Desafíos ambientales en 2024

El gigantesco reto de instalar una agenda sostenible frente a un gobierno que niega el cambio climático

Rodolfo Chisleanschi/Mongabay

0

Cinco días antes de la segunda vuelta de las elecciones generales celebradas en noviembre, un nutrido grupo de “personas dedicadas a la conservación de la biodiversidad”, entre los que se encontraban “técnicos/as, guardaparques, académicos/as y naturalistas” emitió un comunicado manifestando su predilección por Sergio Massa, candidato oficialista, debido a su “compromiso para enfrentar y buscar acciones concretas para mitigar el efecto del cambio climático y garantizar la protección de la biodiversidad”. A su vez, recordaban que Javier Milei, su contrincante, “niega abiertamente el cambio climático; manifiesta que no sería delito contaminar ríos; propone privatizar el mar; se muestra en contra de la creación de áreas naturales protegidas y declara que la investigación en conservación es un gasto que no corresponde a la situación del país”.

La mirada previa del mundo científico-ambientalista explicaba por sí misma el significado que podía tener en los próximos cuatro años un triunfo opositor en las elecciones. El acceso de Milei a la Presidencia ha confirmado rápidamente lo que se suponía y ha encendido todas las alarmas entre quienes sostienen la imperiosa necesidad de priorizar una agenda ambiental que hasta el momento, según precisan, siempre ocupó un segundo plano para la política, la economía y la sociedad en su conjunto.

Durante su campaña, entre otras afirmaciones, el nuevo mandatario expresó su determinación para eliminar el ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, desintegrar la Administración de Parques Nacionales o reducir de manera sensible la plantilla del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), principal centro de estudio e investigación para la gente de ciencia dedicada a los temas de biodiversidad y medio ambiente. La primera de esas medidas ya se concretó. El ministerio ha sido eliminado como tal y pasó a ser una subsecretaría dependiente de la cartera de Interior.

Por otro lado, el Presidente firmó un megadecreto de más de 300 artículos que continuó con la presentación de un proyecto de “ley ómnibus” que en sus 660 artículos pretende modificar todas las áreas y estructuras de gobierno, y desde ya, afecta a varias normas y disposiciones medioambientales.

El primer decreto determina la derogación de la ley de Tierras. El propio Javier Milei explicó que su eliminación es necesaria porque “limita el derecho de propiedad sobre la tierra rural y las inversiones en el sector”. En la práctica, su puesta en funcionamiento habilitaría la adquisición de áreas rurales a los grandes capitales nacionales y extranjeros, sin restricciones de tamaño ni control sobre su uso. Y aunque en algún momento se mencionó la posibilidad de modificar la ley del Manejo del Fuego, que prohíbe la venta de terrenos incendiados de manera intencional durante plazos de entre 30 y 60 años, finalmente este punto no fue incluido. Lo más grave, de todos modos, estaba por llegar.

La subsiguiente “Ley ómnibús”, que actualmente se encuentra en trámite parlamentario, pone el acento en varias cuestiones ambientales. Por ejemplo, modifica la Ley de Bosques, reduciendo de manera significativa su financiación, lo cual desincentivará la conservación de bosques nativos a quienes los posean en tierras; y peor aún, habilita la deforestación de dichos bosques, incluso los que actualmente integran las categorías con el más alto nivel de protección. Una carta redactada por más de un centenar de organizaciones sociales y dirigida a los diputados del Congreso Nacional estima que la aprobación de la medida “implica el más grave retroceso que podría imaginarse en materia de protección de bosques nativos” y dejaría desprotegidos al 80% de los todavía existentes en el país.

En otros artículos, el proyecto gubernamental modifica la Ley de Glaciares, habilitando la actividad productiva en las áreas periglaciares, “un reclamo histórico del sector minero”, según la mencionada carta, que agrega que, de concretarse, constituirá “una clara vulneración al principio de no regresión ambiental contenido en el Acuerdo de Escazú”. 

