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La revolución de la terapia génica: el ave Fénix que resurgió de sus cenizas

Las terapias génicas han tenido un importante desarrollo en los últimos años.

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Se calcula que cientos de millones de personas en el mundo sufren alguna enfermedad genética de las miles que existen. Casi todas estas dolencias son a día de hoy incurables, y muchas provocan daños muy graves y muertes a edades tempranas. No hay justicia en la lotería de los genes con los que nacimos, simplemente azar. Sin embargo, entre los años 60 y 70 del siglo pasado, los científicos empezaron a vislumbrar que el fatídico destino marcado por nuestros genes no estaba grabado a fuego: "¿Terapia génica para la enfermedad genética humana?" se preguntaban en 1972 unos visionarios investigadores en un artículo publicado en la revista Science. 

Comprobar, en 1984, que la modificación genética en animales era posible supuso uno de los primeros grandes pasos reales (no teóricos) en un largo camino de décadas en el desarrollo de la terapia génica que continúa hasta hoy. Aunque este tratamiento innovador está revolucionando la medicina, su historia cuenta también con tragedias a sus espaldas que pusieron durante años en entredicho su seguridad e hicieron dudar del potencial para curar a los afectados por enfermedades genéticas.

Tras varios intentos fallidos, el furor de la terapia génica se desató con el primer caso de relativo éxito en humanos: en 1990, la pequeña Ashanti de Silva, de cuatro años, pasó de ser una “niña burbuja”, afectada por una inmunodeficiencia grave que la dejaba expuesta a graves infecciones, a tener una vida relativamente normal. El logro fue posible gracias al uso de retrovirus modificados genéticamente para incorporar el gen normal a las células inmunitarias (linfocitos T) de Ashanti.

Los resultados del pequeño ensayo clínico en el que participaron Ashanti y otros niños fue el comienzo de la proliferación mundial de ensayos clínicos para diversas enfermedades genéticas mediante terapia ex vivo. Este enfoque consiste en la extracción de las células del paciente (que poseen mutaciones) y su corrección genética fuera del cuerpo mediante diferentes tipos de vectores virales para posteriormente administrarlas a la persona. Un enfoque mucho más sencillo y fácil que tratar de modificar las células dentro del cuerpo (terapia in vivo). 

En aquel entonces numerosos investigadores llamaron a la cautela: aún había muchos aspectos de los mecanismos de la terapia génica que se desconocían y existía un gran peligro: usar vectores virales para introducir genes en las células, sin controlar en qué regiones del ADN lo hacían, podía provocar mutaciones aleatorias que causasen, entre otros problemas, cáncer. Una verdadera ruleta rusa genética que terminaría por mostrarse en posteriores ensayos clínicos.

Nueve años más tarde del inspirador caso de Ashanti, en 1999, el joven de 18 años Jesse Gelsinger murió durante la fase I de un estudio clínico mediante terapia génica de la Universidad de Pensilvania. Jesse, que sufría un déficit enzimático leve provocado por una mutación en el cromosoma X, fue la primera víctima mortal de la terapia génica. A los cuatro días de recibir los vectores virales (adenovirus) tuvo una potente reacción inmunitaria a ellos que provocó un fallo multiorgánico y la muerte. A Jesse no le informaron antes que algunos voluntarios previos habían experimentado efectos adversos graves tras la inyección de los adenovirus. El dramático caso destapó una serie de irregularidades que llevó a las autoridades sanitarias de Estados Unidos a suspender todos los ensayos clínicos de terapia génica en dicha universidad y a poner en marcha un plan gubernamental para vigilar de forma estrecha los ensayos clínicos de terapia génica en el país.

El fallecimiento de Gelsinger no fue el peor revés para la terapia génica. Pocos años más tarde, en un ensayo clínico en Francia para tratar a niños con inmunodeficiencias graves, se descubrió que cinco de los 20 menores tratados con terapia génica habían desarrollado cáncer (leucemia). Cuando los vectores virales (retrovirus) insertaron el gen normal también provocaron la activación de oncogenes que convirtieron a los linfocitos T en tumorales en los niños afectados.

