Un padre atroz, carnaval en invierno

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Yo te fui a buscar/quería que todo fuera eterno/se fue el amor/ llegó el invierno/Y anduve tiritando en cualquier lugar/Y sólo pude llorar (Reloj de plastilina - Charly García)

Un apunte cortito sobre los finales.

Un hombre con una idea sencilla puede llegar a ser visto como un loco, como un marciano, como un peligro. O como un héroe modesto. Eso le pasa a Roberto Berbel, uno de los protagonistas del documental Al fin del mundo (2014), de la cineasta argentina Franca González (abro el primer paréntesis de la jornada para pedirles que por favor vean todo lo que encuentren de esta documentalista, elegida, además, como una de las mejores de la década por la Fundación Konex).

Al fin del mundo es una película hermosa que muestra los días y las historias de algunos habitantes de Tolhuin, un pequeñísimo pueblo congelado de Tierra del Fuego, a 100 kilómetros de Ushuaia (se puede ver gratis por acá, les aseguro que es una joyita).

De todos ellos, muchos provenientes de otras latitudes, el carismático Roberto se destaca porque tiene un proyecto simple y a la vez encantador: para levantar el ánimo de sus vecinos quiere armar un carnaval en pleno invierno, en esos días que son pura noche, en esas jornadas durísimas, en ese fin del mundo lleno de hielo, de máquinas que acarrean autos en medio de la nieve, de fogatas que intentan atemperar una crudeza irremontable. No les cuento más así la miran (repito: es por acá), pero hay algo magnético en su epopeya, en ese auténtico corso a contramano, absurdo y muy conmovedor.

Volví a ver la película ahora que se aproxima el carnaval y que todo huele un poco a final: desde las noticias de la guerra, claro, hasta los días que se empiezan a acortar en este lugar del planeta.

Un apunte cortito sobre el tiempo.

Les dejo un fragmento que me encanta de algo que dice el narrador en las primeras páginas de la novela El sentido de un final, de Julian Barnes.

“Vivimos en el tiempo –el tiempo nos sostiene, nos moldea–, pero nunca sentí que entendiera eso muy bien. Y no me refiero a las teorías sobre cómo se dobla o se multiplica, o si pueden llegar a existir versiones paralelas. No, me refiero al tiempo simple, el de todos los días, ese que, según nos marcan los relojes, pasa con regularidad: tic, toc, toc toc. ¿Existe algo más contundente que la aguja que marca los segundos? Y, sin embargo, nos muestra el placer más pequeño o el dolor más profundo para enseñarnos sobre la maleabilidad del tiempo. Algunas emociones la aceleran, otras la frenan; a veces pareciera perderse, hasta un punto en el que eventualmente desaparece de verdad para no volver más”.

Un apunte cortito sobre los comienzos.

“Así: por donde sea, como sea, una es asaltada por la palabra. Y empieza. Pero eso no nos dice nada del texto, de la historia, del verdadero comienzo. Porque una empieza a escribir antes de la historia, antes del mundo y de quienes van a llegar a habitarlo. ‘En el principio era la palabra’ sigue siendo uno de los mejores comienzos de la literatura porque nos coloca frente al poder creador pero también fulminante y desalentador del lenguaje: no hay salida, nada hay fuera de él, es origen y fin, finalidad”

Lo leí en La obligación de ser genial (Gog y Magog, 2021), el libro de Betina González sobre el que ya les hablé por acá y al que estoy volviendo maravillada a cada rato para subrayar, para anotar, para buscar y finalmente encontrar alguna cosa. 

Esta vez fue porque vengo pensando en los comienzos, porque yo misma a veces me veo un poco atrapada en ellos, un poco víctima (de hecho suele ser lo que más me comentan de este espacio: una imagen, una canción, una cita, una broma o una palabra de las que aparecen al principio, mucho más que los comentarios que vienen después). Un superpoder, pongámosle, que implica siempre una gran responsabilidad.

Sigo entonces con Betina González, y me encuentro con una distinción preciosa que hace ella y les dejo por acá.

“Una vez que se acepta la condición oscura del origen, la tarea inevitable de hacer cosas con palabras (...), una vez que una ha hecho las paces con el orden del discurso y ha cruzado sus umbrales de tal modo que el texto responde al nombre de obra, se puede pensar, de verdad, en su comienzo. El comienzo, entonces, no coincide necesariamente con el origen. Hay escritores que conservaron como principio de sus textos aquella frase por la que su historia empezó a ser escrita (...). Pero para la mayoría de las novelas no tenemos esos testimonios. La relación entre origen y comienzo no puede reponerse, quizá ni siquiera sea importante, excepto para quienes nos preguntamos por las huellas del origen en la obra, por el lugar en el que el deseo encarnó en atrevimiento”.

Una advertencia entonces: esta nueva entrega de Mil lianas es, como habrán notado, pura incertidumbre. Y también pura superposición. De comienzos, de finales, de tiempos rotos y relojes de plastilina.

1. Smother. Casos policiales misteriosos rodeados de acantilados podría ser, a esta altura, un género para las series contemporáneas (un arco que va de la emblemática Broadchurch, protagonizada por la favorita de esta casa Olivia Colman, a la reciente Carne y sangre que comentamos por acá). La irlandesa Smother entra en esa categoría arbitraria: desde el inicio queda claro que un hombre muere de manera violenta en ese paisaje un poco hostil. Se trata de Denis, un patriarca cruel, un emprendedor inmobiliario sobre el que, con el correr de los episodios, se irán descubriendo atrocidades. 

