Dos o tres cosas que sé sobre los celos
En la película “Alta Fidelidad” (2000), el protagonista da vueltas una noche entre las sábanas, mientras imagina que su pareja –que se fue un tiempo antes, con un vecino–está en la cama en plena sesión amatoria con su alter ego. Sutilmente, entra en escena la música de fondo: una balada sensual de Barry White. En ese punto, Rob (representado por John Cusack) explota y revolea las almohadas, grita: “No hay mejor sexo que el que ella tiene en mi cabeza”.
Los celos son la pasión más humana de todas. También la más infantil, cuando se la reconduce a su origen primario: la relación con la madre y la exclusión de ese amor sin el cual sentimos que no existimos. Y la cuestión no es que tengamos que domesticarnos y aceptar que el otro puede querer más cosas que a uno mismo, que no somos el centro del mundo, todas ideas que de manera consciente suenan evidentes, pero que tienen un refuerzo inconsciente que hace que no sea tan fácil “deconstruirlas”; no, la cuestión no tiene que ver con el otro, sino con la dinámica interna del amor. Los celos demuestran que hay una disimetría irremediable entre amar y sentirse amado; sobre todo porque al amar nos sentimos desposeídos y vulnerables, ¿quién está tan loco como para amar y sentir que merece el amor del otro? Los celos son una forma de querer recuperar esa excedencia y muestran una encrucijada: cuánto más amamos, más sufrimos.
Los celosos somos infantiles. También un poco vulgares, como dijo alguna vez Roland Barthes. Somos celosos, porque pocas veces podemos amar sin temor a perder al otro. A veces completamos ese temor con fantasías insidiosas. Recuerdo a un amigo que estaba obsesionado con las relaciones sexuales que suponía su novia tenía con otro hombre en el baño de la oficina. Enfurecido, profería insultos y montaba en cólera. Recuerdo que lo único que me animé a decirle, fue: “En un baño de dos metros cuadrados, difícilmente sea el polvo de su vida” y, por suerte, la respuesta fue un silencio de alivio y, pocos minutos después, una carcajada. Los celosos “suponemos”.
Una paradoja de los celos es que, si su fuente es el temor, también puede ser que a través suyo se justifique la permanencia en una relación. Hay personas capaces de estar con alguien solo para que no esté con otra persona, de la misma que hay quienes pueden sentir celos por aquellos que no les interesan lo más mínimo –pero cuyo interés se da por descontado. Aquí es cuando los celos ya se vuelven histéricos, pero no en un sentido estrictamente patológico, porque ese trasfondo de histeria quizá sea lo más propio de la humanidad. Sin ese interés básico por el deseo, que es lo más propio de la histeria, quizá ya tengamos que hablar de otra especie.
En este contexto, hice un desplazamiento. Empecé por el amor y pasé al deseo. Es que los celos tienen su origen en el amor, ahí es donde se revelan como infantiles y algo vulgares, efecto de un temor. Sin embargo, a partir de su relación con el deseo, los celos son un modo de relación, una manera de vincularnos y advertir que el otro no es solo la persona que tiene tales o cuales ideas, voluntades, etc., sino también un enigma, alguien que nunca deja de ser otro, porque incluso cuando dos personas quieren lo mismo, no lo quieren de la misma manera, ¡eso es el deseo! Lo que resiste a que dos sean uno, lo que hace más bien que dos… sean siempre tres (uno, el otro y esa resistencia, el deseo). Los celos no son más que el modo más habitual en que esa terceridad se completa.
Llegados a este punto, podríamos preguntarnos: entonces, los celos ¿son normales o patológicos? Si recordamos que la palabra “patología” proviene de “pathos” y reenvía a la pasión, es claro que los celos no son una enfermedad específica; aunque aquí cabría hacer una distinción: se pueden padecer los celos de maneras muy distintas y así están los que adoptan una actitud posesiva y van a cualquier lado que vaya su pareja, si no buscan limitar su deseo, también quienes escapan de sus celotipias a través de reforzar actitudes seductoras, o aquellas personas que son capaces hasta de revisar un teléfono, hackear un mail, etc., en un abanico de reacciones que puede llegar el asesinato. Sin embargo, aquí no se trata de los celos sino de lo que alguien puede llegar a hacer cuando está celoso. Justificarse como celoso no solo es vulgar, es además cobarde.
Para concluir, una observación desde el punto de visto de vista del tratamiento. Los celos son un síntoma irreductible en el análisis. La expectativa del analista de que los celos desaparezcan es un ideal terapéutico vano. Ese desprecio por el síntoma también se refleja en el prejuicio (incluso de algunos psicoanalistas) de que los celos mienten. O, mejor dicho, que el celoso vive una ficción sin verdad. Así, el analista extraviado trata al síntoma con menos respeto que a un delirio, cuando no trata al delirio como una interpretación falsa. Los celos son una interpretación del deseo y revelan hasta qué punto la fantasía no es personal (o individual) sino un lazo entre dos. Una mujer celosa, por ejemplo, conoce el carácter deseable de su pareja, el modo en que el otro puede gozar de ser deseado. El problema es que se desorienta con sus celos, reduce el deseo a engaño, la fantasía a una moral. Lo analizable de los celos es la posición excluyente con que se vive la relación del otro con el deseo: si desea, yo estoy afuera. Por esta vía se puede llegar a un uso virtuoso del síntoma, como el que ciertas mujeres advierten cuando pescan que el varón que da consistencia a los celos está a un paso de caer destituido y eso les permite soltarlo a tiempo.
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