Opinión y blogs

Sobre este blog

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I. Escribo este texto en el lobby/bar de un hotel mientras espero el horario de salida al aeropuerto. Hay mucho ruido, mucho, muchísimo. Una mesa de cuatro personas que gritan tanto que puedo seguir la conversación -tengo que hacer un esfuerzo para no quedarme escuchando-; las personas que trabajan en el bar y están guardando la vajilla limpia golpean los cubiertos y la loza de manera tan brutal que, a esta altura, los habrá ensordecido a ellos también; el infaltable mensaje de audio de otra mesa escuchado al aire; una niña corre mientras grita de punta a punta sin que sus padres registren nada; y por supuesto: la música ruidosa que se escucha de fondo. Porque los hoteles y los bares suponen que siempre es mejor que haya música de fondo. Pero no musicalizan, ponen música, que no es lo mismo. Vendría bien un pianito suave pero, en cambio, estoy aturdiéndome con la armónica de un cantante de blues. Además, la acústica del lugar es pésima dados la cantidad de vidrio y el piso de porcelanato.

Hace un tiempo empecé a registrar lo insoportable que me resultan los ruidos. Pero insoportables hasta las lágrimas. Quiero llorar por la invasión sonora que se produce constantemente en todos lados. Y no sé si antes no lo registraba, o no era así, o quizás la salida de la pandemia nos puso de nuevo en contacto con la hostilidad del mundo un poco de golpe. Esa hostilidad que se agrega a la hostilidad de la pandemia. Supongo que lo que más me duele no son los ruidos en sí sino, sobre todo, el hecho de que esos ruidos son producidos por personas que no registran a los demás, que transitan los espacios comunes como si estuvieran solos. Esos ruidos son la cifra misma del no registro del otro. Y es inútil pedirle a alguien que por favor escuche su audio con auriculares, o que no grite de mesa a mesa. Porque son pocas las veces en que esos pedidos son recibidos de buena manera, aunque se pida de buena manera. Son escasas las veces en que alguien pide perdón y revisa lo que está haciendo y son muchas las veces en que nos contestan mal. Y otras veces uno está mal y sabe que si lo pide, lo va a pedir de mala manera. Y otras veces uno está mal y no quiere que le contesten de mala manera. Con mi amiga Virginia Cosin compartimos, además de muchas cosas, el padecimiento por los ruidos. Y más allá de los malos momentos que hayamos vivido, tenemos anécdotas que hoy nos hacen reír mucho. Me gusta nuestra complicidad en el asunto.

II. También advierto que el asunto de los ruidos molestos me importa especialmente por muchos motivos personales. Escribí hace poco un Elogio al silencio -y me acabo de acordar de que antes había escrito también acerca de los ruidos- y pensé que de esa manera ya no iba a volver al asunto. Pero hay cosas que insisten en uno: eso insiste -algunas personas gustan de patologizar y llaman a esas insistencias “obsesión”, aplacando los matices y aplastándolo todo-. Y esa insistencia tiene que ver con las marcas de nuestras historias, esas que se van leyendo en el silencio acogedor que habilita un análisis. Es un silencio que se puede ir haciendo incluso, o sobre todo, cuando hay mucho ruido de fondo. Porque hay un momento en el que uno puede abstraerse de los ruidos y empezar a escuchar los sonidos y los silencios, las escansiones y las pausas, los balbuceos y los laleos de una historia que nunca se cuenta de la misma manera. Pequeñas, sutiles y delicadas variaciones sobre lo mismo. Es así que vuelvo a pensar en el acúfeno que tengo hace meses, en mi papá que fabricaba equipos de audio, en cómo gritamos todos en mi familia de origen y cómo eso fue un problema enorme. Pienso también que la única persona que jamás levantaba la voz era mi mamá. Pero lo cierto es que, en ella, no se trataba de no gritar, sino de callar. Ella callaba, los demás gritábamos y no podíamos escucharnos. La manera en que mi mamá calló muchas cosas no fue, ni es, inocuo. En mi familia nadie está muy dispuesto a escuchar a nadie pero, sobre todo, nadie quiere escucharse a sí mismo. Parece que yo decía más cosas de las que estaban dispuestos a escuchar y fue así que a los 12 años me mandaron al analista. Soy la única de los seis integrantes de esa familia que se analizó y que se analiza. Ser una “niña problema” me salvó del destino familiar. El ejercicio de la escucha al que me dedico todos los días de mi vida me da felicidad y me da alivio y me procura un refugio en el que no entran los ruidos familiares. A veces hay que gritar más que los demás para ser escuchado. Y a veces hay que retirarse en silencio mientras los otros se aturden y hacer una vida en la que haya espacio para otra cosa, otra cosa: un nombre del deseo. Dedicarme a algo que implica escuchar a otros acaso sea la muestra de que pude hacer otra cosa, de que pude pasar a otra cosa.

