Cuando la historia del arte cruza miseria, belleza y mitología del proletariado

El realismo socialista fue una corriente artística oficial en la Unión Soviética que tenía como objetivo representar la realidad de forma idealizada y exaltar las virtudes del socialismo. Se caracterizaba por una representación figurativa, formalmente realista, pero con temáticas artificiales y al servicio de la ideología oficial. Un instrumento de propaganda y educación para moldear la conciencia de las masas. Desde el 30 de abril y hasta el 29 de junio en las salas del Palacio Errázuriz, sede del Museo Nacional de Arte Decorativo, se presenta Vecino – Versalles, la nueva exhibición individual de Nahuel Vecino (Buenos Aires, 1978). El nombre de la muestra hace referencia a la capital del reino de Francia (desde finales del siglo XVII y durante casi todo el siglo XVIII) y en simultaneo al barrio porteño de la comuna 10. “Esa operación ya la había hecho en 2008 en una muestra en el Recoleta que se llamaba Pompeya, donde obviamente aludía a la Pompeya romana y al barrio de Pompeya. Esa tensión y ese desplazamiento es algo que atraviesa toda mi obra, ¿no?”, expresa Vecino y continúa: “De algún modo todo el tiempo hay una pregunta sobre el lugar o el espacio, ya sea un espacio psíquico o un espacio físico, si es realidad o sueño, si es pasado o presente”. Según Patricio Orellana, curador de la muestra, ese realismo socialista es el fantasma con el cual este conjunto de pinturas se arrogan la tarea de representar al pueblo y a los desposeídos. “En Versalles los tipos de figuración que Nahuel recupera de la tradición son otros, sobre todo la pintura francesa de los siglos XVII y XIX, pero su trabajo sigue teniendo algo de la lógica de los fantasmas. Personajes del pasado que regresan como si hubiera una deuda pendiente con ellos. O como si vinieran en nuestra ayuda para resolver algo”.
El recorrido comienza con pinturas al óleo y al pastel en el interior de un cubo montado en el centro del hall principal, planteando una dialéctica del adentro y el afuera. Una reserva de biosfera para la casa la casa Errázuriz-Alvear, donde todavía se respira el modo en que la aristocracia local supo emular a la europea. Una resolución extraordinaria del diseñador museográfico Iván Rösler para exagerar la lógica de una muestra dentro de otra muestra. O de una clase social dentro de otra. El recurso, considerando la arquitectura del Palacio, también remite a la lógica hacker de infiltrarse en las estructuras para dinamitar todo desde adentro. La tapa de un libro de André Malraux sobre África suma la idea de centro y periferia, tanto como podría imaginarlo el Señor Lanari en el cuento de Germán Rozenmacher. Le siguen una serie de decapitados y una cabeza de bronce, que conectan la dimensión trágica de la Revolución Francesa con el cuadro La muerte acecha en cada esquina, de Antonio Berni, donde un aparente rostro de Lenin pasa por la guillotina y se antepone a la V. De Victoria o de Vendetta. “Yo pienso que en la pintura argentina hay un problema y es que no hay un Borges. Berni sería de algún modo uno de los lugares más altos. Alguien con un oficio muy potente, con un despliegue conceptual y con ciertas referencias que yo amo. Alguien que pudo traducir el arte europeo, que pudo traducir ciertas visiones del arte como un elemento de lucha”, aporta Vecino.
La segunda parte continúa en el comedor, con una serie de retratos con citas que van desde Alfred de Dreux hasta Sergio De Loof, a quien Vecino le rinde homenaje desde el título de la obra. “Para mí él fue como una especie de maestro. La historia del arte y el arte contemporáneo se me presentaban como algo muy contradictorio. Me resultaba muy difícil adaptarme y el me abrió las puertas al juego, a cómo ser un monarca del palacio pobre. Cuando entendí ese humor y ese desparpajo me pareció genial. Fue el modo que yo encontré para hacer un concepto de mi contenido”. Las imágenes nos presentan personajes barriales transformados en seres mitológicos. Ninfas con smartphones como oráculos. Un Zeus linyera emergiendo en el conurbano bonaerense con flores y mariposas. O como extraer dosis de poesía visual en las escenas y personajes de la vida cotidiana. Puede ser Fragonard con Daniel Santoro o De Chirico con Spilimbergo. La tensión entre formas altas y contenidos bajos comprueba que esas dos esferas siempre se contaminan entre sí. Al igual que el humor, la crítica y la contradicción, que conviven delante del espectador que cree haber superado la distinción entre élite intelectual y cinismo comercial. El lujo de la vulgaridad y viceversa. “Yo soy un pintor que conoció la alta cultura europea y la historia del arte a través de fascículos heredados de mi padre, que de algún modo eran baratos, para la clase media. Finalmente yo terminaba soñando el sueño de los grandes pintores y las grandes obras desde un lugar muy alejado, en Sudamérica, en Buenos Aires, donde pude generar esta obra”, señala Vecino.
