El dinero es una mierda

El dinero no vale nada. Por fuera del rol simbólico que ocupa entre nosotros, un billete no es más que un pedazo de papel. Cada tanto ocurre que, en alguna casa, aparece una moneda fuera de circulación y se la guarda inútilmente, menos porque se la piense usar en una transacción que por un motivo meramente nostálgico.
El dinero sin valor nos recuerda otros tiempos, a veces hasta tiene el olor a viejo de lo que proviene de la infancia, como las páginas amarillas de un libro. Así el objeto en que se encarna el dinero adquiere el estatus de la reliquia, pero ya no es dinero. Este no tiene carne, es flujo etéreo, equivalencias suprasensibles; la del dinero es una teología. No por nada en el billete de un dólar está el ojo de Dios.

En el dinero es preciso creer. Siempre es extraña la gente que logra desentenderse de esta creencia. Las religiones tienen muchos ateos, pero el dinero muy pocos. El único que yo conozco es Charly García. Recuerdo una vez en que salió de su casa en Coronel Díaz, paró un taxi y dijo: “Soy yo, ¿me llevás?”.
Después de Charly, creo que las demás personas que conozco que no creen en el dinero tienen algún tipo de enfermedad mental severa. Es que el dinero es un recurso muy útil para el desplazamiento de conflictos internos. La capacidad de tener síntomas con el dinero, es una solución para el “depósito” de la energía psíquica.
Una distinción típica de la clínica de las neurosis lo ilustra: el obsesivo tiene la chance de desplazar al ahorro su goce retentivo (anal), así como el histérico encuentra en el gasto sin prurito un símbolo de amor propio (“lo valgo”, “me lo merezco”). Las tarjetas de crédito son muy hábiles para explotar los síntomas de los neuróticos: comprar algo en cuotas, como si en la prolongación serial estas dejasen de existir es un buen equivalente del olvido que promete la represión psíquica.
De todos modos, al igual que con la represión, las tarjetas también tienen su retorno en resúmenes que apuran pagos de intereses que, como los retoños de lo reprimido, empujan a una lucha secundaria que siempre se aplaza y genera deuda y más deuda. Si la del dinero es una teología, la del síntoma es una verdadera economía (de goce).
El dinero es una mierda. El dinero está hecho de un material desechable que bien puede adquirir las más variadas significaciones psíquicas. Para Sigmund Freud, dinero = falo = heces = hijo = regalo. Si quien se desinteresa del dinero suele llamar la atención, ocurre lo mismo con quien se interesa demasiado. Al igual que con la fe, cabe preguntarse: ¿en qué cree quien tanto cree en el dinero?
El dinero puede representar felicidad, seguridad, poder, etc. Decir que el dinero es más bien un medio es tan ingenuo como decir que la tecnología no es buena ni mala y depende de cómo se la use. El dinero es un fin, es el fin de los fines; es una parte exterior del psiquismo humano. Dime cómo tratas al dinero y te diré quién eres.
Sin embargo, no quiero dedicar esta columna a hablar solamente del dinero en sí, sino de algo que mencioné antes cuando me referí al neurótico obsesivo. Este se caracteriza tanto por su goce ahorrativo, como por una generosidad impostada. En este caso, el obsesivo da, sí, pero no suelta.
Si pudiera ilustrar con una imagen la oblatividad obsesiva, diría que es la de quien da un objeto, pero no puede dejárselo del todo al otro: “Viste qué buen sweater que te regalé”, “¿Leíste el libro que te di? ¿Me lo prestás?” o, en casos más extremos, como el que ocurre en las separaciones, “No te olvides que todo lo que tenés lo tenés porque te lo di yo”. Seguro el lector puede pensar sus propios ejemplos.
En la psicopatología de la vida cotidiana, a mí divierte el caso del varón obsesivo que, si además es marido, se convierte en un regulador del goce familiar. A todo responde que no y que es muy caro. Un marido, en su función clásica, es quien responde con austeridad a la administración que delega en la esposa. Un marido dispendioso –como el que llega a la casa con flores– suele ser sospechado de encubrir alguna culpa.
Quizá esto ya no sea así, los roles sociales cambiaron mucho y ya no es frecuente que haya varones que creen que algo les corresponde porque pagan (“¿Acaso mi dinero no vale?”). En esta época en que los maridos comienzan a pasar de moda, el retaceo obsesivo se disfraza de igualdad y pide el pago conjunto de una cuenta, con el argumento de que la invitación es una estructura rígida del amor romántico que es preciso vencer.
Sin embargo, a mí me interesa circunscribir una situación menos divertida, aunque no ajena a la comedia de los sexos; una que no se refleja a través de objetos materiales, sino a través de ese otro objeto inmaterial que es la palabra.
Una de las formas del goce retentivo del obsesivo es apropiarse de la palabra, de modo más o menos tiránico. Pienso que de experiencias de este tenor es que Rebecca Solnit debe haber tomado la matriz para introducir el término “mansplaining” –en su libro Los hombres me explican cosas, en el que explica cómo los hombres le explican.
La raíz de esta actitud seguramente sea la fuerza posesiva de lo viril. El varón hace sentir su afirmación a través de posarse sobre su objeto y manipularlo. No por nada Freud se refirió en este punto a un “ejercicio de la musculación”. Los varones agarran y cuando resulta que son obsesivos, no sueltan.
Pienso en el caso de un conocido profesor que, en las reuniones, suele desarrollar lenta y parsimoniosamente sus ideas, sin importarle si otros lo escuchan; aunque sí, le importa que lo escuchen, porque lo que no le importa es aburrirlos. La contracara de la retención neurótica es el sadismo, que en la obsesión se expresa en la sentencia “Vos me vas a escuchar”.
Los obsesivos son personas que hablan todo el tiempo y, así y todo, sufren de que no se los deje hablar. De regreso al comienzo, este es un tema económico también, porque pone de manifiesto esa instancia en la que no pagan por sus palabras. El obsesivo habla como si fuera gratis.
A propósito, para concluir, recuerdo la anécdota de un colega que me contó que hace unas décadas tuvo su primera sesión de análisis. Después de hablar sin parar durante una hora y media, el analista le propuso concluir. Inquieto, dado que se trataba de un analista célebre, mi amigo le preguntó cuánto eran los honorarios. El analista le respondió: “Dos mangos”. Sorprendido, mi amigo le preguntó cómo podía cobrarle tan poco. El analista respondió: “Es lo que hoy valen sus palabras; espero que con el tiempo tengan otro costo”.
LL/MF
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