Crac

48 horas antes
El próximo sábado mi padre vendrá al país. No nos vemos desde hace diez años y dejó de hablarme hace ocho. Me enteré del viaje por su madre, mi abuela, quien hace unas horas me lo dijo por teléfono. Su llamada entró poco después de que me rompiera el pie izquierdo en mi clase de danzas. La atendí en el auto, mientras intentaba conducir con el derecho.
—Josita, ¡viene tu padre! ¡El sábado!
Su tono no era festivo. Hablaba como si viera un tornado en el horizonte. No supe qué responder. Me dolía demasiado el pie. Unos minutos atrás bailaba con la cabeza vacía y ahora tenía dos problemas nuevos compitiendo por el primer puesto.
No entiendo qué hice para lastimarme. Fue algo tonto que terminó con un crac. Llegué al auto con ayuda de mis compañeros y me fui escuchando “Breathe”, el tema de Pink Floyd que había dejado puesto y que volvió a activarse cuando encendí el motor.
Después vino la comunicación. Desde temprano tenía llamadas perdidas de mi abuela. En general me busca porque me extraña, pero su insistencia era señal de que quizás había una urgencia. La atendí. Dijo lo de mi padre.
—Me enteré así, de repente. Parece que sacó el pasaje hace unos días. Carísimo lo pagó.
Se hizo un silencio. La clase de vacíos que no pueden ser tapados por nada que venga de otra parte. Igual hice mi intento:
—Creo que me quebré un pie.
Mi abuela se preocupó, hizo preguntas, le respondí lo que pude. Pero lentamente volvimos al tema original:
—No sé qué hacer con tu padre, Josita. Pero algo voy a hacer, te lo prometo.
Como todas las familias, esta también tiene disgustos. Y parece que el mayor de todos lo provoqué yo. En febrero de 2019 publiqué un texto sobre la relación con mi padre, quien vive en Europa desde que, en 1978, se fue de Argentina como exiliado político.
Hacía tres años que él no me hablaba sin que yo entendiera bien por qué, y mi incapacidad para encararlo y preguntarle eso, por qué, me había llevado a pensar que el problema tenía una profundidad tectónica a la que no se podía llegar mediante una conversación.
Urgida por comprender al menos algo, escribí una crónica. Podría haberlo analizado con un terapeuta o haber hecho mis exploraciones en silencio, pero escribí y publiqué tomada por una lógica sobre la que todavía me hago preguntas y de la que solo sé una cosa: cuando me desoriento, escribo. No conozco otra manera de condensar el vapor en el que flotan, todavía sin lenguaje, la vida y sus infinitos misterios.
Y después publico lo que escribo, eso sí. Nadie escribe para sí mismo.
El texto ahondaba en algo que todavía me perturba. A lo largo del tiempo, la relación con mi padre se había ido extinguiendo como una estrella que se apaga y deja un agujero negro en el espacio. Yo le hablaba poco. Y él apenas llamaba en los cumpleaños para saludarnos a mí —su única hija— o a mi hijo —su único nieto— con una incomodidad notoria que anunciaba el fin inmediato de la comunicación.
La última vez que conversamos duramos poco más de un minuto. Era el invierno de 2016 y yo estaba en la playa. Hacía frío pero había sol. Cuando sonó el teléfono, yo caminaba descalza y mi marido trotaba a lo lejos. Atendí. La presencia de mi padre se abrió paso entre el ruido del viento. Me dijo feliz cumpleaños, le agradecí, le conté dónde estaba, respondió algo breve, nos despedimos.
Nunca más volví a escuchar su voz.
Dos años después, en septiembre de 2018, llegó un mail titulado “Tu padre”. El remitente era Juan Cruz Ruiz, uno de los fundadores del diario español El País. Solíamos escribirnos por temas de trabajo, pero esta vez el asunto era otro. “Desayunando en Pozuelo me saludó una señora. Y luego un señor —decía el mensaje—. ¡El señor Licitra! Tu padre tiene una bella sonrisa. ¡Besos!”.