La propuesta incluye permitir la quema de campos de manera tácita, es decir, sin necesidad de aprobación previa de las autoridades (cabe recordar que en los últimos años, los incendios sin control han devastado cientos de miles de hectáreas en el país); y crea un mercado de derechos de emisión de gases de efecto invernadero (GEI), cuyo monitoreo discrecional estaría a cargo del propio gobierno. En este sentido, la norma presentada al Congreso no indica de qué manera se llevará a cabo la transición energética ni cuál será la hoja de ruta para cumplir con los compromisos internacionales de reducción de emisiones a 2030 y carbono neutralidad a 2050 en el marco del Acuerdo de París, según las organizaciones ambientalistas.

El proyecto también pretendía abrir la pesca en la Zona Exclusiva Económica del Mar Argentino a los barcos extranjeros, quitando —entre otras muchas cosas— la exigencia de desembarcar las capturas en un puerto del país. La protesta generalizada de los gobernadores de las provincias implicadas ha logrado, en principio, que el Gobierno contemple negociar y discutir estas reformas. 

Al megadecreto presidencial y la “Ley ómnibus” les quedan todavía varias etapas parlamentarias y judiciales que superar para poner en marcha todos los cambios previstos, pero sin duda anticipan que los desafíos ambientales de la Argentina deberán afrontar más dificultades que nunca.

El extractivismo como apuesta y reto

Durante todo 2023, los economistas de cualquier vertiente política se empeñaron en pronosticar un venturoso 2024 para las finanzas del país. “Campo, litio, gas y petróleo” fue la repetida fórmula para certificar que el siempre prometido y nunca cumplido desarrollo está a punto de llegar de la mano de lo que el mercado llama commodities.

“Sabíamos que la agenda productiva iba a profundizarse porque ambos candidatos eran favorables al avance de inversiones y sectores económicos estratégicos con prácticas y formas extractivas de proceder”, señala Pía Marchegiani, directora ejecutiva adjunta de la Fundación Ambiente y Recursos Naturales (FARN). “La realidad indica que Argentina necesita generar divisas, y lo que tiene más a mano para lograrlo son los recursos naturales”, ratifica Eduardo Crespo, economista argentino de la Universidad de Río de Janeiro especializado en Desarrollo Económico. Los métodos que se elijan para llevar adelante esta apuesta que intentará alcanzar el postergado desarrollo argentino tendrá sin duda un reflejo directo en sus variables ambientales.

“El consumo es el principal motor de la economía y, al mismo tiempo, el principal determinante de los impactos ambientales. Es una matriz que funciona mediante el deterioro de las condiciones materiales que la sustentan y logra éxito a corto plazo: puede generar trabajo y mejorar los ingresos de la gente, pero a costa de destruir el ambiente del cual depende en última instancia”, explica Juan Ignacio Arroyo, economista especializado en energía, ecología y cambio ambiental.

La misma premisa marca la opinión de Pablo Berrozpe, quien fue Director Nacional de Conservación durante los últimos cuatro años: “Pensando en el futuro es necesario dar la discusión cultural respecto a la restauración ecológica e intervenir para ponerle coto al cambio de uso de suelo, recuperar montes y bosques y promover una transformación productiva compatible con el desarrollo ecológico”.

A partir de estas certezas, el reto para las organizaciones ambientalistas es cómo hacer para que su discurso, contrapuesto al oficial, pueda ser atendido. “Hay que pasar de tener una agenda reactiva a otra propositiva para hacer que nuestro mensaje sea masivo”, dice Nicolás Gallardo, referente de Jóvenes por el Clima, quien acepta que “nos está costando enamorar a la gente, hacerle ver que lo ambiental no es una suma de catástrofes. Por eso, antes de las elecciones, lanzamos una plataforma electoral-ambiental con propuestas en diferentes ejes: energía, biodiversidad, adaptación, gestión de residuos y soberanía alimentaria”.

En el mismo sentido, Marchegiani entiende que será imprescindible “mostrar la relación que existe entre el ambiente y una cantidad de otros derechos que hacen al bienestar, como la salud, la vivienda, la cultura o el modo de vida”. Los efectos de los tres años casi sin lluvias que dejó el fenómeno de La Niña es una herramienta que esgrime Gallardo para trasladar un mensaje coincidente: “Hay que vincular muchísimo más la crisis climática a las problemáticas sociales y económicas. Que se vea, por ejemplo, cómo una sequía pone en jaque la producción y las exportaciones, o cómo las olas de calor y las inundaciones afectan la calidad de vida”.

