opinión

Sorpresa

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Desde que Freud descubrió el inconsciente, hablar implica un riesgo porque uno no sabe lo que dice hasta que lo escucha. Uno de los efectos de hablar es que algo puede convertirse en un decir. Hablar y decir no son lo mismo, en la medida en que se puede hablar y no decir nada y a la inversa: un silencio puede decir mucho. Cuando algo se convierte en un decir, se convierte en un hecho, en un hecho de lenguaje, en un decir que es un hacer. Y eso nunca puede saberse anticipadamente. No sabemos lo que decimos cuando hablamos, porque el decir sólo puede ocurrir como efecto, nunca como una intención. El psicoanálisis se funda de ese modo, en ese pequeño gesto: hablar porque no se sabe, hablar para decir, hablar para saber.

Me gusta cómo lo dice Maurice Blanchot: “Qué confianza en el poder liberador del lenguaje. Qué virtud otorgada a la relación más simple: una persona que habla y otra que escucha. Sucede que no sólo los espíritus se curan, sino también los cuerpos”. Y es que el sentido, aquel que se produce en y por el filo de la palabra, desacomoda la incomodidad familiar de los cuerpos para acomodarlos a una satisfacción más allá de la inhibición. Tropiezo, corte, sorpresa, caída del sentido, novedad, son los nombres que testimonian por un hallazgo que no hará sino disolver el matrimonio entre el sentido y lo familiar. La sorpresa, dice Lacan, “rebasa al sujeto, aquello por lo que encuentra, a la par, más y menos de lo que esperaba: en todo caso respecto a lo que esperaba, lo que encuentra es invalorable”. Ahí donde se espera lo mismo, se encuentra lo nuevo. Ahí donde la intención del individuo es rebasada por el hallazgo del sujeto se abre, en todo su arco, la dimensión fundamental de la sorpresa.

Por eso siempre me llaman la atención esas fórmulas que son modos de pretender anticipar lo que se va a decir: “voy a decir algo polémico” o “voy a decir algo gracioso” o “no quiero que te ofendas con lo que voy a decirte” o “no te va a caer bien lo que te voy a decir” o “voy a ser políticamente incorrecto” o “lo digo en el buen sentido de la palabra” o “unpopular opinion”. Esas frases son dichas a otro -y a sí mismo- al que no se quiere afectar. La anticipación, el anuncio, constituye un Otro al que se encorseta en la fijeza de lo ya sabido. Pero, sobre todo, se encorseta lo que puede ocurrirnos a nosotros mismos ahí donde nos escuchamos. Pretender anticipar, creer que uno sabe lo que va a decir, y creer que uno puede saber, sobre todo, lo que le va a pasar al otro con lo que uno diga, resulta una manera de no querer saber. Es un modo del rechazo al inconsciente, es un modo de reforzamiento de la represión. Pretender anticipar o anunciar los efectos. Como dice una amiga, “el fuego artificial del anuncio mata la chispa”. Y la chispa es, sin dudas, la chispa creadora: la que enciende la posibilidad de que algo nuevo pase más allá de la repetición agobiante.

Carina González Monier lo dice así: “Llegar antes de tiempo sería fatal para el psicoanálisis. Si hay algo que es propio de su campo, es, justamente, la novedad más radical, lo completamente nuevo, lo nuevo a cada instante. La dimensión de la sorpresa es exactamente la dimensión del sujeto”. Poner la sorpresa al lado de la verdad es una de las enseñanzas de Freud; es hablar del inconsciente en la lógica del acontecimiento, de la experiencia, de lo no realizado, de lo que no está dado y se produce; porque se trata del efecto que produce que la verdad hable.

