Opinión

Elogio del silencio

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“Se debe ser muy cuidadoso cuando de lo que se quiere hablar es del silencio, porque lo que se pone en juego es la lucha interior entre el yo que pugna por hablar y el que prefiere callar”, dice Virginia Cosin acá. Y suena y resuena en un análisis y también en la vida cotidiana, que está llena de ruidos provenientes de ese “yo que pugna por hablar”. Entre hablar y callar, quizás hallemos la posibilidad de decir. Porque hablar no es necesariamente decir, del mismo modo en que hacer silencio no es necesariamente callar. Hacer silencio es hacer posible que paremos de oír, en el sentido también de parar de obedecer. “Oír es obedecer. En latín escuchar se dice obaudire. Obaudire derivó a la forma castellana obedecer. La audición, la audientia, es una obaudientia, es una obediencia”, dice Pascal Quignard. Esa obediencia se despliega en la exigencia epocal, la que nos insta a expresarnos, a  comunicar, a saber qué debemos pensar, de qué lado del binarismo soso debemos estar. Estamos obligados a hablar en voz alta hasta el aturdimiento. En esa misma clave es que Juan di Loreto escribió Escuchar no existe más: “Decir hoy no es equivalente a expresarse, «decir» hoy es sacar a pasear el Yo por las conversaciones de feria”, y luego: “no se trata de no expresarse o escribir menos. Pero sí de escuchar más, es decir, de poder habitar un mundo más sutil. Sin esa escucha no es posible la poesía ni ninguna clase de literatura”. Tampoco sería posible un análisis. Sin silencio, sin acallar el ruido del Yo -el del analista, sobre todo- no habría análisis. El texto que importa, el que tendrá efectos en lo real del cuerpo, sólo puede subrayarse sobre el fondo de un silencio. El silencio es un velo necesario para que pueda leerse un decir. No hay decir sin silencio, no hay decir sino en el silencio. Acaso ese mundo más sutil, del que habla Di Loreto, es ese que se inventa en un análisis. Ese que da lugar a que algunas palabras se deshagan, a que algunos infiernos quemen un poco menos; ese mundo más sutil que acontece de modo inaudito: fuera de tiempo y fuera de lugar. Lo que pasa en un análisis pasa porque cesa el aturdimiento que muchas veces es sinónimo de oscuridad. No se puede pensar mientras estamos aturdidos, sólo se puede pensar en una discontinuidad. La masa es un ruido que ensordece pero que, sobre todo, enmudece. En la masa no hay lugar para un decir, sólo nos queda movernos al ritmo de los ruidos que ella impone, porque si nos detenemos es probable que nos aplasten -como en un pogo-.

Una de las enseñanzas clínicas más precisas que recibí fue la de alguien que me dijo que, antes que saber qué hay que escuchar de lo que el paciente dice, hay que saber qué no escuchar. No importa ahora el universo que se me abrió, y que se sigue abriendo, a partir de esa diferencia; lo que importa es que un analista no escucha todo ni de cualquier manera. Es lo que Freud inventa y llama atención flotante. Oscar Masotta lo dice así: “lo que el psicoanalista escucha -y traza así el campo de su práctica- no es lo que el paciente quiere decir, sino aquello que en su palabra traiciona, lo que casualmente no quiere en absoluto decir (...). El psicoanalista no trata con personas, sino con un cierto sujeto un tanto escabroso, pleno de meandros y que se llama: Inconsciente”. Es quizás por eso que Jean Allouch sugiere que el término “escuchar” no es atinado para el analista, dado que proviene de auscultar, de modo que “rebaja al psicoanálisis al nivel del discurso médico”. Por eso se trata de la función de lectura, no de la escucha. Y esa función, la función analítica, la de “leer de otra manera”, no necesariamente está agenciada sólo por el analista. En un análisis se lee de otra manera a partir de lo que se dice, y ese decir sólo puede precipitarse en una lectura. Ese decir también es decir el silencio, hacer silencio para escuchar cómo resuena en el cuerpo el eco de las pulsiones; el cuerpo: esa caja de resonancias de otra cosa que el sentido.

Juan Ritvo distingue el silencio de la nada, de esta bella manera: “el silencio, a diferencia de la nada, nos acoge extrañamente sin reserva, extrañamente sin promesa. Ese es el silencio que podemos inventar cuando hablamos en un análisis: un espacio único en el que se funda una experiencia singular.