III. Hace unos días fui a una charla a la Facultad de Psicología de la UBA invitada por una agrupación estudiantil a la que quiero mucho: El Signo. Como no lograron que se les diera un aula -la mezquindad habitual de la gestión-, hubo que hacer la charla en el hall de la facultad. La cosa es que éramos muchísimos y en el hall estaban haciendo arreglos -porque, como es época de elecciones, los arreglos hay que hacerlos muy a la vista y a los oídos de todos-. Al final eso me pareció muy lindo: la manera en la que el psicoanálisis, ese que más me gusta, es el que se hace un lugar entre la ruidosa voz de las instituciones, entre la estridencia del corporativismo psicoanalítico, entre el griterío del psicoanálisis burocratizado, entre lo ensordecedor del psicoanálisis aliado al mercado, entre la sierra eléctrica que agujerea los pisos de los otros para obtener lugarcitos de poder. El psicoanálisis que más me gusta es ese que se escabulle por las hendiduras del saber, el que se fuga de los lugares de poder, ese que pulula en los márgenes al igual que los comediantes de la antigua Grecia -komos, cifra de la errancia de los comediantes por haber sido “expulsados, por deshonor, de la ciudad” (Aristóteles)-. El psicoanálisis que más me gusta es el que se escribe en un tono bajo, el que pone a jugar el balbuceo de la lengua, el que se escribe en los pliegues de las cosas.

IV. La escritura de a cachos, dispersa, efecto de la distracción y de la dispersión. Y quizás, la lectura tenga que ver con eso. Casi como en ese gesto que señala Roland Barhes, el de levantar la cabeza del texto. Y también pienso en Walter Benjamin y su elogio a la distracción como procedimiento crítico, es decir, de lectura. Dice: “solo se logra resolver determinadas tareas en estado de distracción cuando su solución se ha transformado en un hábito”. La distracción como hábito, la distracción como práctica. Pero lejos del mandato de distraerse para no pensar en algo, la distracción, tal y como se plantea acá, sería, en rigor: distraerse para poder pensar algo, para poder leerlo.

V. Me gusta la práctica de la dispersión, anche, de la distracción. No es algo que uno haga voluntariamente, claro. Pienso, más bien, en un modo algo “desprolijo” que tengo para leer y para escribir. Creo que es un poco el modo de la atención flotante. No me detengo especialmente en nada pero algo, algo usualmente nimio, me lleva a otra cosa y a otra lectura y a pensar en algo que no sabía que me interesaba. Creo que la atención flotante, junto con su otra parte, la asociación libre, son también prácticas de la dispersión e incluso de la distracción. Por eso me gusta este espacio, porque acá anoto una porción de esa práctica. Me gusta la manera en que la escritura me dispersa, me gusta la manera en que la escritura se dispersa, me gusta la manera en que la escritura dispersa esos ruidos insoportables y va permitiéndome ir hacia mi propio silencio que es este, el del texto.

“Y en cuanto a la lengua, ¿es que puede susurrar? (...) Y en cuanto a mí, es el estremecimiento del sentido lo que interrogo al escuchar el susurro del lenguaje”. 

Roland Barthes

VI. Un poema de Irene Gruss: 

Dice el viento

El viento me habla

me dice “yo susurro yo te golpeo

pero allá en la ciudad

alguien está esperando para golpearte

y para amarte como un susurro.

Yo voy a darte la charla de los pájaros

de los amigos

(el mar también suele ser un susurro)

pero allá en la ciudad

alguien está esperando para hablarte

y callarse.

Yo muevo los árboles, los días, te golpeo,

pero allá, en la ciudad

alguien está esperando para que llegues 

y el viento se termine“.

I. Escribo este texto en el lobby/bar de un hotel mientras espero el horario de salida al aeropuerto. Hay mucho ruido, mucho, muchísimo. Una mesa de cuatro personas que gritan tanto que puedo seguir la conversación -tengo que hacer un esfuerzo para no quedarme escuchando-; las personas que trabajan en el bar y están guardando la vajilla limpia golpean los cubiertos y la loza de manera tan brutal que, a esta altura, los habrá ensordecido a ellos también; el infaltable mensaje de audio de otra mesa escuchado al aire; una niña corre mientras grita de punta a punta sin que sus padres registren nada; y por supuesto: la música ruidosa que se escucha de fondo. Porque los hoteles y los bares suponen que siempre es mejor que haya música de fondo. Pero no musicalizan, ponen música, que no es lo mismo. Vendría bien un pianito suave pero, en cambio, estoy aturdiéndome con la armónica de un cantante de blues. Además, la acústica del lugar es pésima dados la cantidad de vidrio y el piso de porcelanato.

Hace un tiempo empecé a registrar lo insoportable que me resultan los ruidos. Pero insoportables hasta las lágrimas. Quiero llorar por la invasión sonora que se produce constantemente en todos lados. Y no sé si antes no lo registraba, o no era así, o quizás la salida de la pandemia nos puso de nuevo en contacto con la hostilidad del mundo un poco de golpe. Esa hostilidad que se agrega a la hostilidad de la pandemia. Supongo que lo que más me duele no son los ruidos en sí sino, sobre todo, el hecho de que esos ruidos son producidos por personas que no registran a los demás, que transitan los espacios comunes como si estuvieran solos. Esos ruidos son la cifra misma del no registro del otro. Y es inútil pedirle a alguien que por favor escuche su audio con auriculares, o que no grite de mesa a mesa. Porque son pocas las veces en que esos pedidos son recibidos de buena manera, aunque se pida de buena manera. Son escasas las veces en que alguien pide perdón y revisa lo que está haciendo y son muchas las veces en que nos contestan mal. Y otras veces uno está mal y sabe que si lo pide, lo va a pedir de mala manera. Y otras veces uno está mal y no quiere que le contesten de mala manera. Con mi amiga Virginia Cosin compartimos, además de muchas cosas, el padecimiento por los ruidos. Y más allá de los malos momentos que hayamos vivido, tenemos anécdotas que hoy nos hacen reír mucho. Me gusta nuestra complicidad en el asunto.