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10 discos para escuchar antes de que termine el año (y para seguir escuchando después)

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No existe el disco, se dice. Nadie los compra, se asegura. Y, sin embargo, se graban y publican –a su manera– infinidad de ellos. Y, lo que es más importante, se escuchan. Hay varias plataformas de streaming donde hacerlo. La más popular es Spotify; la que tiene mejor sonido (entre las versiones gratuitas) es iTunes. Y hay otras pagas, como Tidal, que ofrecen un servicio Premium. Conviene aclarar que, más allá de la fuente, el sonido dependerá del aparatito que esté al final de la cadena. De nada serviría resaltar hasta el infinito los colores de un cuadro que será visto con anteojos negros y, de la misma manera, los servicios “de alta gama” aportarán muy poca diferencia, si es que alguna, si la música se escucha con un celular o a través de la placa de sonido de una computadora.

Las plataformas y el streaming han complotado, por otra parte, contra una de las grandes revoluciones musicales del último siglo: el concepto del disco de larga duración concebido como una unidad. Y en ese sentido 2021 ha aportado una novedad también revolucionaria y desde un lugar impensable. “No creamos discos con tanto cuidado y pensamos en el orden de las canciones por nada”, dijo la inglesa Adele Laurie Blue Adkins, conocida como Adele. Su último disco, 30, es el primero que edita en seis años y está concebido, precisamente, con un concepto –canciones relacionadas con la devastación producida por un divorcio (el suyo)–. Y la artista consiguió, para ella y para toda la música que anida en Spotify, algo histórico: la anulación de la función “random” y la instauración, como función predeterminada –esto es si uno toca sin más la flecha de play que aparece sobre la tapa del disco– de la reproducción completa del disco y, obviamente, con su ordenamiento original.

Toda lista, por definición, excluye más que lo que puede incluir y es, desde ya, personal y arbitraria, por más visos de objetividad con los que se la quiera revestir. Esta, de los 10 discos más importantes del año que termina, tiene desde ya esos límites pero, en su defensa, debe consignarse que no pretende otra cosa que ser un punto de partida y que aún la enconada discusión (¿cómo pone tal disco y ni menciona a tal otro?) está entre sus efectos deseados. Parafraseando a la rosa de Gertrude Stein, una lista es una lista es una lista. Solo una de las tantas posibles. Y esta comienza con 30, de Adele , no solo por lo antedicho sino porque ya desde la primera frase de la primera canción, “Extraños por naturaleza” (“Estaré llevando flores al cementerio de mi corazón...”), entonada lánguidamente sobre un acorde de órgano que remite a un oficio religioso en alguna pequeña iglesia de alguna parte del mundo, el disco rinde homenaje a uno de los grandes tópicos de la canción popular, la autobiografía, y lo hace desde un melodismo con más de un lazo hacia los viejos estilos de Broadway y con una cuota de originalidad nada frecuente en el mundo del pop. 

Santiago Arias es bandoneonista. Nació en San Salvador de Jujuy y se crió en Tilcara. Estudió piano, bajo eléctrico y, finalmente, eligió un instrumento asociado casi de manera obligatoria con un género en particular, el tango. Y, claro, no toca tango. Retoma una tradición muy presente en el Noroeste, que asocia al bandoneón a los géneros locales de origen rural, y lo relee desde el universo post Dino Saluzzi –de quien fue alumno– con un llamativo énfasis en la expresividad del propio aire (las maneras de abrir y cerrar el “fueye”) y en la apertura de las formas tradicionales que le ofrece la improvisación. Con un notable primer disco solista (Fuellisto, publicado en 2014), uno en dúo con el guitarrista Sebastián Castro (Criollo, 2016) y una protagónica participación en Absinthe, del guitarrista Dominic Miller (editado en 2018 por el sello alemán ECM), su reciente Evocación del carnaval es la summa de su estilo personal: una música única, aérea en todos los sentidos posibles. 

