Tengo que hilvanar en esta entrega la idea que dispara el texto, dos obras de teatro, dos citas a periodistas, mis argumentos y alguna experiencia. Y que no se note el zurcido. Y en eso estoy cuando me cae un audio de mi compañero Pablo Ibáñez en el que me dice, entre otras cosas, esto: “Cuando yo laburaba en Ámbito (Financiero) allá por 2002, 2003, había un cartel pegado en la redacción que decía ‘los temas no son de nadie, sino de quien los vende’”. Y vino justo, justísimo. Porque hoy quiero decir que las notas no tienen dueño.
Digo “las notas”. Me refiero a las noticias, los temas de agenda, los temas generales (modas, tendencias, fenómenos), los personajes de interés popular, las personas comunes que interesan a la sociedad en momentos particulares. Y digo que no tienen dueño porque cuatro periodistas que han sido enviados a cubrir un incidente vial volverán con los mismos datos, pero escribirán cuatro textos diferentes. Y es ahí donde está la magia: en las competencias individuales. Por eso las notas no tienen dueño. Y quien se declare dueño o dueña… Bueno, pobre.
Transcribo del libro Cuadernos del taller de periodismo (FNPI, 1999) la opinión que la periodista Alma Guillermoprieto compartió durante una clase: “Si el hecho de que otra persona ha trabajado ya un tema significara que todos los demás periodistas nos quedáramos sin ese tema resultaría algo absurdo. Un tema tiene que dar para que muchos lo puedan escribir. No existe eso de que este es mi tema o tu tema. Creo que esa es una de las lacras del periodismo, lo que se maneja casi como una cuestión machista de competitividad: si tu lo haces, yo no lo puedo tocar. No es cierto. Dos reporteros pueden trabajar sobre exactamente lo mismo pero salen textos totalmente diferentes y cada uno enriquece el tema”.
Sobre lo que dice Guillermoprieto, tengo dos ejemplos muy a mano. Los perfiles que escribieron sobre Romina Tejerina las periodistas Josefina Licitra y Leila Guerriero. Ambas entrevistaron, cada una por su lado y en años diferentes, a la chica de Jujuy que mató a su beba recién nacida. El caso abrió un gran debate: de acuerdo a su testimonio, fue violada, quedó embarazada, quiso abortar y se lo negaron. En 2005 la condenaron a 14 años de cárcel. La crónica sobre el caso Tejerina firmada por Licitra se publicó en la edición de noviembre de 2004 de la revista Rolling Stone. La de Guerriero, en La Nación revista, en abril de 2008. Ambas reconstruyen climas, ofrecen datos y antecedentes, pasan de una escena a otra como si se deslizaran por una pista de patinaje, describen una cultura más que a una adolescente presa. Los textos fluyen, hacen taichi en el papel. Lo notable es que aun teniendo al mismo sujeto de escritura, el resultado es diferente. Y son un lujo.
No sólo en la escritura se produce diferente partiendo de lo mismo. El año pasado, invitada por mi amiga Natalí, vi Dos bailarines desnudos, la obra de teatro de Florencia Werchowsky y Alejandro Quesada. Y el sábado, invitada por mi amiga Lila, vi Consagrada, la obra de Flor Machi y Gaby Parigi. En Dos bailarines… Un bailarín y una bailarina del Teatro Colón cuentan su historia. La puesta es una crítica al “servicio militar” que implica la danza clásica profesional. Una de las líneas del texto era, intento reproducir textual: “Repetir para perfeccionar, para que no intervenga el azar”. Dos cuerpos presentados como límite y como frontera, híper controlados, entrenados para bloquear lo que traiga la suerte.
Consagrada tiene el mismo punto de partida, pero es la historia de una gimnasta. Una gimnasta agotada, porque ha dedicado su vida al trofeo: muchas medallas, un solo novio. Una gimnasta furiosa porque debe lidiar con la comida y la balanza: los gramos equivalen, en ese universo, a la puntuación. Gaby Parigi, la actriz que interpreta a la gimnasta, ofrece un despliegue físico potente y conmovedor. Como si ese nombre y ese cuerpo hubieran padecido “de verdad” el deporte de alto rendimiento.
Las obras podrían sentarse a la mesa y conversar. Los dos bailarines y la gimnasta se sacrifican en pos del arte. Son competentes y deben competir entre ellos -sus pares- y con los otros -sus competidores-. Diferentes autores con puntos de vista diversos indagan el mismo tema, el cuerpo como insumo y consumo, las subjetividades, el reglamento cruel de un universo de pertenencia que te consagra y te destruye. A mí me gusta que haya muchas versiones del mismo plato en una carta.
No murió el periodismo, lo que ha muerto es la primicia. Salvo excepciones, tan contadas que ahora no recuerdo ninguna. Clarín confirmó antes que nadie que Diego Maradona había muerto y dio la noticia con un texto respetuoso cuando los detalles y las especulaciones sobre la partida de nuestro Tesoro Nacional corrían en Twitter como agua de río. También Clarín tenía lista la nota sobre el Vacunatorio Vip (o “Vacunación de privilegio”, depende de qué medio se lea). Pero el periodista Horacio Verbitsky primereó al medio al contar -como quien no quiere la cosa- en una entrevista radial que él ya estaba vacunado. Aun siendo competente, es muy difícil competir en el mercado de noticias: gana el vecino que subió la foto del incendio a Twitter mientras en las redacciones ordenan la información para escribir un cable.
A esta altura del asunto, con la noticia revelada o anticipada en redes sociales, lo que hace diferente al trabajo es el ángulo que le impregne el o la periodista que tome el tema. Buscar el foco, decidir desde qué lugar cuento eso que tienen todos. Otro fragmento de aquellos apuntes de taller de Alma Guillermoprieto: “Una sala de redacción debería funcionar con el sentido de que allí se intercambien ideas, que se enriquezcan, que no hay propiedad privada ni exclusividad en los temas, ni jerarquías, que no hay más que un proceso de edición que va refinando algo”. Porque no importa tanto la firma como la nota.
VDM
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