Pozuelo es un municipio de la Comunidad de Madrid, el lugar donde mi padre vive desde la década del 70. La señora de la que habla Juan Cruz es la mujer de mi padre. Ambos conocen a Juan Cruz porque lo leen en el diario; seguramente hayan sido ellos quienes se acercaron a saludarlo invocando el nombre de una persona —yo— a la que ya no le hablaban. Pero por fuera de eso, cuando recibí ese mail no pude deducir otra cosa.
“Querido Juan Cruz —respondí—, no tengo noticias de mi padre desde hace unos años y por razones que son una incógnita. Simplemente un día dejó de llamar. Muchos destacan su semblante afable. Yo no sé qué decir. Pienso en los ‘desaparecidos que en realidad están en Europa’, esa frase espantosa que se repitió durante la dictadura y que en el caso de mi padre es terriblemente actual —y cierta—. Algún día escribiré algo de todo esto. Te mando un abrazo enorme”.
A los cinco meses publiqué el texto en Piauí, una revista brasileña a cuyo contenido, en portugués, solo se accede en papel y mediante suscripción. Elegí ese medio por su calidad y porque no quería que la crónica estuviera disponible en la web y llegara a mi padre ni a nadie que pudiera conocerlo.
Era un material delicado. Reconstruía una parte de la historia familiar y hablaba de cómo la distancia engendra un silencio abrasivo, capaz de erosionar lazos que, culturalmente, están pensados para resistir casi todo. “¿Cuándo empezó a irse mi padre? —escribí— ¿En qué casillero de la historia entran las familias como la mía, que quedaron pervertidas por el terrorismo de Estado pero no tienen un muerto, una foto en blanco y negro que reciba los honores del héroe? ¿En qué cueva de significados está nuestro pasado en común? ¿Cuándo y por qué mi padre dejó de quererme?”.
Mi padre supo de esa nota al instante.
Quizás tenía un Google Alert con mi nombre —esa es, hasta el momento, la única explicación que encuentro—, así que accedió al magro contenido disponible libremente: el título, “Señor Licitra”; los primeros dos párrafos del texto —que hablaban de Juan Cruz Ruiz— y la llamada en tapa: “Historia de un abandono”. Una línea que pensó algún editor —no la puse yo— y que abrió la caja de Pandora familiar.
—Tu padre no te abandonó. Adiós —dijo mi abuela unas semanas más tarde, cuando la llamé por su cumpleaños. Después me cortó.
Mi estrategia de publicación furtiva había sido, claramente, un fracaso. Tanto mi padre como la rama paterna de la familia me habían dejado de hablar. Con el paso de los años retomaría el trato con mi abuela, pero en términos generales, sobre todo en el primer tiempo, lo único que me quedó de mi padre fueron “cosas”. Las cartas que me envió en la infancia, las fotos que nos tomaron, objetos.
Mientras intentaba adaptarme a ese silencio, empezó la pandemia. A principios de 2020, el covid se expandió por Europa y empezaron a llegar noticias e imágenes de un continente inmerso en un vacío apocalíptico. Las carreteras y calles estaban despobladas, los centros urbanos eran maquetas sin vida. Desde América Latina, donde el virus se expandió después que en Europa, mirábamos la televisión como si ahí estuviera el tráiler de la distopía que nos esperaba.
Volví a pensar en mi padre de manera recurrente. Aún no había vacunas y el terror a que uno de los dos muriera a 15 mil kilómetros de distancia me llevó a recalibrar mis mecanismos de duelo y buscar señales de su existencia. Su empresa debía estar en crisis. Su cuerpo también. No tanto por la edad que tiene —me lleva veintiún años— como por la prohibición de salir a correr: esa quietud lo debía estar matando.