Es posible que las fronteras (de clase y generacionales, sobre todo) sean demasiado difíciles de atravesar para aquellos oyentes que piensan en el trap y las diversas encarnaciones del rap callejero como la encarnación sonora del mal. Tal vez, para muchos –y para otros muchos no, desde ya–, la dicción casi sin consonantes resulte demasiado. Una letra como la de “Culpa” (...“No sé cómo hacer, eh/ La vida me late y busco lo primero que sacie mi sed, eh/ Pregunto a los dioses si merezco el don de volvеr a nacer, eh/ Sigo en еspirales que no diferencian dolor de placer/ Cuando quieras, volvé/ Ya no quieras volver ...”), con su invocación homérica y la explicitación de la contradicción en el deseo, todo eso superpuesto a una especie de obsesiva chacarera y la fantástica intervención de Mollo en el final, alcanzarían para situar a Wos en un lugar especial de la producción musical argentina actual. Oscuro éxtasis transita por el cruce de tradiciones culturales fuertes. Pero, a diferencia de los culteranismos del “nuevo folklore” de los 60s y 70s, no mira lo popular auténtico con indulgencia de turista tolerante sino que es desde allí que se cruza a la experimentación sonora y a las preguntas sin respuesta de la alta literatura.

En tren de preguntas sin respuesta algunas de las más interesantes fueron planteadas por un compositor estadounidense nacido en 1874 y muerto 80 años después, que dedicó gran parte de su vida a vender seguros. Su “Pregunta sin respuesta” –una trompeta solitaria a la que (no) responden cuatro flautas, contra unas cuerdas casi estáticas– bien podría considerarse la fuente de la música compuesta por Jerry Goldsmith para el film Alien. Y sus cuatro sinfonías, ignoradas en su época, son posiblemente el monumento más perfecto a la monstruosidad (alienígena) concebida como una de las bellas artes. La última de ellas, escrita entre 1910 y 1916 y estrenada recién en 1965, con su sobreimposición de himnos religiosos y una clase de densidad y libertad estilística que acabarían, mucho después, llamándose modernidad, es sin duda el cenit de ese conjunto y durante mucho tiempo se sostuvo que no podía ser conducida por un solo director. Gustavo Dudamel, por supuesto, lo hace, y ofrece, junto con la Sinfónica de Los Angeles, una interpretación ejemplar de las cuatro. 

Se habla de la provocación en el arte. Y la palabra, entendida en su doble significado, como agitación y golpe al sentido común y los esquemas cristalizados pero, también, como potencia, bien puede servir para hablar de Te, el disco del pianista y compositor Diego Schissi con 19 piezas “provocadas” por “Por”, una de las canciones del álbum Artaud de Luis Alberto Spinetta. Schissi, uno de quienes más (y mejor) ha hecho para seguir pensando al tango como una materia viva, parte de un grupo de tango, el quinteto tal como fue configurado por Astor Piazzolla:  Santiago Segret en bandoneón, Guillermo Rubino en violín, Ismael Grossman en guitarra, Juan Pablo Navarro en contrabajo y el propio compositor en piano–. Y parte, también, de las 47 palabras sin conexión aparente de “Por”. Con mucho de exquisito y nada de cadáver, este ejercicio surrealista se convierte en una aventura musical que acaba dibujando un posible mapa argentino sin necesidad de impostaciones ni altisonancias. Si en Spinetta los aires del tango –su melancolía, cierto tipo de melodías de grandes arcos y recorridos– ya formaban parte del ADN, aquí, en una especie de viaje de ida y vuelta, resignifican su mundo y, a la vez, al ser atravesados por él, configuran una música tan bella como sorprendente.