La combinación de crisis económico-financiera (el país arrastra múltiples deudas, entre ellas una multimillonaria con el Fondo Monetario Internacional) con la disponibilidad de materias primas que demanda el mercado internacional —litio, gas, cobre, minerales raros…— añade otra dificultad a la posición ambientalista. “El riesgo de que se erosionen los estándares de participación ciudadana y discusión democrática de los proyectos extractivos es alto. Los procesos se van a apurar y se harán menos transparentes. En ese punto puede preverse que habrá conflictos”, aventura Marchegiani.

El incremento de concesiones para la extracción de litio en los salares del Altiplano conforman, tal vez, la amenaza más evidente de puesta en marcha de proyectos industriales aprobados sin que se cumplan de manera estricta dichas pautas legales de participación de las comunidades locales.

El esfuerzo para que el Parlamento promueva leyes que se consideran imprescindibles, como la de humedales, que volvió a perder carácter parlamentario al no ser tratada durante 2023, completa el reto que tienen ante sí las organizaciones ambientales en la nueva etapa que inaugura el país.

Más áreas protegidas, pero sobre todo mejor conectadas

En los últimos años, y por primera vez en la historia, la creación de áreas protegidas recibió votos en contra en el Congreso Nacional. Quienes dijeron que no fueron los entonces diputados Javier Milei y Victoria Villarruel, hoy flamantes presidente y vicepresidenta de la Nación. Su posición ideológica respecto a este tema se basa en la nula intervención del Estado y la absoluta libertad de los propietarios de las tierras para convertirlas en un bien productivo y rentable.

Partiendo desde esa premisa, todo indica que el objetivo de continuar ampliando las superficies con alguna figura de protección hasta alcanzar el 30% del territorio continental, establecido en las Metas de Aichi -nuevo compromiso global de conservación de la biodiversidad- para 2030, se encontrará con más obstáculos que nunca.

El Sistema Federal de Áreas Protegidas registra en la actualidad 44.974.504 hectáreas que incluyen parques y reservas nacionales, provinciales y municipales, y constituyen el 16,17% del total del territorio continental. “En 2024 podría ampliarse si se aprobara la creación de los parques nacionales de Uspallata, en la provincia de Mendoza; y el de las Sierras de Ambato, en Catamarca”, informa Pablo Berrozpe. El primero es un ecosistema de altas cumbres asociado a un sistema glaciario; en el segundo confluyen ecorregiones de Chaco seco, yungas (selva de montaña), puna y pastizal de altura y es hábitat de la taruca o venado andino (Hippocamelus antisensis), Monumento Natural Nacional que se encuentra en peligro de extinción.

Sin embargo, ambos casos demuestran las dificultades que existen en Argentina para concretar este tipo de procesos, debido a la potestad constitucional que tienen las provincias sobre el manejo de sus territorios y recursos naturales. Como dice Berrozpe: “El temor a quedar mal con la oposición local hace que a veces las provincias sean reticentes a entregar sus tierras a la Nación”. La bióloga Paula Soneira, ex subsecretaria de Ambiente y Diversidad del Chaco, lo traduce en cifras: “Los procesos de creación de áreas protegidas llevan entre 5 y 10 años y, lamentablemente, los de corredores biológicos son incluso más lentos y complejos. Las extinciones de especies a escala local y regional exigirían acelerar ese ritmo de protección de áreas valiosas”.

Justamente, esos corredores que ofrecen conectividad entre parques y reservas son, tal vez, la piedra angular para darle verdadera eficacia al crecimiento que las superficies protegidas tuvieron en el período reciente.

“Crear parques nacionales en lugares remotos y aislados entre sí no tiene mayor impacto en la conservación. Las especies que se quieren proteger necesitan una red bien conectada para sobrevivir, reproducirse, dispersarse y mantener poblaciones viables porque se mueven a través del paisaje. Sobre todo, las más carismáticas como el yaguareté (Panthera onca), el tapir (Tapirus terrestris) o el pecarí quimilero (Catagonus wagneri), que están en peligro de extinción”, opina Matías Mastrángelo, biólogo e investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas.

