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Más de un año sin salir de casa por culpa del 'bullying': “Tenía pánico a los adolescentes”

Elena, adolescente de 15 años, se pasó un año y medio sin ir al instituto, aislada en casa a raíz de haber sufrido acoso escolar

Pau Rodríguez

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Hay dos fechas en la vida de Elena que no se le van a olvidar fácilmente. Ni a ella ni a su abuela, con la que vive. Tampoco a su psiquiatra. El 22 de junio de 2022 es una de ellas. Era la graduación y se la pasó entera llorando de emoción, pero no junto a los que habían sido sus compañeros, sino en la fila de invitados. Llevaba más de un año y medio sin pisar el instituto. La otra fecha es el 9 de febrero de 2021, el día que decidió que no volvería a clase y comenzó su aislamiento social, sin salir de casa, víctima de un bullying que la había empujado a la depresión, la fobia social y el estrés postraumático.

Aquel encierro comenzó como un refugio frente a la hostilidad del aula, pero rápidamente se agravó. “Mis relaciones sociales se fueron apagando”, resume Elena –nombre ficticio–, ya recuperada, con un aplomo poco habitual en alguien de 15 años. La acompañan en su piso de Barcelona Maria Antonia, su abuela y tutora, y Ana Pérez-Vigil, la profesional del Hospital Clínic que la empezó a visitar a domicilio. En su peor momento, Elena apenas salía de la habitación, no comía, tenía el ciclo de sueño alterado, se peleaba con su abuela para no dejar el móvil y le daba pánico salir a la calle y encontrarse a adolescentes como ella.

La cantidad de jóvenes que, como le ocurrió a Elena, se desvinculan de su entorno y se deslizan en una espiral de aislamiento es una incógnita. En Japón se conoce como síndrome de Hikikomori, una auténtica preocupación nacional, alimentada en ese caso por la mayor presión académica y la vergüenza familiar de pedir ayuda cuando esto sucede. Una encuesta del gobierno nipón estimó que superaba las 500.000 personas, un 1,5% de la población.

En España es seguro mucho menor, pero no existen cifras para dimensionarlo. Tampoco servicios especializados públicos que lleguen a la mayoría. Mientras tanto, los profesionales advierten que va en aumento, en parte debido a la pandemia, que ha disparado los problemas de salud mental. Y señalan las razones que se esconden detrás del aislamiento, que es la punta de un iceberg que puede incluir acoso escolar, traumas infantiles, problemas económicos graves, salud mental precaria de los progenitores, ansiedad, abuso de pantallas o incapacidad para afrontar situaciones dolorosas. 

“Con la pandemia se ha disparado el sufrimiento emocional. Todo el mundo se asustó, hubo más incertidumbre, percepción de amenaza, pérdida de seres queridos, de empleos… Y ahora la crisis y la guerra”, expresa Mark Dangerfield, director del Instituto de Salud Mental de la Fundación Vidal i Barraquer. “Esto aumenta la ansiedad y el miedo, también de los progenitores, que están más desbordados, tristes, en peores condiciones de ocuparse de sus hijos, y esto puede derivar en trastornos mentales o en casos de reclusión”, incide. 

Es algo ampliamente asumido a estas alturas que en los últimos años se han multiplicado los problemas de salud mental entre los adolescentes. También las tentativas de suicidio.

Al no contar todos estos jóvenes con un mismo diagnóstico, la Administración de Salud no puede cuantificarlos. Pero sí hay un dato con el que deducir este silencioso aumento de aislamientos. En Catalunya, el Departamento de Educación de la Generalitat ha observado que en diez años se ha triplicado el número de alumnos de la ESO que reciben atención escolar domiciliaria, es decir, que tienen un profesor que acude a su casa regularmente con las tareas curriculares porque no van a clase. 



De 430 chicos y chicas en 2012-2013 se pasó a 1.520 el curso pasado. Este dato, sin embargo, no solo se refiere a jóvenes con problemas de salud mental, sino con enfermedades graves que les impiden ir a clase. Además, desde Educación precisan que el destacado aumento durante la pandemia se debe sobre todo a los alumnos que tenían –ellos o sus familiares– patologías graves, con lo que evitaban el contacto social para no contagiarse de COVID-19. Pero, con todos estos matices, desde Educación reconocen que han detectado un claro incremento vinculado con la salud mental y lo están analizando. De hecho, ya antes de la irrupción del coronavirus, la cifra se había duplicado en pocos años. 

Solo tres equipos visitan a los jóvenes a domicilio en Catalunya

En Catalunya solo existen tres equipos de salud mental que se dediquen a atender a los jóvenes que están recluidos en sus casas. Son los Equipos Clínicos de Intervención a Domicilio (ECID). El primero que se abrió en 2017, siguiendo un modelo de éxito en Reino Unido, fue el de la Fundación Vidal i Barraquer en Badalona, que rápidamente se concertó por parte del Servicio Catalán de la Salud. Luego, esta misma entidad impulsó otro en Santa Coloma de Gramenet. Y en 2021, siguiendo su ejemplo, se creó el del Hospital Clínic de Barcelona, que coordina Ana Pérez, aunque como plan piloto que finaliza en diciembre.

