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IDEA FIJA

Lo que no se entiende

Adrián Suar, Martha Legrand, Federico Bal. 50 personalidades se sumaron a la campaña impulsada por Argentinos por la Educación.

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“Que entiendan lo que lean”, dice la consigna. Cincuenta figuras públicas la llevan escrita en remeras como parte de la Campaña Nacional por la Alfabetización impulsada por Argentinos por la Educación junto a otras doscientas organizaciones civiles. La idea es visibilizar una situación educativa crítica que se hizo especialmente evidente el mes pasado con la publicación de los resultados de la prueba Aprender Alfabetización 2024.

El test, difundido por la Secretaría de Educación de la Nación, muestra que el 45% de los estudiantes de tercer grado no comprende textos acordes a su edad y que casi el 20% de los chicos de sectores vulnerables ni siquiera sabe leer. Dos datos que, cruzados con otras evaluaciones regionales, dejan a la Argentina en una posición de retroceso respecto de buena parte de los países de América Latina.

En ese contexto apareció la campaña, que convocó a cincuenta figuras entre las que no hay —salvo por el caso de Reynaldo Sietecase— un solo escritor. Una sola persona que piense, trabaje, padezca, interrogue y ponga el lenguaje escrito en circulación, tanto en el plano simbólico como en el monetario. En una suerte de reversión del “billetera mata galán”, se eligió la visibilidad por sobre el sentido. Se apostó a celebridades que, con la mejor de las intenciones —el problema no son ellas—, promocionan productos con la misma destreza con la que, ahora, promueven la idea de que la lectura en la infancia y la adolescencia es un terreno a defender.

“Que entiendan lo que lean” funciona como consigna, siempre y cuando no se desgrane el slogan que los famosos se ponen a la altura del pecho. Como si la incomprensión lectora fuera un desperfecto infantil o una falla de fábrica provocada por la inteligencia artificial —el gran villano de moda— la campaña, tal como está presentada, deja por fuera dos factores que se me hacen centrales.

El primero, creo, es el bombardeo sin lenguaje que impone el scrolleo permanente por los videítos y pseudoacontecimientos en redes sociales y que impide que una persona —no hablo solo de los niños— quede confrontada a la posibilidad del silencio, la mayor condición de posibilidad para que surjan la escritura y la lectura: dos caras de una misma y adorable criatura.

El segundo factor es la relación torpe, deteriorada y vacua que los adultos tenemos con el lenguaje y la producción escrita, y que se derrama sobre las cabezas de niños y niñas que luego, se supone, debieran sentarse a leer.

Me refiero a cosas como estas.

En febrero de este año, en una entrevista para La Nación, el secretario de Cultura de la Nación, Leonardo Cifelli, no pudo recomendar un solo libro. Cuando le preguntaron por su “dieta cultural”, mencionó una obra de teatro, una serie, un recital, una muestra de danzas y una de artes plásticas, pero de literatura no pudo decir nada a pesar de que sus asesores se desvivían por hacerle decir “Murakami”.

Juliana Santillán, diputada de La Libertad Avanza, estuvo en los medios esta semana por citar mal un dato del Indec: en un error de lectura —problemático tanto si es voluntario como si no lo es— dijo que la canasta básica era de $360.000, cuando en realidad ese número corresponde al monto individual para no ser pobre. Esa gaffe permitió conocer más a fondo el glosario de Santillán, quien escribe “cluaca” en vez de “cloaca” y etcétera.

Javier Milei suele citar papers que no leyó y publicó un libro con párrafos copiados de artículos ajenos. El salteño Alfredo Olmedo reconoció, mientras era diputado nacional, no haber leído nunca completa la Constitución. Aníbal Fernández hizo una lectura delirante de las mediciones internacionales y dijo que en Argentina había menos pobres que en Alemania.

Sandra Mendoza, senadora del Frente de Todos, habló en el Congreso de la “espada de Domacle” (por Damocles) y dijo que había que “afrentar el peligro”, cuando quiso decir “afrontar”. Daniel Scioli, en campaña, criticó a Sturzenegger por no aparecer junto a Macri, pero lo hizo usando otro apellido: Schwarzenegger. Alberto Fernández confundió la revista La Garganta Poderosa con la película porno Garganta Profunda, y en otro acto aseguró que, “como escribió alguna vez Octavio Paz, los mexicanos salieron de los indios, los brasileños de la selva y nosotros de los barcos que venían de Europa”: una cita que ni siquiera era de Paz: era de Lito Nebbia.

A eso se suman las fake news, los posteos automáticos, las frases sin autor y los golpes de efecto que no resisten una segunda lectura: un nivel de empaste y saturación que llevó al sitio Chequeado.com a crear una categoría específica: “Falso en las redes”.

Entonces, y retomando: por supuesto que es un problema que los chicos no lean. Pero resulta extraño plantearlo a través de un slogan que ubica la dificultad lectora en un país lejano y conveniente: el de los niños y la escuela. Mientras tanto, en el otro país que tenemos afuera, hay escritores y escritoras que esperan seis meses para cobrar las regalías de sus libros, periodistas que ganan miserias por escribir y chequear lo que escriben, medios que publican notas generadas por ChatGPT que nadie edita, y —lo dicho— funcionarios con altos niveles de decisión pública que no nos ahorran sus torpezas, sino todo lo contrario: nos arrastran con ellas.

Por eso, en vez de reclamar que los chicos “entiendan lo que lean”, iría un poco más atrás, sacaría tremendo peso de las espaldas docentes, y pediría que entiendan lo que viven. Una demanda que, ahora sí, nos pone a todos en problemas: condición indispensable para que algo, alguna vez, empiece a moverse.

JL/DTC

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