Songwrights Apothecary Lab, el último disco de la compositora, contrabajista y cantante Esperanza Spalding, es un álbum –posiblemente el más imaginativo de todos– surgido de la pandemia. Sus fórmulas son canciones y buscan dos cosas: maneras de lograr la creación colectiva en tiempos de plagas y reclusión y una cierta posibilidad de curación, tanto para el creador como para el oyente. Con diversos colaboradores, entre ellos el notable pianista argentino Leo Genovese, que también participa en otro gran disco del año, Silencio Ensordecedor, de Juan Bayón, Spalding crea un espacio donde todo puede suceder y donde los límites de la canción, el pop o el jazz quedan irremediablemente pequeños. 

Las conexiones entre el Manifiesto antropófago, publicado por el poeta brasileño Oswald de Andrade en 1928, y el pensamiento –y la obra– de Caetano Veloso han sido abundantemente transitadas. Lo cierto es que su magnífico –y sorprendente en más de un sentido– último disco, Meu Coco,  es la explicitación más exacta de ese canibalismo creativo donde seu coco, esa cabeza privilegiada, es el caldero en que las fuentes más diversas se cuecen. La vuelta de Jacques Morelenbaum como arreglador en alguna de las piezas, las relecturas –más que las citas– de la música popular brasileña de la segunda mitad del siglo pasado, de la bossa nova al tropicalismo, y un eclecticismo que cuaja con abrumadora coherencia (todo lo de Caetano es, indefectiblemente, Caetano) ofrecen un disco inocultablemente joven (curioso, experimentador, honesto) de un creador de 78 años que, además –milagro de milagros– conserva la voz cristalina y la seducción pura de siempre.

El triple concierto de Ludwig Van Beethoven es una obra bellísima y de considerables dificultades de ejecución, no tanto por las demandas de virtuosismo solista (que las tiene) como por el equilibrio casi imposible entre grandiosidad y espíritu camarístico, de conversación íntima entre el violín, el cello y el piano por un lado, y entre ellos –el trío clásico– y la orquesta. La interpretación de Isabelle Faust en violín, Jean-Guihen Queyras en cello y Alexander Melnikov junto con la Orquesta Barroca de Freiburg, con dirección de Pablo Heras-Casado consigue esa sensación de intimidad que no cede ni siquiera en los pasajes en que la orquesta resulta arrolladora. Los tres solistas, además de estar cada uno de ellos entre los mejores instrumentistas de la actualidad, tocan frecuentemente como trío y así aparecen en la otra obra del disco, la transcripción para violín, cello y piano de la Sinfonía Nº 2 de Beethoven realizada por Ferdinand Ries a pedido del propio autor. Sus instrumentos son originales del siglo XVII y XVIII con encordados de tripa –un violín Stradivari de 1704, un violoncello Cappa de 1696 y un fortepiano Lagrassa de 1815– y la orquesta, además de contar también con originales o reproducciones fieles, se ajusta a las dimensiones y distribución espacial de la época de Beethoven –7 primeros violines, seis segundos, 4 violas, 3 cellos, 2 contrabajos, una flauta, dos oboes, dos clarinetes, dos fagotes, dos cornos, dos trompetas y timbales–. Todo ello colabora con la excepcional sensación de cercanía afectiva  lograda por los intérpretes. Cercanía doblemente asombrosa si se tiene en cuenta que esta grabación, una de las primeras realizadas durante la pandemia, siguió estrictamente los protocolos sanitarios y cada músico estuvo situado a varios metros de sus compañeros más inmediatos.

Si sólo se tratara de escuchar una de las voces más bellas del momento ya habría motivos más que suficientes para prestarle atención a Arooj Aftab. Vulture Prince es el tercer disco de esta paquistaní radicada en Brooklyn y ya desde el arpa envolvente, la corpórea puntuación del contrabajo y los vuelos del violín, que se suman a sus inflexiones pobladas de microtonalismo en “Baghon Main”, se trazan las coordenadas de un disco magnífico en el que coexisten las tradiciones de su tierra natal, ciertas estructuras y el espíritu improvisatorio del jazz y algo de las corrientes repetitivas de la música académica estadounidense. 