Cada uno de ellos cuenta con media docena de profesionales de distintas disciplinas –psiquiatría, psicología clínica, trabajo social, educación social y enfermería especializada en salud mental– y atiende a entre 25 y 30 adolescentes a la vez. Por otro lado, se han desplegado recientemente en Catalunya nuevos perfiles profesionales a través de los Centros de Salud Mental Infantil y Juvenil (CSMIJ) para hacer intervenciones a domicilio, pero de momento solo actúan en casos de crisis.

Dangerfield, impulsor de estos primeros ECID, llevaba desde 1994 dedicado a la salud mental infantil y juvenil, viendo con frustración cómo había adolescentes que no llegaban a “vincularse” con la terapia: “Se trata de jóvenes que llegan derivados de otros servicios pero no acaban viniendo”, explica. “Como están en casa hacen menos ruido, pero hay un gran riesgo de que su situación se deteriore y de que la patología se convierta en crónica”, añade. A menudo, son chicos y chicas que están escarmentados de experiencias negativas con otros psicólogos. Y tienen en común la pérdida total de confianza en su entorno. 

El punto de partida del ECID que dirige Dangerfield es que si un joven está predispuesto a recibir su ayuda, es que en realidad no la necesita, por lo que lo derivan al circuito convencional de salud mental, donde se atiende los casos que no son de exclusión. Al no poder cubrir toda la demanda que les llega, lamenta, deben priorizar los más graves. 

En el caso de Elena, que tiene 15 años y cursa 4º de la ESO –tuvo que repetir el año pasado debido a su prolongado absentismo–, inició su camino hacia el aislamiento por culpa del acoso y las amenazas sufridas por parte de sus compañeros en clase. La llegaron a amenazar de muerte, le mandaban mensajes, la seguían hasta la puerta de su casa… Hasta que un día, superada por el hostigamiento, golpeó a otro chico, uno que por error pensaba que la había insultado, y acabó expulsada. Aquel día la mandaron a casa y ella ya no quiso volver. 

“Durante meses no quería ver a nadie, sobre todo si era joven. Sentía que me miraban y una parte de mi estaba paranoica pensando que me juzgaban… Cuando salía a la calle, sentía presión en el pecho y un nudo en la garganta”, describe Elena. Esto es lo que le sucedía cuando su abuela trataba de que la acompañase a la calle. En septiembre de 2021 intentó retomar las clases en un instituto nuevo, pero a los dos días abandonó. “Me volvió a entrar el miedo a los adolescentes, el pánico a que me pasase algo parecido o peor”, rememora. 

La mitad son madres solteras y un tercio tiene problemas de vivienda

Pese a su corta trayectoria y a su limitado alcance, el ECID de Hospital Clínic también cuenta con datos que permiten trazar un perfil de estos jóvenes. Más de la mitad son de familias monoparentales –de ellas, casi todas madres– y en el 83% de los casos hay problemas sociales o económicos. Hasta un 33%, uno de cada tres, tienen que ver con la vivienda. “Tenemos varios casos en los que ha habido desahucios en el pasado”, aclara Pérez-Vigil. Entre los diagnósticos principales, están los trastornos adaptativos con ansiedad o depresión y el estrés postraumático. Algunos van acompañados del de agorafobia, pero no necesariamente.

En esta tipología encaja a la perfección la situación vivida por Sandra, madre soltera, con su hijo adolescente, que desde Tercero de la ESO se recluyó en casa y estuvo también un año y medio sin salir. El detonante fue una enfermedad grave de ella. “Es un niño bueno, educado, que no trae problemas… Y que de repente se encontró muy solo, con miedo a perderme, yo que para él soy el pilar de la casa”, explica. En su caso, todo se aceleró con el confinamiento. “Se encerró y dijo que no iba a volver al instituto”, relata la mujer.

Entonces empezó su viacrucis, que es habitual entre los progenitores en situaciones graves tan prolongadas. “Sabes que a tu hijo le pasa algo, pero vas dando tumbos de un centro de salud a otro, y de este a una clínica privada… Y nadie tiene experiencia en el tema”, lamenta Sandra. “Mientras tanto, hacía lo imposible por acercarme a él, pero llegó un momento en el que me dijo que solo pensaba en marcharse… Fue como si me tirasen encima un jarrón de agua helada”, describe la madre.

Tan comprometida era su situación que Pérez-Vigil, del ECID del Clínic, nunca llegó a tratar directamente con el joven, que no quería abrir la puerta a ningún profesional. El trabajo terapéutico se hizo a través de la madre. Y aun así, el suyo es un caso de éxito. Ha regresado a los estudios y cursa ahora una FP. 

Según los datos de los tres ECID, el 90% de los chicos y chicas con los que tratan se “vinculan” con el servicio, es decir, que acceden a la terapia. Y cerca de un 60% vuelven al colegio al cabo de seis meses. 

