En busca de la naturaleza perdida: historias de familias que se animaron a dejar la ciudad
La posibilidad de ir caminando con los chicos a la escuela, subirse a una bicicleta para pedalear por calles de tierra, tener una huerta en casa, la vida en comunidad y los vínculos por sobre el consumo, son algunas de las cosas que ponderan quienes deciden dejar la ciudad para vivir en pequeños poblados del país.
Las denominadas ecoaldeas florecen en un mapa interactivo de la nueva ruralidad: Mendoza, Neuquén, Córdoba, Santa Fe y Buenos Aires son algunas de las provincias donde figuran emprendimientos alejados de los centros urbanos, en busca de nuevas formas de vida en un entorno natural y cuidado.
El concepto, si bien no es nuevo, parece sumar cada vez más adeptos. La permacultura –entre algunas de sus filosofías— se transformó en una opción eficaz para una agricultura sostenible y respetuosa con la naturaleza. En vez del monocultivo extensivo, se trata de combinar la plantación de diversas verduras y hortalizas en las condiciones más adecuadas para cada lugar.
Lisandro Arelovich es director del departamento de Antropología Social de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario y habitante de la comunidad de Lucio V. López, en la provincia de Santa Fe. Se fue hace unos años, donde armó su propia casa de barro y se especializó en bioconstrucción.
“Del mismo modo que ocurrió con el feminismo, donde no existe un solo movimiento si no que hablamos en plural de ‘los feminismos’ –refiere– aquí hablamos de los ecologismos y sus distintas variantes, que fueron cambiando con las generaciones, porque podemos convenir que no es igual el cuidado del ambiente hace cincuenta años que ahora en este nuevo contexto”.
Dolores Vera se mudó de Rosario a Toay, a unos quince kilómetros de la ciudad de Santa Rosa, La Pampa, con un proyecto de vida: “La permacultura es un conjunto de diseños para que podamos vivir en la naturaleza de una manera sostenible y permanente en el tiempo. La idea es generar una cultura que nos haga vivir mejor. En ese sentido, era fundamental para nosotros alejarnos de una gran ciudad. No es que quisimos cambiar el modo de vida si no expandir y profundizar en una rama de la ecología. Para eso creamos La Mollison, una chacra permacultural llevada adelante por una familia, donde aplicamos algunas técnicas de esa propuesta”.
La vida cotidiana se transformó entonces con sus complejidades, en pros y contra que sopesan de la misma manera, sobre todo en la crianza de sus tres hijos: “La vida en el campo es un poco más compleja, en algunos sentidos, que la ciudad. Pero también, en otro punto, es mucho más simple. Por ejemplo: las cuestiones básicas que están automatizadas en la ciudad aquí toman más tiempo y trabajo. Al no haber gas natural tenemos que prender la estufa a leña todas las noches cuando es invierno y que cerrar la tranquera, también, porque se meten caballos. También tenemos que acordarnos todos los días de ir a darle de comer a las gallinas y de regar todos los árboles y huertas en primavera o en verano. Esas tareas si no las realizás se convierten en un problema para la subsistencia”, ilustra como ejemplo.
Violeta Pagani es ingeniera agrónoma, se crió en el centro de Rosario. Tiene dos hijas. Se mudó de Rosario a Lucio V. López, en la provincia de Santa Fe, con su compañero y sus dos hijas: “Hace muchos años que formo parte de un proyecto productivo cooperativo que se llama La Porfía. Nos cruzábamos con otros ingenieros y veterinarios de la facultad para pensar en prácticas que tuvieran que ver con la agroecología y no con la salida industrial que es lo que propone la universidad. Nos fuimos encontrando en distintas experiencias de producción y desde el 2010 encaramos un proyecto sostenido de productos agroecológicos”.