La irrupción de Pat Metheny en el mundo del jazz, hace ya más de cuarenta años, no sólo significó una nueva clase de virtuosismo y un estilo en que el pensamiento melódico no se rendía jamás ante la velocidad o las dificultades armónicas (que en su caso parecían no existir) sino que, sobre todo, incorporó al campo de la improvisación todo un espectro nuevo. El country y el folk (y los rasguidos típicos de estos géneros) pero también una intrincada red entre improvisación y escritura –y de tránsito fluido entre ellas– que, entre sus virtudes más importantes cuenta con ser extremadamente compleja de componer y de tocar y sumamente fácil de escuchar. Side-Eye, grabado en vivo en septiembre de 2019, conjuga, además, dos de las caras principales del guitarrista, su lado más pop –o más “americano”– asociado con aquellos grupos en que Lyle Mays tocaba los teclados, y su perfil más puramente jazzístico. Con un trío que conforman, junto con él, el tecladista James Francies y el excelente baterista Marcus Gilmore, presenta, en estado de gracia, composiciones nuevas y relecturas de materiales venerables como el fundante “Bright Size Life”.

Bonus tracks:

Otros discos notables de 2021, que escapan a la arbitraria decena autoimpuesta:

Xalam, del israelí Ben Aylon, un estudioso de las músicas del centro africano que con pasión y rigor de musicólogo y creatividad de artista realizó un hermoso retrato sonoro de ese continente.

Venturosa, de Gustavo Mozzi, con su portentoso ejercicio de la tristeza en lo festivo y su culto a la melancolía de murgas, milongas y candombes, desarrollado con preciosismo de orfebre en las orquestaciones y un grupo de notables que incluye a Mariano Rey en clarinete, Lautaro Greco en bandoneón, Damián Bolotín y Pablo Agri en violines y Pipi Piazzolla en batería.

Black to the Future, de Sons of Kemet, el grupo liderado por Shabaka Hutchings en el que cabe casi todo. El multiculturalismo de la escena del jazz londinense es el caldo en que maceran las poesías de afirmación africanista, el homenaje a New Orleans y el bajo con propulsión a tuba y hasta, por allí, algo de cumbia.

Floating Points, de Pharoah Sanders, el legendario saxofonista que estuvo entre quienes asociaron, desde el universo de las luchas de los afronorteamericanos por sus derechos civiles, revolución política con revolución musical y que hoy, tocando aún como los dioses, navega junto con la Sinfónica de Londres, por un paisaje de rara belleza.

Cavalcade, de Black Midi. En el posible punto de encuentro de King Crimson, Family, un sentido teatral –o espectacular– de la música y algo de la vieja Mahavishnu, un grupo inglés bastante inclasificable. 

Saudade, de Ziboukle Martinaityte. La obra de una de las compositoras actuales más interesantes, la lituana radicada en Nueva York Ziboukle Martinaityte, y sus vastos horizontes casi estáticos en finísimas versiones de la Sinfónica Nacional de Lituania. 

Y algunas reediciones.

Aníbal Troilo 1957-1959; Jacques Brel au Public 1961. Olympia & Club Domino; Eduardo Falú en París; Miles Davis Quintet. Complete Recordings Live at Olympia 1960 y Oscar Peterson. May 1965, Münchner Jazztage tienen algo en común. Fueron restaurados –ellos eligen esa palabra y no remasterización– por la virtuosa dupla conformada por Roberto Sarfati y Diego Vila para Lantower, un milagroso sello argentino. En todos sus trabajos –la página del sello posee el listado completo– prima el respeto por la estética sonora original de los discos. “No restauramos audio. Restauramos música”, reza el lema que preside la página y donde, además, pueden encontrarse las obras de Alberto Muñoz –entre ellas el último Puente de las tetas–, los Tangos de cámara de Susanna Moncayo y Diego Vila y el tan delirante como gauchesco Delirio Gaucho de Alejandra Radano con Los primos Gabino.

DF