Cuando tan solo se habían documentado los dos primeros casos de leucemia –los tres siguientes aparecerían poco después– Estados Unidos decidió suspender una treintena de ensayos de terapia génica por precaución. Este suceso, junto con el fracaso en el tratamiento de pacientes que sufrían el síndrome de Wiskott-Aldrich (otra inmunodeficiencia) fue el momento más crítico de la terapia génica. El potencial de esta rama experimental de la medicina estuvo en entredicho.

Un horizonte nuevo

Sin embargo, el renacimiento de la terapia génica llegó a partir de 2010 gracias a un mayor conocimiento y al desarrollo de una nueva generación de vectores virales más precisos y seguros, entre los que destacan los lentivirus y los virus adenoasociados. Con estos vectores no solo es posible elegir dónde se inserta el gen de interés en el ADN y en qué células, sino que también puede controlarse la actividad del gen (cuándo se activa o se desactiva, por ejemplo). Además, el riesgo de que provoquen una reacción inmunitaria es mucho menor que con otros virus modificados.

En la actualidad existen múltiples terapias génicas que se han aprobado a lo largo del mundo para curar enfermedades hereditarias: la deficiencia de la lipoproteinlipasa, la distrofia hereditaria de retina, la hemofilia B, la adrenoleucodistrofia cerebral, la atrofia muscular espinal, diversos tipos de inmunodeficiencias, la beta talasemia...

Por otro lado, la utilidad de la terapia génica se ha expandido más allá del tratamiento de las enfermedades hereditarias, para ser una poderosa herramienta contra el cáncer. La modificación genética de los linfocitos T para reforzar su ataque contra las células tumorales (células CAR-T) está siendo una revolución en el tratamiento de leucemias y linfomas que hubieran sido incurables con los métodos convencionales.

Se espera que en los próximos años se aprueben muchas más terapias génicas en un campo científico en plena expansión en el que muy probablemente contribuirá la poderosa herramienta de edición genética CRISPR, por su gran potencial para editar el ADN. En estos momentos están en marcha varios ensayos clínicos que evalúan CRISPR para el tratamiento del angioedema hereditario, la amiloidosis hereditaria mediada por transtiretina y la anemia de células falciformes, entre otras dolencias genéticas. 

Por ahora, ningún tratamiento con CRISPR ha recibido la aprobación de las agencias del medicamento, pero existen altas expectativas de que este hito se cumpla a lo largo de este año 2023. Cientos de ensayos clínicos de terapia génica están en marcha ahora mismo y algunos expertos predicen que para el año 2030 se podrían aprobar como mínimo 30 terapias génicas para tratamientos no oncológicos solo en Estados Unidos.

El mayor desafío en torno a la terapia génica gira cada vez más en torno a su financiación por parte de los sistemas sanitarios. Muchas de las enfermedades hereditarias a las que se dirigen las terapias génicas son raras o con un número relativamente pequeño de pacientes, por lo que las empresas fijan precios desorbitados con los que compensar el coste de su investigación y desarrollo. 

Hace unos años, un informe de Goldman Sachs causó gran polémica en todo el mundo por decir lo siguiente: “La revolución del genoma”: “¿Es curar a los pacientes un modelo de negocio sostenible? [...] El potencial para administrar curas en una sola dosis es uno de los aspectos más atractivos de la terapia génica, la terapia con células modificadas genéticamente y la edición genética. Sin embargo, tales tratamientos ofrecen una perspectiva muy diferente con respecto a los ingresos recurrentes en comparación con las terapias crónicas. Mientras esta propuesta conlleva un increíble valor para los pacientes y la sociedad, podría representar un desafío para los desarrolladores de la medicina genómica que buscan un flujo de dinero mantenido”.

En ese sentido, el futuro de la terapia génica será cada vez más un tira y afloja entre los avances científicos con tratamientos curativos para más y más enfermedades genéticas y las restricciones económicas de los sistemas sanitarios que decidirán en qué casos se aplican y a qué coste.

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