Algunos de los integrantes de la cooperativa se ocupan de la siembra de trigo, maíz y molienda para hacer harinas y polentas; otros de la transformación de otros productos para la elaboración de quesos, yogures, dulce de leche, mermeladas y conservas. Por eso, para su familia, no fue una sorpresa la decisión de querer mudarse de Rosario a Lucio V. López hace dos años para tener su propia chacra con frutales, una huerta y hasta producción de miel.
“Hace dos años nos vinimos a vivir a Lucio, con la idea de instalar una pata más productiva y rural, en una chacra de 6.000 metros cuadrados, con mi compañero y mis hijas. La idea es armar un monte frutal, la producción de gallinas en pastoreo y continuar con las mismas producciones que ya veníamos haciendo con La Porfía que están entre Cañada de Gómez y Lucio V. López. Nosotros no tenemos animales propios pero nos vinculamos en redes y trabajo con un tambo donde adquirimos la leche sobre parcelas libres de químicos. También tenemos apicultura y trasladamos las colmenas donde vivimos nosotros para poder hacer miel casera”, explica.
La falta de planificación urbana y el acceso a la vivienda: los principales problemas
La República Argentina, según el INDEC, tiene una población de 45.376.763 millones de personas y se encuentra entre las naciones más urbanizadas del mundo. El 92 por ciento de su población es urbana, por encima de la media mundial y hasta por encima de Europa. Sin embargo, el área de la Ciudad y la Provincia de Buenos Aires es la tercera más grande de América Latina detrás de Ciudad de México y San Pablo.
Según datos del Censo de Población Hogares y Viviendas del 2010, casi el 70 por ciento de la población argentina reside en los 31 aglomerados urbanos más grandes del país. El punto es desequilibrado: el 34% de la población urbana se encuentra localizada en el AMBA, el cual solo ocupa el 0,09% de la superficie del país y el 0,89% de la superficie de la Provincia de Buenos Aires.
Si bien el crecimiento de la población urbana disminuyó en el último periodo, la falta de vivienda, los precios de los alquileres y de créditos para adquirir una vivienda propia se erigen como desafíos para las nuevas generaciones. Laura Hintze, periodista, se mudó a Traslasierra hace seis meses, agotada de la violencia que se vive en los barrios de Rosario y de la suba de alquileres en las grandes ciudades. Su proyecto no fue vivir de la tierra, sino poder criar a su hijo en un lugar seguro y tranquilo. “Nos dicen ‘los venidos’”, se ríe del otro lado del teléfono.
“Siempre que paseábamos o viajábamos por pueblitos perdidos de Argentina nos queríamos quedar –cuenta– y decíamos: ‘Qué lindo sería vivir acá’. Pero como trabajábamos en comunicación se nos hacía muy difícil sostener nuestro laburo fuera de una redacción. Después de la pandemia, las condiciones de trabajo se modificaron completamente y hubo varias cosas que sopesaron para que finalmente tomáramos la decisión”.
Entre esas decisiones, una de las más complicadas era vivir como inquilinos, con los precios de alquileres por las nubes y la falta de posibilidad de tener una casa propia en Rosario. La situación de la violencia cotidiana en la ciudad también fue un punto fuerte para tomar la decisión de criar hijos en ese contexto. “Nos vinimos a vivir a La Paz, en Traslasierra. Es un pueblo grande, no estamos en el medio de la nada. Queremos hacer una vida no tan urbana pero ir en bicicleta a la escuela o a la plaza y juntarnos con los amigos. No tenemos alumbrado público y las calles son de tierra, se escuchan las gallinas y la gente anda a caballo. Hacemos malabares entre el trabajo y los cuidados, porque nuestro hijo está yendo a un jardín alternativo de martes, miércoles y jueves. Por ahora estamos muy contentos pero llevamos solo seis meses”.