En Dialéctica de la Ilustración, publicado en 1947, Theodore W. Adorno sostiene que el arte debe conservar su independencia frente a intereses económicos o políticos. Pero un arte autónomo no significa necesariamente alejado de la realidad, sino que es crítico y por eso mismo, potente políticamente. En una época donde la subjetividad se moldea con flujos de información electrónica como experiencia visual, estos retratos van en el sentido inverso y recurren a la tradición pictórica barroca para transformar la trivialidad en un hecho sublime. Los grandes pintores glorifican lo marginal. En el Jardín de Invierno (la tercera sección) encontramos una instalación titulada Suite algorítmica, que nos trae al presente con un cuerpo humano envuelto cual cadáver. Suponemos que alguien murió leyendo la revista Art Now mientras unos manuscritos avanzan con titulares en un scroll analógico de Instagram. “Habla un poco sobre las fantasías contemporáneas de crear paraísos artificiales, que son nuestros entornos tecnológicos y que nos dejan un poco secuestrados a merced de esos sentimientos paralizantes como el FOMO, el miedo a quedar afuera”, agrega Orellana. O la tragedia social entendida en clave Truman Capote vs. The Swans.
Hacia el final, nuevamente un cubo. Esta vez con los azulejos portugueses característicos de Vecino, rodeados de sanguinas cargadas de sexo, violencia y romanticismo. Los textos señalan como referencia El Desprecio (1963), la forma en que Jean-Luc Godard planteaba las relaciones entre poder, trabajo intelectual y mercantilización del arte. Podría ser Goya haciendo el cover de Goo o Raymond Pettibon haciendo el 3 de mayo de 1808 en Madrid. El espectro del cross over es amplio. “Esta muestra se gestó en relación a ciertas pinturas que yo estaba haciendo en un diálogo muy fluido con pintores de mi devoción. Como Camille Corot, Édouard Manet o Paul Cezanne. Pintores que vivían esa bohemia y que hicieron el salón de los rechazados frente a la gran academia francesa. Hoy claramente el arte contemporáneo no dignifica el saber. Y yo fui formando en esa dimensión, o con ese tipo de sensibilidad y me veo a mí mismo como una especie de rechazado de ese gran arte académico contemporáneo. Lo que hicimos en el hall central es un pequeño salón de los rechazados. O de este rechazado, que es como me veo a mí mismo”, explica Vecino sobre esta propuesta que imagina nuevas jerarquías del arte y de la sociedad para recordarnos que vivimos en una cultura donde los signos se mezclan, se contradicen y se reapropian para construir nuevos signos y que todo siga funcionando.
“Después de más de dos décadas trabajando junto a artistas, galerías, museos, instituciones culturales y ferias de arte, producir de manera integral una exhibición era un paso natural y estratégico. Versalles representa ese salto: una apuesta por propuestas de alto impacto visual y conceptual, enmarcadas en instituciones de relevancia patrimonial y simbólica”, señala Micaela Carlino de Grupo Mass, co-productora de la muestra junto a Facundo Garayalde. “También queríamos abrir el juego a públicos más amplios, activar el museo con una propuesta contemporánea y consolidar nuestra capacidad para producir contenidos culturales de calidad”, agrega.
Para Malraux, el socialismo encarnaba la posibilidad de una justicia social y de una dignidad para los desposeídos, pero también advirtió el riesgo de que, en su forma burocrática y autoritaria, se convirtiera en un dogma que asfixiara al individuo y en particular a la libertad creadora del artista. A diferencia de las vanguardias experimentales, que eran percibidas como elitistas, el realismo socialista proponía una imagen clara, monumental y heroica de la clase trabajadora, pero siempre subordinados a los líderes. En estas obras, la simbología del partido es reemplazada por el universo mágico del proletariado, con envases tetra brick como joyas que redefinen la línea que separa lo exclusivo de lo inclusivo. El propio artista lo dice con sus palabras: “Yo siento que en este juego voy como tensionando la realidad. El pasado, el presente, la historia del arte o el arte contemporáneo. De algún modo el sueño o la vigilia. Toda la narrativa de la obra parece ser una historia y como toda historia es un poco épica. Es una historia interior también, donde la miseria de un cartonero puede ser la miseria de todos”.
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