El inconsciente es un hecho, un hecho nuevo en el filo de la ocurrencia y “lo verdadero es siempre nuevo”, dice Lacan citando al poeta surrealista Max Jacob. Lacan nos recuerda que si la experiencia freudiana nos aporta algo, es que estamos determinados por las leyes del inconsciente más allá de nosotros mismos, más allá de las ideas a las que nos aferramos, es decir, más allá del Yo. El inconsciente no es lo ya dado, no es lo ya sabido, el inconsciente es lo inesperado y lo sorpresivo. En un análisis no se trata de la verdad establecida, de la verdad que repite el sentido común; se trata de sentidos nuevos, de sentidos que no estaban, de sentidos que la verdad literalmente introduce, hace surgir en el mundo, en nuestro mundo. La sorpresa también es el nombre del lugar del analista. Porque no hay transferencia que no sea sorpresiva. Fue esa sorpresa la que espantó a Breuer, asustado por el amor de transferencia de Anna O., fue esa sorpresa la que dio lugar a que Freud inventara el psicoanálisis. Lacan lo dice así: “El pequeño Eros, cuya malicia, en lo repentino de su sorpresa, obligó a Breuer a huir, encuentra su amo en Freud”.

Lacan se pregunta: “¿qué es lo que hace que un sujeto pueda perder la aptitud para el asombro, para ser sorprendido, y conocer el aburrimiento?”. Un analista no está exento de perder la posibilidad de sorprenderse. Y ahí donde ya no se sorprende, porque ya sabe lo que va a pasar, comienza a “profesionalizar” la práctica con gestos impostados, revestidos de Saber, con certezas acerca de su SER analista. “El aburrimiento es lo que se produce cuando un sujeto ya no es apto para la sorpresa, para el anonadamiento”, dice Lacan.

Hoy en día muchos pretenden codificar, prescribir las prácticas del deseo y del amor, asediar las escenas de encuentro con protocolos, aplastar, como si se pudiera, lo más contingente y sorpresivo. Y también se nota, en estos tiempos, una merma en el sentido del humor, porque el humor también entró en la máquina de una época que pretende explicarlo todo, entenderlo todo, aclararlo todo, controlarlo todo, anticiparlo todo. Cabe preguntarse, entonces, si el tedio y el aburrimiento que padecen algunos, tan propio de estos tiempos, no tiene relación con este signo de época: pretender que no irrumpa lo sorpresivo que implican el amor, el deseo, el humor, los encuentros.

Acaso se trate del placer de la sorpresa y de la sorpresa del placer. En esas escenas pasan cosas, cosas que no sabemos; pasan cosas y producen efectos que, muchas veces, nos despiertan. Si cerramos las vías para que esas cosas pasen, sólo nos resta el eterno retorno de lo mismo -un poco lo que canta Radiohead en “No surprises”-. Sin sorpresas: ¿descansar en paz? Sin sorpresa no hay chiste, ni chispa creadora, ni encuentro de los cuerpos, ni amor ni deseo; pero tampoco hay juego, ni hay infancia. En esa misma línea es que Martín Kohan analiza cómo hoy en día se percibe que llamar por teléfono sin anunciarse antes es, no sólo de mala educación, sino invasivo y hasta agresivo y lo lee como una marca de estos tiempos: “La tendencia tecnológica actual es a que nada nos ocurra de repente o sin riesgo”; y dice también, en esta entrevista que le hizo Dolores Pruneda Paz para Télam: “Estamos en una época en la que cada uno se piensa como envasado al vacío (...) las distintas cosas de la vida se están empezando a encuadrar de manera tal que todo tenga previo aviso y que nada inesperado ocurra, lo cual implica a la mayor parte de las situaciones que uno vive. Hay una presión para que todo quede encuadrado en protocolos y acuerdos previos que reprimen toda aparición de lo inesperado, al tiempo que nos obligan a decidir qué queremos y qué no queremos antes de que lo sepamos”.

Entre la intención de decir y lo que se dice, ahí, en ese pequeño hiato, se abre un mundo. Y se abre en la medida en que estemos dispuestos a escucharlo, a leerlo; en la medida en que no rechacemos esa porción de verdad que irrumpe, siempre inesperada y sorpresivamente, y que se llama inconsciente.

 Unos versos de Fernanda Mugica de su poema “Núcleo duro”, incluido en el libro Un billete de mil australes encontrado en un libro de Carl Sagan -editado por Liliputienses-:

 

muévase

cualquier cosa

a cualquier parte

pero no se olvide que la nuestra

es una lengua

de estados infinitos

AK