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OPINIÓN

El mejor momento para tener un hijo

¿Y si, en lugar de buscar certezas, pensáramos que los hijos no llegan en el momento ideal, sino en el posible?
9 de mayo de 2025 08:13 h

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Hace poco alguien me preguntó cuál era el mejor momento para tener un hijo. No supe qué responder, pero me quedé pensando en la pregunta. Pensarla tampoco me permite tener hoy una respuesta, pero sí me hizo recordar ciertas situaciones. Si por “el mejor momento” se entiende el momento ideal, menos podría responder, porque francamente no creo que exista ese momento. Más bien tengo presente una triple distinción por la que los hijos llegan a este mundo, que aplica en principio a las parejas.

Primero, me refiero a una constatación. Las parejas que tienen un hijo poco tiempo después de haber iniciado el vínculo. Es cierto que en esta circunstancia habría que tener en cuenta de dónde viene cada uno –porque no pocas veces se tiene con una persona a la que se conoce hace poco el hijo que no se tuvo con una pareja anterior–, pero si nos atenemos a la circunstancia de dos personas que se conocen y se enamoran, aquí suelen pasar dos cosas: la pareja se separa al poco tiempo y el amor se convierte en odio; o bien el amor hacia el hijo produce una culpa enorme que mantiene a la pareja funcionando en el nivel exclusivamente parental.

De esta doble consideración creo que se desprenden tres ideas: por un lado, la llegada de un hijo absorbe en buena medida el amor que se tienen entre los miembros de la pareja; de otra manera: para tener un hijo es preciso estar dispuestos a amarse un poco menos y esta es una renuncia que puede ser muy dolorosa para una pareja en el inicio. Por otro lado, los hijos implican una separación en la pareja, que tiene que estar preparada para atravesar el proceso de distancia y, por último, la adquisición del rol parental reprime en buena medida lo erótico de la pareja conyugal –más bien, lo reprime y también genera uno nuevo, pero como todo lo nuevo necesita un descubrimiento que, si la pareja no se amó lo suficiente antes, es vivido en términos de una merma.

De la constatación anterior y de las tres ideas anteriores, puedo pasar a una segunda vía para pensar otra cuestión: las parejas que tienen un hijo cuando ya no se aman hace tiempo; aquí hay nuevamente una consideración doble, porque suelen pasar dos cosas: llega el hijo y la separación ocurre al poco tiempo, porque para ese entonces el vínculo ya está sumamente desgastado; o bien, antes de que ocurra el embarazo, cuando un atraso lo hace presentir o se habla del tema, uno decide poner fin a la relación –como si el razonamiento vivencial fuera: para tener un hijo y separarnos, mejor separarnos.

De esta segunda consideración de dos situaciones, se desprende una idea –tercera, en la serie de distinciones que anticipé al comienzo– que creo que es central: si hubiera algo así como “el mejor momento” para tener un hijo, este tendría que ser ese en que dos personas ya no se aman demasiado, pero tampoco dejaron de amarse del todo. Como si el amor atenuado de la pareja consolidada fuera el escenario más propicio para que la pareja pueda rehabilitar su amor a través del hijo. Como si el núcleo del deseo de hijo no estuviese en desear un hijo por sí mismo, sino en que este puede ser un modo de recuperar el amor de la pareja o, mejor dicho, en que una pareja puede (volver a) amarse a través de un hijo.

Como contrapunto, pienso en la situación de un varón que después de muchos años en una relación no se podía separar porque le generaba mucha culpa que ella no hubiera tenido hijos (con él). Por ese entonces avanzaban en un tratamiento que no lograba consolidarse en la implantación de un embrión. Él insistía: “Así no me voy a poder separar más”, porque la otra cara de su angustia estaba en que ella le dijera: “Si esto no funciona, al menos está vos”. Sin duda fue un arduo trabajo el que tuvo que hacer este varón para atravesar la culpa neurótica que lo dejaba atado hostilmente a un lugar en el que ya no estaba. En su fantasía inconsciente, el hijo funcionaba como relevo –dejarlo e irse, no porque fuera a abandonarlo, ya que él tenía toda la intención de ser un padre presente. Por cierto, el padre excelente también puede ser la versión de un padre que desprecia a la madre.

Otra situación que también funciona como contraejemplo es la del varón al que una vez le pregunté cómo era que se llevaba tan bien con la madre de su hijo, después de separarse al poco tiempo del nacimiento del niño. Su repuesta fue elocuente: “Creo que fuimos sinceros y reconocimos que nunca nos amamos”. El saber popular dice que donde hubo fuego cenizas quedan; esta sabiduría podría extenderse con la de que la falta de amor puede ser el origen de una amistad. En este punto alguien podría decir: “Qué bárbaro, traer un hijo al mundo en esas condiciones”, pero desde mi humilde punto de vista, creo, los hijos llegan al mundo también porque quieren y quizá confían en que padres imperfectos, siempre que no fuercen las cosas, pueden recibirlos y hacerles un espléndido lugar en su vida.

LL/MF

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