La Ley de Bosques y el Consejo Federal de Medio Ambiente regulan la implementación de estas vías de conexión, pero los expertos consideran que esto no es suficiente. Soneira ofrece ejemplos al respecto: “Chaco categorizó en amarillo a los corredores en la Ordenación Territorial de Bosques Nativos aprobada en 2022 (que todavía está en discusión), pero avanzó con ‘polígonos especiales’ para uso agrícola que rompen la conectividad del paisaje. Misiones, que fue pionera en la creación de un corredor verde, presentó el ordenamiento territorial de municipios categorizando dichos bosques como sujetos a deforestación. Y Santiago del Estero incluyó un corredor boscoso cuyo diseño no garantiza su efectividad”.

Un objetivo para el año que comienza sería hallarle una solución a esa falta de amparo legal. “Deberíamos tener una ley de presupuestos mínimos que nos permita hacer planes de gestión y manejo de los corredores, con una autoridad de aplicación y un poder fiscalizador por parte del Estado nacional o provincial”, pide Berrozpe.

Otros aspectos a tener en cuenta en este tema serían, por un lado, “detener con urgencia la deforestación ilegal y ampliar la protección de los bosques nativos en el Gran Chaco Argentino”, tal como plantea Soneira. Y por otro, la creación de gradientes o zonas de amortiguación en torno a las áreas protegidas “para que un animal que necesita salir del parque o la reserva para encontrar un pozo de agua o buscar presas no se encuentre con que el bosque termina abruptamente y empieza un cultivo rociado con agroquímicos”, explica Mastrángelo.

La imprescindible y postergada transición energética

“Nos parece urgente un plan de transición energética. Pero un plan de verdad, trazado, anualizado, con metas cuantificable y medibles”, sentencia Nicolás Gordillo, el referente de Jóvenes por el Clima, y su exigencia deja flotando la sensación de que todo lo hecho hasta ahora por Argentina en ese tema ha sido básicamente discursivo. También expone la necesidad de tomarse en serio un interrogante que se repite en todos los idiomas del mundo: ¿Cómo acelerar la descarbonización para reducir el efecto invernadero y frenar el ascenso de temperatura global?

La realidad indica que en Argentina la generación y utilización de energía renovable está creciendo. En 2022 fue un 13,3% del total, y aunque la cifra todavía está muy lejos del 56,3% de la energía producida por los combustibles fósiles, aumentó un 10,9% respecto a 2021 y la tendencia se mantiene. En agosto de 2023 se registró la mayor marca mensual de generación de energía renovablecon 1.909,1 GWh.

Eduardo Crespo, sin embargo, mantiene cierto escepticismo: “Las sociedades con estados fuertes tendrán más posibilidades de hacer transiciones más rápidas hacia nuevas prácticas; los estados débiles no podrán hacerla. Padecerán las consecuencias o dependerán de los demás”, sostiene. A este aspecto estructural, Pablo Lumerman, consultor independiente en el Departamento de Asuntos Políticos de Naciones Unidas y experto en conflictos sociales vinculados al ambiente, le añade otro flanco: “Para lograr una transición energética hay que generar condiciones sociales, políticas y económicas en el modo de habitar y producir. Cualquier proyecto exige juntar mucha gente, masa crítica para empujar hacia una meta; y recursos vinculados a intereses económicos que vean una rentabilidad en el proyecto”.

La situación argentina en estas cuestiones parece caminar siempre por la cornisa de la contradicción. La Estrategia Nacional para el Desarrollo de la Economía del Hidrógeno lanzada en septiembre pasado por el Gobierno nacional recuerda la enorme potencialidad que los vientos patagónicos y el sol del noroeste del país brindan para convertirse en futuro líder de la producción y exportación de hidrógeno verde, una de las esperanzas que tiene el mundo para obtener energía limpia y barata hacia 2050.

Simultáneamente, sin embargo, todos los sectores de la economía local enfatizan la importancia de apostar por la extracción de gas y petróleo. Berrozpe lo explica de un modo muy simple: “No hay transición posible en la Argentina sin explotar antes sus reservas de hidrocarburos”. De hecho, las prospecciones sísmicas y la primera perforación en busca de petróleo que se vienen realizando sobre el talud continental del Mar Argentino, a 300 kilómetros de las costas de Buenos Aires; el nombramiento de un experto de la petrolera privada Tecpetrol (dueña del pozo más productivo del yacimiento no convencional Vaca Muerta) como nuevo presidente de la compañía estatal Yacimientos Petrolíferos Fiscales, y el proyecto de construcción de un puerto petrolero sobre el golfo San Matías, en la Patagonia norte, son muestras evidentes de que el país no brindará su apoyo a la idea de limitar cada vez más la extracción de hidrocarburos.

