El martes entrevisté a una mujer que está en el ojo público desde hace tiempo, pero en los últimos veinte días la ubicaron en el centro de las sospechas. Durante toda la nota la mujer estuvo descalza. Cebó, en una hora cuarenta de grabador encendido, tres mates: dos los tomó ella. Es una mujer bellísima y extraña, que creció a fuerza de ingenio. Disfruta, se nota, escucharse. Habla como si compusiera en vivo. Una jazzista de improvisación que se construye con palabras. El reportaje se publicó el domingo y puede leerse aquí.
Mi concentración en sus modos era total, aunque estuviese pendiente de que me llegara un mate. A mi izquierda se había sentado Sergio Goya, fotógrafo de los buenos en los dos sentidos: gran fotógrafo, gran compañero. Sentía la energía de Goya como en oleadas. Él quería estar ahí y no quería estar ahí. Hubo tramos de incredulidad total, de surrealismo, de confesiones, de declaraciones fuertes. En un momento, el aire se puso demasiado denso, como si hubiera que hacer espacio entre el engrudo para avanzar.
Intervine poco porque preferí oír el monólogo. Reafirmé una teoría sobre la que doy vueltas hace tiempo que tiene que ver con cómo el cuerpo acompaña a la oralidad. Quién ha ensayado su discurso o lo ha repetido muchas veces sabe cuándo hacer silencio, sabe cuándo levantar el dedo, sabe cuándo mirar de costado, sabe cómo buscar cierta complicidad en su interlocutor. Delante mío estaba la confirmación de la regla. El periodismo es más rápido que la Justicia para dictar sentencia: yo estaba en ese departamento fuera del tiempo, encantada.
Hasta que la interrumpí con una pregunta que vino del fondo mío, de mi patio trasero, de ahí donde amontono inquietudes demasiado personales. Perdón, no pude atajarla. La mujer se descolocó. Dejó de hablar, abrazó el mate con la mano -esta vez tampoco me tocaría- y se sacó los lentes. Después bajó la mirada y lloró. Aquel aire espeso de repente se ablandaba. Del pecho todo abierto a hacerse un bollito frente al termo. De la fluidez de un lenguaje autoimpuesto a la imposibilidad de emitir sonidos. Fueron unos segundos, incómodos.
Una, que es periodista y está ahí arrastrada por la curiosidad o el empleo, no sabe bien qué hacer cuando el entrevistado se angustia. Y cuando una no sabe, mejor no hacer nada. Esto no quiere decir que no me conmueva el llanto del otro. Hablo del reflejo, de no poder sacar la mano del anotador para tomarle la mano al entrevistado, una forma de cercanía respetuosa. Hablo de poner el cuerpo para contener al otro en un abrazo. Hablo de decir “¿Querés que paremos un ratito?”. Lo único que sé hacer en esas circunstancias es esperar que el espasmo pase y seguir.
Me crié profesionalmente en una redacción que pedía la última foto en vida del niño recién muerto. El último femicidio que cubrí fue un domingo de 2016, en Morón. El padre de la mujer asesinada me ofreció disculpas por el desorden, recién habían terminado de baldear. Recuerdo que pude armar el recorrido de su hija queriendo escapar de la cuchilla de su ex en las marcas de sangre que habían quedado en la pared. No sentí nada. En 2010 ó 2011 o un año antes o después, cubrí una ola de suicidios en Rosario de la Frontera, Salta. En una semana, unos cuantos adolescentes se ahorcaron, y quince lo intentaron y fallaron. Todavía recuerdo haberle preguntado a una madre cómo y dónde se había suicidado su hija, si podía mostrarme cómo, dónde. Fui un témpano. La madre también.
Agradezco haber pasado por esa escuela porque el periodismo sentimental me genera muchísima vergüenza ajena. El golpe bajo es de haragán. Dirán que he ingresado al mercado laboral sin derechos humanos, que no tengo sentimientos. Yo digo que cualquier avance del periodista sobre el entrevistado o es un show o es una interferencia. El show no sirve al texto -hacer esa transferencia es una tarea trabajosa- e interferir es modificar el contexto en el que el otro habla, que es lo único que interesa. No quiero ser amiga de mis entrevistados. No los llamo para los cumpleaños. Al 90% nunca más vuelvo a verlos. Creo que es parte del acuerdo tácito entre dos que se encuentran con intereses particulares. Al otro dar su mensaje, a mí tener la nota.
VDM
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