La intervención siempre se inicia con un contacto con la familia, explica Pérez-Vigil, en la que ya se vislumbra la filosofía en la que se basan estos equipos: máxima flexibilidad y cercanía. “El objetivo es que estos jóvenes vuelvan a confiar, con lo que no nos centramos en el diagnóstico, sino en entender lo que les ha pasado”, señala Pérez-Vigil. 

Sin bata blanca, solo con una mochila, Pérez-Vigil y su equipo se patean el Eixample de Barcelona para unas visitas a domicilio que tienen un clima nada casual de familiaridad. Primero las sesiones son en casa, pero paulatinamente empiezan a hacerlas en el exterior. “Es de lo que más me ha ayudado”, dice Elena, “porque luego salía más con mi abuela. La acompañaba a la compra, a tomar el vermú”. Poco a poco, la joven empezó a habitar el sofá de casa –ya no la habitación– y retomó su participación en el esplai (un grupo de ocio de fin de semana). Esto último, un espacio para ella “seguro”, también fue determinante para su vuelta a la normalidad.

Tal es el vínculo que se genera entre paciente y profesional, explican ambas, que este septiembre, en su primer día de clase después de tanto tiempo, fueron juntas. “Al final, ese día conocí a una chica que también era nueva, nos hicimos amigas, fui a comer con ella… ¡Y llegué tarde a la visita con Ana!”, se ríe. Desde ese momento, habla sin tapujos de su época de reclusión. “Es un tema tabú, pero yo lo digo abiertamente. Al volver al instituto me preguntaban dónde había estado, y yo les contestaba la verdad: que me hicieron bullying, tuve pánico y que estuve haciendo clase en casa. No hay que tener miedo”, cuenta. 

Abuso de pantallas y peleas familiares

Lo que se hace especialmente difícil a la hora de tratar con el síndrome de aislamiento es que, cuando llega a manos de equipos como el ECID –si tiene la suerte de contar con un servicio de este tipo–, la situación puede estar muy degradada. Con factores añadidos como las peleas familiares y el abuso de pantallas, que además suelen retroalimentarse.

Les ocurrió tanto a Elena y su abuela como a Sandra y su hijo. En ambos casos, Pérez-Vigil constató un abuso de los teléfonos móviles, lo que observa en el 27% de los jóvenes con los que ha tratado. 

En casa de Elena, explica su abuela María Antonia, el móvil se apaga a las 22.00 horas desde siempre. “Yo quería que siguiese esta rutina, porque sabía que si le dejaba el móvil estaría toda la noche enganchada”, dice. “Nos dio unas broncas tremendas y yo no cedí, pero ella se fue de casa”, explica. Se refiere a que la situación llegó a ser tan insostenible que su nieta se fue a vivir un tiempo con su abuelo. 

María Antonia no entendía ese abuso del móvil, que la llevaba a pensamientos cómo este: “No tiene ganas de ir al colegio, pero luego está todo el día con los juguetitos…”. Un razonamiento habitual de los progenitores, indican los expertos, que ahonda en los roces de convivencia. Desde la Federación Salut Mental Catalunya han elaborado una guía para padres y madres para “navegar” –este es el concepto que usan– las situaciones de aislamiento de los hijos. Está teniendo mucha demanda, dicen. 

Sin embargo, todos los especialistas coinciden en que la adicción a las pantallas no suele ser el origen del aislamiento, sino una consecuencia o un agravante. “Para mí era una válvula de escape. Estaba en las redes sociales, con videojuegos, mirando series… Me distraían y me permitían no pensar en lo demás. En este sentido, funcionaban”, expresa Elena. 

En situaciones graves de depresión o ansiedad, el móvil puede ser un tentador sedante para los adolescentes. Algo parecido al abuso del cannabis en otros casos, explica Pérez-Vigil. “Los chicos acostumbran a jugar online, donde sí que interactúan con otras personas. Y este suele ser un argumento que te dan para decirte que no están aislados, aunque estén jugando muchas horas al día”, relata esta psiquiatra. “Como suelen ser buenos en eso, es lo único que les satisface y les hace sentir valorados”, dice. La chicas, por su parte, tienden a abusar de las redes sociales.

A la hora de hablar de su “revinculación” –el término que usan desde el ECID para describir el proceso de recuperación de la confianza, en ellos mismos y en el sistema escolar y de salud–, Elena no se atreve a escoger un momento que fuese determinante. Explica que fue progresivo y cita aquel acto de graduación al que fue invitada por sus amigas y al que, de pronto, le apeteció ir. “Pensé que tenía ganas de verlos”, dice. Y ese mismo pensamiento era ya la señal de mejora. “Me recibieron muy bien. Estaban contentos de verme y yo a ellos. Me pasé todo el evento llorando de emoción y de tristeza, porque yo también quisiera haber estado ahí, sentada en la fila de los alumnos”, cuenta hoy.

María Antonia, la abuela, presente durante toda la conversación, pide al término de la entrevista hacer una última reflexión. El nivel de apoyo personalizado que tuvo su nieta fue lo que la salvó. “No la han dejado de la mano nunca. El apoyo ha sido muy grande”, insiste. Y lamenta que solo existan proyectos piloto o iniciativas privadas para una necesidad seguro latente en toda España.

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