En todo caso, Argentina tiene en la transición hacia una energía más saludable uno de sus grandes dilemas futuros. “Quizás haría falta una discusión político-económica profunda que nos diese madurez para encontrar cómo hacerla de la manera más delicada posible”, concluye Lumerman.

Agroecología, el cambio que el campo necesita

El dato que aporta la Bolsa de Comercio de Rosario es concluyente para entender el peso que la agricultura posee en la economía argentina: en 2022 y aun pese a la sequía, tres de cada cinco dólares exportados por el país fueron producidos por las cadenas agroalimentarias. Una trascendencia histórica que se multiplicó hasta la exageración con la llegada de las semillas transgénicas en los años noventa, la irrupción de China en el comercio internacional y el “boom” en los precios de productos como la soja o el maíz.

El cóctel transformó por completo la forma de trabajar el campo y la vida rural en general, aunque fue en materia ambiental donde provocó los mayores desequilibrios. Entre otras cuestiones, la expansión de la frontera productiva, una deforestación que aún no ha terminado, la “invasión” de los agroquímicos contaminantes del agua y el aire, y la degradación de los suelos como resumen de todo lo anterior.

Sólo la propiedad de la tierra mantiene la ancestral y abismal asimetría del pasado. Peor aún, los nuevos métodos ampliaron las diferencias entre grandes y pequeños productores. El Censo Nacional Agropecuario 2018 —último efectuado hasta la fecha— muestra que las explotaciones de menos de 500 hectáreas (un 80% de las existentes), ocupan el 11% de la tierra cultivada; mientras que las de más de 10.000 hectáreas (1% del total) abarcan un 40% del territorio.

La agroecología y su pariente cercana, la agricultura familiar, han sido en los últimos años la respuesta de los campesinos más humildes a la nueva realidad. “La dirigencia política debería ver el campo no solo en función de la exportación y la acumulación de divisas, sino también desde su función primaria, que es la producción de alimentos para la población”, afirma Nahuel Levaggi, coordinador nacional de la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT) e impulsor de cambios de fondo en el modelo agrario del país.

Los datos del Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (SENASA) indican que la superficie cosechada de producción orgánica —es decir, sin agregados químicos— pasó de 12.162 hectáreas en 1995 a 109.987 en 2022. En tanto que la UTT y la Red Nacional de municipios y comunidades que fomentan la agroecología (Renama) reúnen por su parte otras 100.700 hectáreas. Quienes trabajan la tierra en predios medianos y pequeños se han dado su propio sistema de trazabilidad y certificación, reconocido por la FAO; pero además exportan casi el 90% de su producción rumbo a mercados que privilegian los alimentos sanos.

Sin embargo, la conducta dual que suele caracterizar la política argentina también afecta al sector. Al hacerse cargo del ministerio de Economía en agosto de 2022, el derrotado candidato presidencial Sergio Massa degradó la subsecretaría de Agricultura Familiar a Instituto y redujo de manera significativa el presupuesto de la Dirección Nacional de Agroecología. En dirección contraria, en octubre fue promulgada la Ley de Fomento a la Agroecología, que establece un régimen de beneficios fiscales para la actividad durante diez años. La formación de redes de consumidores que establezcan canales directos con los productores, la regulación de un etiquetado que facilite la correcta identificación de los frutos y, fundamentalmente, la aprobación de una Ley de Acceso a la tierra “para apoyar al 75% de campesinos que todavía arriendan sus tierras”, son las tareas pendientes que reclama la UTT.

Los expertos y técnicos sitúan a la agroecología como un factor vital en la recuperación ambiental del planeta. Una mayor expansión a corto plazo en Argentina dependerá en buena medida de la política que adopten al respecto las nuevas autoridades. Su concepción ideológica y sus declaraciones previas no invitan al optimismo, aunque habrá que esperar para sacar conclusiones definitivas. La calidad alimentaria y la salud del aire, el agua, los suelos y de todas las especies —incluida la humana— que habitan los campos del país están en juego.

ED