Desde que soy chica mi padre corre a diario. En su mejor momento, cuando tenía entrenador y competía —incluso sin ser un deportista profesional—, lo hacía dos veces en una misma jornada, aun cuando eso supusiera volver de trabajar a las doce de la noche e ir a correr de madrugada. Eso veía yo en mi infancia, cuando lo visitaba en el verano argentino, que es el invierno de allá. Mi padre llegaba de la empresa tarde, se cambiaba y se iba en auto a la Casa de Campo: un parque descomunal al que yo no lo acompañaba porque no podía seguirle el ritmo y porque no me gustaba correr.
Ahora me gusta. Los años pasan y miro con sorpresa, como si fueran lunares que salen de un día para otro, las conductas y obsesiones que me unen a mi padre más allá de todo lo demás que nos separa.
En nombre de eso que nos acerca, le escribí un correo. “Siento que fueron muy duros conmigo, papá. Para mí, lo que escribí es un texto muy triste sobre tu distancia. Así y todo, te pido disculpas. El mundo es un horror y no quisiera sumarle la incertidumbre de no saber cómo estás, el dolor de no poder acompañarnos de la forma que sea y la tristeza que me da, también, que no preguntes cómo estamos nosotros. No es un reproche: es un estado de cosas. Ojalá podamos cambiarlo.
Todavía está en Facebook la foto tuya con Joaquín sobre tus hombros. Ahora Joaco es un muchacho, mide más que yo, es una buena persona. Y está encerrado en casa, en plena adolescencia combativa, como todos sus amigos y compañeros. Y le digo siempre que la forma de atravesar esto es ser todo lo buenos que podamos ser. Acompañarnos, no pelear, querernos, ayudar a que las cosas sean menos difíciles. Y si se lo digo a Joa, ¿cómo no me lo voy a decir a mí? Y cómo no decírtelo a vos también.
Ojalá quieras escribirme.
Te mando un abrazo“.
Apreté send y esperé.
Esperé.
Esperé.
A los tres días llegó su respuesta: la primera aparición de mi padre en años.
“El artículo que escribiste es inaceptable —leí—. Mis intimidades, ciertas o falsas, no tienen por qué ser objeto de tratamiento literario y aparecer en un medio de comunicación, ya sea en Argentina o en la China. Se trató de un misil bajo la línea de flotación en toda regla, que dinamitó lo que quedaba de nuestra relación.
Por lo demás, espero que vos y Joaquín sigan bien. Son jóvenes y no forman parte de grupos de riesgo. Si se cuidan y no cometen ninguna imprudencia, superarán este obstáculo“. Fin.
Como esos villanos que arrojan rayos de hielo y dejan a su víctima encerrada en un témpano, mi padre me tiró con algo que me paralizó. No pude volver a escribir. Entre 2020 y 2022 me comprometí con textos que no entregué —nunca me había pasado algo así— y me volqué al desarrollo de películas y series: una tarea fascinante que, si bien da cierto lugar a la mirada autoral, alimenta un engranaje infinitamente mayor en el que las ideas y la luz poética —si existen— son de todos y de nadie a la vez.
También me dediqué a hacer yoga, leer, cuidar mi jardín, jugar con mi perro, estar con mi marido, acompañar a mi hijo en su entrada escarpada en la adolescencia y tomar clases de danzas, urgida por dar con un lenguaje que pudiera prescindir de la palabra que yo ya no tenía. “Bailar —dijo una vez mi profesora, Margarita Molfino— es explorar el contacto entre el cuerpo y lo invisible. La danza puede ser una forma de poesía. Una forma de ejercer la no-palabra”.
¿Volvería a escribir? Temía convertirme en eso que Enrique Vila-Matas definió como “los escritores del no”. Autores que, por cansancio precoz, por falta de ideas, por miedo al fracaso o porque tenían demasiadas ganas de pasear, beber y contemplar —es el caso de Oscar Wilde— abandonaron la escritura como quien deja los lácteos o se muda de barrio.
Perturbada por esa posibilidad, dejé como dispositivo de rescate un acuerdo: firmé para publicar este libro. Puse un reloj en cuenta regresiva con la convicción de que, si había una chance de que yo recuperara mi voz, estaba en el acto mismo de burlar la sanción que había caído sobre ella.

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