Es conocido lo que cuenta Freud de un niño que teme a la oscuridad: “Tía háblame; Tengo miedo porque está muy oscuro”. Y la tía le espeta: “¿Qué ganas con eso? De todos modos no puedes verme”. A lo cual el niño le responde: “No importa, hay más luz cuando alguien habla”. Se trata de la luz de la palabra, una palabra que disipa la selva espesa de lo real y posibilita lidiar un poco con la oscuridad de los fantasmas, con la hostilidad de las persecuciones cotidianas, con lo ensordecedor de los otros como infierno. Si nacer es, como dice Moustafa Safouan, “entrar a ese lugar rebosante de sound and fury al que Lacan dio la denominación de Otro y definió como lugar de la verdad y el lenguaje”, quizás vivir se trate de acallar un poco esos ruidos y esas furias que a veces se nos vienen encima.

“Anoche ha venido el gran gato gris de mi infancia. 

Le he contado que me hostiliza el ruido.

Él ha puesto en mí, lenta e intensamente, su mirada animal y compañera“. 

Antonio Di Benedetto

Por supuesto que no todos los silencios son iguales. Hay silencios incómodos, de censura, de autocensura, de impedimentos, de inhibiciones, de represión, de miedo, silencios que son producto de amenazas. Pero también el silencio al que me refiero: ese que posibilita, que habilita, que da lugar, que suscita un acompañamiento, sin condiciones de obediencia. El silencio que aloja, que refugia, el silencio como don para que la palabra del otro toque el cuerpo. Un silencio que ocurre porque alguien está dispuesto a su afectación. Las orejas son los únicos orificios del cuerpo que no se pueden cerrar, dice Lacan. Me gusta más cómo lo dice Pascal Quignard: “las orejas no tienen párpados”, y el nombre del capítulo del libro en donde lo dice es más lindo todavía: “Ocurre que las orejas no tienen párpados”. Si se trata de no escuchar todo, si se trata de acallar un poco, como dice Fabián Casas, “al locutor de la contra que te habla desde que te levantás hasta que te acostás”, se trata de ir al encuentro de esos párpados. A veces el análisis, a veces las amistades, a veces el amor, a veces la escritura, a veces la lectura, a veces la soledad, a veces todo junto, son esos párpados en las orejas. Y algo ocurre. Ocurre que el cuerpo para un rato de hacer ruido. Como me ocurrió a mí después del encuentro con mis amigas Carina y Mariana, que le pusieron párpados a las orejas de mi dolor. Y que, como dijo Carina, produjo que cese un poco la guerra que se está librando en uno de mis oídos (hace unos meses que tengo y padezco un acúfeno).

“El silencio de los peces cuando mueren. El silencio durante el día. El silencio al atardecer. El silencio en el curso de la pesca nocturna. El silencio del alba, cuando la barca regresa a la orilla y la noche se disipa poco a poco en el cielo junto con el frescor, los astros y el miedo”, Pascal Quignard.

Quiero y necesito silencio cuando termino el día de consultorio. Necesito que nada me aturda. Necesito preservar ese estado en el que mi Yo estuvo en silencio. Porque la atención flotante también es un refugio y es un descanso de mí misma, un estado en el que, por ejemplo, el acúfeno desaparece. O, en rigor, me olvido de él así como me olvido de mí.

Una de las cosas que más extraño de mi papá -que fabricaba equipos de audio-, y de mi infancia, es el sonido que hacía el hielo en el vaso de whisky que él se servía apenas llegaba de trabajar. Se servía un whisky y se sentaba en un sillón, en silencio. Yo lo miraba, también en silencio. Lo miraba hacer silencio. Casi que lo espiaba, porque él no me veía. Esos hielos chocando en el vidrio eran el sonido de una felicidad, esa que sólo puede advenir cuando hay lugar para escandir un silencio. El sonido silencioso de la presencia de mi papá interrumpía la inquietud ruidosa que me provocaba su ausencia y la inminente separación de mis padres. Ese sonido apocado de los hielos en el vaso de whisky era como lo que escribe Richard Ford en la primera página del precioso, apacible y sutil Entre ellos: “La vida es tan festiva como uno pueda imaginar. Mi padre ha vuelto a casa otra vez”.

AK