desalentador y un oxímoron porque el mismo sistema que lo está echando no permite que se vaya.

El atravesamiento de tantas trabas burocráticas desalienta. El autismo no es solo la condición de una persona. Cuando el autismo golpea la puerta, toda la familia debe surfear las olas del entorno que está repleto de barreras invisibles, donde la inclusión no es más que un título de alguna ley, convención o declaración, que se guarda en un cajón. El desafío de romper esas barreras implica salir de una zona de confort por parte de las instituciones del área de la salud y educación a las cuales no les interesa o les incomoda.

El atravesamiento de tantas trabas burocráticas desalienta. El autismo no es solo la condición de una persona. Cuando el autismo golpea la puerta, toda la familia debe surfear las olas del entorno que está repleto de barreras invisibles

El rol de la experiencia sobre algo desconocido expresa cómo se vive, se siente y se piensa. Eso es lo que debe ser comprendido y escuchado, particularmente, por quienes diseñan las políticas públicas para desarrollar un sistema educativo inclusivo. 

En este corto tiempo aprendí que el autismo no es una discapacidad. Es una condición que tienen algunas personas para toda la vida. Es tiempo de cambiar algunas etiquetas y tratamientos que constan de múltiples terapias que agotan porque olvidamos que el lugar privilegiado para cualquier niño es el juego y sus vínculos. Urge que las escuelas comiencen a transitar el camino hacia un modelo social de la discapacidad para derribar los mitos y creencias sobre el autismo.  

En este corto tiempo aprendí que el autismo no es una discapacidad. Es una condición que tienen algunas personas para toda la vida. Es tiempo de cambiar algunas etiquetas y tratamientos que constan de múltiples terapias que agotan

Mientras reescribía este artículo, tomaba un helado de vainilla y chocolate. Mi hijo se acercó y lo miró dubitativamente. Le insistí y se animó a probar vainilla porque el chocolate no le gusta. Se fue a su habitación con el pote de helado. A los minutos volvió y se sentó al lado mío con su computadora. Me dijo “compartamos, yo tomo vainilla y vos chocolate”. Rompí en llanto y desterré el mito de que los niños autistas prefieren estar solos. Ellos quieren compartir y socializar, pero solos no pueden. 

#HablemosdeAutismo