A 40 años de la Guerra de Malvinas Narraciones

La guerra en una cartulina desde un regimiento

Si un día de enero una tarotista te dijera que en cinco meses, luego de enfrentar a la sección más poderosa de la OTAN desde un pozo cavado a pura pala y a temperaturas bajo cero, vas a volver al bar adonde irás esta noche, dirías que, si esta mujer ha de estafarte, por lo menos se esmere con algo un poco menos disparatado. Pues algo así, sin que nadie les anticipara nada, siquiera por naipes, les llegó a suceder a muchos en un país como Argentina en 1982.

Para quienes no hicieron el servicio militar la experiencia de la revisación médica es la única baraja que pueden arrojar sobre el paño de una conversación de sobremesa cada vez menos frecuente. Las anécdotas se detienen sobre detalles insustanciales y francamente banales para quien sí hizo la conscripción. De modo semejante les ocurre a quienes estuvieron en un frente de batalla: el entrenamiento previo es un recuerdo nublado, acaso confuso, del que nada tienen para decir y mucho menos escuchar. Hasta la llegada de la dictadura, el servicio militar no era la muerte de nadie sino un trago amargo, a la larga agridulce, condensado en una serie de anécdotas acaso graciosas si se compartían ciertos códigos. Una vez sorteada la rompiente del campito, esos casi dos meses de entrenamiento puro y duro, lo que seguía, nos anoticiaban los mayores, era un mar por lo general bastante calmo. Y alguna clase de provecho muchos lograban obtener de esa experiencia ya que no era infrecuente celebrar reuniones y asados de camaradería durante años. 

Que la decisión de recuperar las islas Malvinas obedeció a un manotazo de ahogado dado por un gobierno tambaleante -y sin inteligencia ni recursos políticos para sostener su programa- se constata con solo detenerse un instante en el entrenamiento dado a los soldados hasta días antes del desembarco.  

Cae sobre la cabeza del soldado una gota de agua china interminable que no cesa aun cuando haya alcanzado su psiquis profunda: la hipótesis de conflicto

La instrucción militar puede dividirse en dos claras instancias. El llamado orden cerrado, donde se enseñan protocolos, formalidades y ceremonias que sostienen el dispositivo militar, y la práctica bélica en sí, desplegada en técnicas de combate y supervivencia, manejo de armas, etc. A todo esto, cae sobre la cabeza del soldado una gota de agua china interminable que no cesa aun cuando haya alcanzado su psiquis profunda: la hipótesis de conflicto, es decir, el sentido por el cual, en este caso, los primeros días de febrero de 1982, uno había caído a un lugar guionado por Groucho Marx en plan Marqués de Sade. 

Muy poco se habla de esa gota; la tragedia de la guerra la reduce a un mero detalle, pero creo que no fue algo para nada menor, dado lo que sobrevino ni bien finalizó el adiestramiento. Puntualmente a la hora de la siesta, luego del guiso del almuerzo, sentados como los indios y con el sol friéndonos la cabeza, los soldados atendíamos las explicaciones de los superiores acerca de lo que el comunismo era y, claro, sus planes de dominio mundial; hablaban con la convicción de quien nunca dice como frase hecha la expresión sucio trapo rojo. De la subversión -creo que nunca dijeron montoneros o ERP- reconocían una inteligencia sagaz y maligna pero también la obcecación propia de una mula, como si nada hubiera aprendido, ya que insistía en sus intenciones de regresar a Tucumán, de acuerdo nos informaban. En más de una ocasión se había puesto, sin dar su nombre, como ejemplo vergonzoso de traición a la patria al soldado Invernizzi, que en 1973 había permitido el ingreso del ERP a un comando de sanidad. De modo que a partir de esa hipótesis de conflicto se habían diseñado –cabe suponer que desde la llegada de la Dictadura-  los ejercicios bélicos para ese año. Claro que en un lugar un tanto árido como es la zona de Bahía Blanca había que usar mucho la imaginación para convertir unos bosquecitos mínimos de chañares y caldenes en el frondoso monte tucumano. Hubo un par de prácticas de combate urbano también por si Montoneros llegaba a tomar alguna pequeña ciudad allá en el norte. Recuerdo que una vez nos dijeron que la subversión envenenaba los pozos y cursos de agua y que, en consecuencia, debíamos aprender a racionarla: dos días a puro sol con el agua de una sola cantimplora cargada al amanecer. Un litro para higienizarse, afeitarse, lavarse los dientes, lavar los utensilios, saciar la sed. 