Sin embargo, a diferencia de otras producciones en las que los investigadores son de alguna manera los protagonistas, aquí el foco está puesto en un elenco variado de personajes, todos familiares de la víctima, todos enredados, todos con algún secreto que ocultan, todos con motivos concretos para detestar a Denis. En el primer episodio, de hecho, queda expuesta la ferocidad de este hombre. La familia celebra los 50 años de su esposa, Val, y él aprovechará la ocasión del brindis para contar ante todos que el matrimonio decidió divorciarse y que la mujer tiene otra pareja, presente en la sala.

Adictiva, llena de giros (por momentos se puede llegar a pensar que a esta familia le pasan todas), de reclamos y hasta de pequeñas venganzas en plan culebrón, Smother se disfruta sobre todo porque no es pretenciosa. Y, digna de la mejor tradición del llamado whodunit –esas historias policiales donde la intriga radica en descubrir quién está detrás de un crimen– lleva de las narices a los espectadores hasta el final.

Los seis episodios de la serie Smother se pueden ver por HBO Max.

2. Encrucijadas, de Jonathan Franzen. “No te das cuenta cómo maneja los relatos enmarcados, cómo te lleva y te trae en el tiempo de cada personaje y, mientras sucede la magia, la historia avanza. Porque lo importante no es la majestuosidad de los hechos sino, como diría Philip Roth, el dilema en el que ubica a sus personajes”. Esto apuntó en sus redes la escritora argentina Debora Mundani (ya que estamos: no dejen de pasar por su novela El río y por todo lo que encuentren por allí de ella) al referirse a Encrucijadas (Salamandra, 2021), el último libro del estadounidense Jonathan Franzen. Después de leer las 600 y pico de páginas de esta novela no puedo más que coincidir y hacerme las mismas preguntas. ¿Cómo hace este autor para trazar una red tan sólida, tan perfecta, tan particular y a la vez tan universal? 

Situada en 1971, los protagonistas de la novela son los integrantes de la familia Hildebrandt: Russ es un pastor un poco gris, cansado de su matrimonio con Marion, una mujer misteriosa y también harta de ese vínculo. Tienen cuatro hijos, todos ellos con secretos y con incertidumbres bastante comunes (de consumos problemáticos hasta las ganas de dejar la universidad, de la búsqueda de cierta libertad, hasta las preguntas sobre la religión, el amor, la política, el deseo). Y, sin embargo, Franzen, desde su apuesta por una novela total, gigante, logra contar cada episodio de tal manera que dan ganas de acompañar a cada personaje en sus encrucijadas y atravesar esos dilemas con ellos, por más comunes que parezcan, por más obvios, por más extensos. Porque, como señaló Santiago Llach por acá en un comentario para Pez Banana, el autor “lleva al máximo una de las últimas virtudes que le quedan a la literatura: la de poder tomarse todo el tiempo del mundo”

Encrucijadas, de Jonathan Franzen, fue editado en español por Salamandra.

3. Las cercanas. “Esta película narra también el fin de una manera de estar en el mundo”, dijo la directora María Álvarez a la periodista Astrid Riehn en esta entrevista publicada en La Nación. Hablábamos arriba de comienzos y de finales y me gustó esa idea de intentar rescatar algo, aunque sea en medio de un derrumbe. Porque el documental Las cercanas no es exactamente una biografía, ni una aproximación enciclopédica a la vida de las hermanas pianistas Cavallini que lo protagonizan. Ni siquiera se entiende cómo fue que arrancó la carrera de estas dos mujeres, que en la película tienen 91 años, y apenas podemos llegar a interpretar que, después de brillar en las décadas del ‘50 y el ‘60, en algún momento se terminó. Lo que sí vemos en el largometraje es una vida compartida, rencillas, emociones, enojos y también penas. Una manera de habitar un espacio que se desintegra.

Álvarez, que ya mostró su enorme talento para registrar a adultos mayores en sus películas anteriores (Las cinéphilas y El tiempo perdido), aquí se aproxima con sutileza e inteligencia al pequeño departamento donde viven Amelia (Coca) e Isabel (Yinga), rodeadas de muñecos, de pilas de papeles, de objetos insólitos y de un piano. En ese lugar que está por desaparecer, saldrán a la luz diálogos, recuerdos y vestigios íntimos de un mundo pasado que, con la potencia de la música y pese a todo –inclusive la destrucción–, no deja de insistir.

El documental Las cercanas, de María Álvarez, se puede ver desde el 25 de febrero todos los días en el Cine Gaumont (Avenida Rivadavia 1635, CABA), a las 17.30 y a las 19.30. Más información, aquí.

4. Bonus track. El método Livingston. Ya hablamos por acá de esta película, pero vale la pena volver, ahora que está disponible de manera gratuita en CineAR. El método Livingston podría haber seguido el camino tradicional del documental biográfico clásico: un protagonista que recuerda sus orígenes y cuenta cómo se desarrolla o lleva adelante sus grandes obras para luego ser homenajeado y elogiado por las personas que lo conocieron. Pero por suerte no es el caso. 

Es que la directora Sofía Mora fue por otro lado, uno menos convencional y más sensible para contar la vida y la obra del arquitecto argentino y docente Rodolfo Livingston.

La cineasta siguió a Livingston –un polemista, un mito viviente con ideas muy marcadas sobre el urbanismo y la vivienda– cuando estaba por cumplir 88 años. Para eso lo muestra en acción cuando visita a sus amigos, cuando lleva adelante su particular método arquitectónico con unos posibles clientes y también mediante imágenes de archivo (aparece, entre otras escenas desopilantes, la discusión de Livingston en Tiempo Nuevo, con Bernardo Neustadt).

De esta manera, produjo uno de los mejores documentales argentinos de la última década y además, claro, el retrato de un personaje entrañable, inclasificable y extremadamente gracioso.

Método Livingston (2019), con dirección de Sofía Mora, está disponible de manera gratuita en CineAR.

¡Hasta la próxima!

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