La bicicleta está siempre presente en los relatos, como un modo de vivir en libertad. Dolores Vera afirma: “Hay otras cuestiones que son muchas más complicadas en la ciudad como los traslados y las distancias que aquí se simplifican: los chicos van en bicicleta a todos lados y a la escuela se va caminando por una calle de tierra. Además, todas las preocupaciones por la seguridad tampoco están presentes como en las ciudades. Lo que extrañamos de las ciudades es muy loco: porque cuando vivíamos en una gran ciudad decíamos qué lindo que es tener el afuera. Léase el campo o la naturaleza. Y, acá, en la vida en el campo, siempre decimos qué bueno que de vez en cuando podemos ir de visita a una gran ciudad y tenerla como ese afuera”.
Valeria Pagani refiere que Lucio V. López es un pueblo muy chiquito. “Tiene una comunidad hermosa que está formada por gente que vivió históricamente en el pueblo y muchos personajes que se fueron viniendo a vivir desde Rosario, con familias que decidieron apostar por otra vida posible. Tiene unas características peculiares en relación con otros pueblos porque tiene posibilidades y actividades para niños que en otros quizás no tendrían. A nosotros nos encanta, porque es una tranquilidad hermosa, un modo de vivir en contacto con la naturaleza, con el cuidado de los vínculos, el contacto con el otro. Los chicos van a la escuela en bicicleta, estamos a tres cuadras de la calle principal, aunque vivimos en la zona más rural. Hay una comunidad de infancias que se juntan a la tarde a jugar. Yo me crié en Rosario pero en el pasillo donde vivíamos jugabas mucho, también en la calle y en la plaza vecina y eso no ocurre más en las grandes ciudades. Ese modo de reencontrarnos y de habitar lo encontramos acá que me parece mucho más saludable para vivir en comunidad y con el entorno”.
En Córdoba es diferente. Hintze dice que se celebran fiestas gauchas y “los venidos” no participan demasiado de las propuestas de la cultura local. “Acá todo el mundo busca cosas distintas, no nos interesa vivir alejados de la sociedad, tenemos amigos que están en el medio de la nada, donde es muy difícil llegar y no era nuestra búsqueda. Nosotros no queremos criar cabras pero sí tener una pequeña huerta, poder ir a un patio, mirar los árboles, acá hasta el tiempo pasa distinto. Nuestro hijo anda en bicicleta por la calle, distingue las plantas, vamos a todas las fiestas gauchas que hay por acá y nos divertimos. Queremos que tenga una vida más analógica y rústica, no reniego de todas las tecnologías pero que venga más adelante en todo caso. No estamos aislados del mundo pero podemos comprar frutas a nuestros vecinos, el yogur o la leche en el pueblo. Salimos a caminar o nos colgamos a cocinar, que es una lógica distinta a la vida urbana y que celebro totalmente”.
La calidad de vida también se valora y la crianza de las chicas no es menor en ese sentido. Vera concluye: “Lo que me parece es que no se extrañan cosas de la ciudad si no las personas, los afectos y quién fue uno en esos lugares. De la ciudad –diría Hemingway— yo extraño las amistades y quien fui con ellas. Es lindo ir a una gran ciudad y ver la diversidad en todo su esplendor desde lo cultural a lo gastronómico. Pero como en toda decisión, hay que dejar de romantizar el campo. Uno cuando elige un lugar así también opta por hacerse cargo de cuestiones cotidianas como abrigarse, calentarse, protegerse del calor y de maneras diferentes que uno haría en la ciudad”.
Entre las cosas que quedan afuera, también concluye que la oferta en materia educativa no será gran cosa y las actividades para recreación serán muy limitadas: “Esas decisiones también limitan la experiencia cultural y educativa. Sin embargo, valoramos una relación muy vital y cercana con los cultivos, con la huerta, los animales, con la vida y la muerte que está mucho más visible acá. También que se críen con esa cabeza y ese ambiente. Siempre pensando que se van a ir y conocer otras cosas, pero poniendo énfasis en la tranquilidad y la libertad que tienen acá y ahora”.
TS/MT
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