No muy lejos de donde hacíamos las maniobras, alejándonos de nuestros campamentos hacia la derecha, una zona adonde no fuimos nunca, se adivinaba entre los árboles los restos de lo que, se supo después, era la Escuelita, el campo de concentración del Comando Quinto Cuerpo de Ejército. Había sido demolida unos meses antes de nuestra incorporación. 

Había otro conflicto en ciernes del que no se hablaba en forma directa, algo así como un mosquito insomne y zumbón fuera del plan de estudios. Fueron muchas las noches en las que antes de acostarnos en nuestras carpas debíamos rezarle a la Virgen María para que hubiera una guerra con Chile. Literalmente. No recuerdo qué rezábamos, tengo la certeza de que el suboficial improvisaba sobre la marcha. Monaguillos en borceguíes, repetíamos al final de la plegaria: Dame, Señora, una guerra con Chile, o algo tan sonoro como eso. Un  mantra casi eficaz, la Virgen cumplió a medias con el pedido, como es notorio.

Adenda: hubo una sola práctica de tiro en toda la instrucción, a razón de cinco por soldado. La cifra es significativa teniendo en cuenta la proximidad del conflicto. Cuando alguien daba en el centro del blanco se agitaba una bandera argentina, el soldado debía gritar “Viva la patria, maté a un chileno”.

Fueron muchas las noches en las que antes de acostarnos en nuestras carpas debíamos rezarle a la Virgen María para que hubiera una guerra con Chile

La guerra tomó por sorpresa a todo el mundo, oficiales y soldados. De hecho, el 29 de marzo hubo un acuartelamiento por la movilización de la CGT al día siguiente. Mi jefe más inmediato era un Mayor de nombre y apellido árabe; era santiagueño, hablaba lento y daba un erróneo aspecto de hombre sabio. Había estado de guardia la madrugada del dos de abril. Esa mañana nos enseñó orgulloso a los tres soldados a su cargo el parte original recibido por télex que anoticiaba la toma de las Malvinas. Orgulloso, sí, y sorprendido, como todos allí  en el Comando. 

Cuando el desembarco inglés era inminente, el Mayor me encargó dibujar de manera esquemática, en unas cartulinas blancas, todas las unidades de la flota británica, lo que incluía, claro, los aviones y helicópteros de sus portaviones. Pegamos las cartulinas en la pared de su despacho. Una vez comenzada la guerra debía tachar con una X cada barco hundido o avión derribado de acuerdo a la información que íbamos recibiendo. Las noticias no llegaban por cables internos del ejército, como acaso sería lógico suponer, sino que escuchábamos por radio los comunicados que el Estado Mayor Conjunto emitía diariamente. Puedo recordar que una mañana taché un barco y tres helicópteros.

A todo esto, los soldados del Comando, unos cien donde yo estaba destinado, desfilaban por la plaza de armas cantando la marcha de las Malvinas. No podría afirmar si ese ritual se practicaba  todos los días. La impresión es que sí.

Llego un día en que, de acuerdo a los informes recibidos, y las marcas resultantes en la cartulina, habíamos ganado la guerra. Con ingenua cara exultante taché el último barco y el último avión. No recuerdo si también habían anunciado el hundimiento del portaviones, la figurita difícil. La cara del Mayor mostraba una expresión contrariada. La guerra claramente continuaba, nadie se había rendido y allí estaban esas cartulinas llenas de cruces. Me ordenó ponerme firme y, perdiendo su pachorra santiagueña, me acusó de haber tildado por mi cuenta aviones, helicópteros y barcos, de estar boicoteando la guerra, de ser, claramente, un traidor a la patria. Al no poder ordenar mi fusilamiento, debía encerrarme en un calabozo. 

El 14 de junio un soldado que venía de otra repartición me anunció con alegría que la guerra había terminado. Nos abrazamos y reímos con discreción. Estábamos absolutamente convencidos de que habíamos ganado, hasta que la radio, siempre la radio, dio a conocer la rendición de las tropas argentinas. 

LS