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SOY GORDA (ESEGÉ)

La biblioteca, los libros y las canciones que no queremos bailar más

Miguel Grinberg

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El 6 de junio de 2017, ocho años y un día atrás, contraté a una joven que recién había egresado de la carrera de Artes de Escritura, en la UNA, para que me ayudara a ordenar la biblioteca de casa.

La biblioteca es negra y enorme, ocupa una de las paredes de un living de cinco metros por cuatro, en la que hay (grosso modo) unos 3 mil libros. Algunos son clásicos, como las obras completas de William Shakespeare y de Jorge Luis Borges. Otros los tradujo mi abuelo, quien comprendía y hablaba idiomas como el alemán, el italiano, el idish y el francés, entre otros. Novelas de aventuras y de amor, ensayos sobre el capitalismo neoliberal, biografías y autobiografías como las de Ingmar Bergman, Federico Fellini, Marcello Mastroianni y Liv Ullman. Libros sobre cine, claro, política, filosofía y teatro. Dos volúmenes rojos del Centro Editor con cuentos europeos de diferentes épocas que me regaló mi novio de los 17 años y aún conservo, otros de historia argentina contemporánea y muchos etcéteras, etcéteras y etcéteras.

¿Cómo organizarlos?, pensé entonces. Lo hablamos con Agustina Espansandín, mi colaboradora en la tarea, y decidimos categorizar el material de papel (amo el perfume de las hojas impresas, me duele la humedad) siguiendo una división antojadiza aunque alfabética, según géneros y países de origen.

Así, en Antropología Argentina, aparecen los títulos de Eduardo Archetti. Por ejemplo: Masculinidades Fútbol, Tango Y Polo En Argentina; en Poesía griega, La Ilíada, con ilustraciones de José Maltz, en una versión compendiada por Lauro Palma (¿será un tocayo?) y luego, claro, La Odisea, ambas de Editorial Atlántida. “La Ilíada es una especie de coreografía bélica maravillosa”, me dijo entonces la poeta y docente Bea Lunazzi, quien recomendaba además la magistral La muerte de Virgilio, de Hermann Broch. “La Ilíada es una Odisea”, bromeó el pintor entrerriano Julio Lavallén y preguntó: ¿Es la de Homero... Simpson?

Repasando los libros de la biblioteca recuerdo a mi colega Ernesto Horvath, quien en las horas muertas de la redacción de La Razón vespertina leía Ulises, de James Joyce, junto con las andanzas de Odiseo por los mares poblados de sirenas. Entonces, le llevé los diccionarios de mitología griega que compré cuando estudiaba Historia, en la antigua facultad de Filo, de Marcelo T. De Alvear y Uriburu. Contienen las vidas y características de todos los integrantes del Olimpo, valió la pena la inversión y la inmersión de Ernesto.

Es que una biblioteca es mucho más que un mueble, lleno o no, de libros. Es un recorrido por la propia biografía, cada título evoca el momento en que lo leímos, en qué andábamos cuando abríamos o cerrábamos sus tapas, con quien vivíamos, en qué casa estábamos, si el colchón de la cama era duro o blando, si estábamos acompañados por alguien que roncaba, o si descansábamos en una reposera de un balneario de Santa Teresita o del Caribe.

La relación con la biblio me retrotrae a la relación problemática con mi abuelo materno, Aarón, a quien no pude conocer porque murió cuando yo era una nena, en una clínica psiquiátrica cordobesa, en el cerro Las Rosas. Sin embargo, siempre me sentí unida a él, incluso en los tiempos de mudez porque no se podía hablar de él, parecía peligroso. Sus libros estaban en la casa de mi familia de origen. Traducciones que él mismo había realizado, sobre todo de Baruch Spinoza y de Martin Buber. Yo los alcanzaba subiéndome a un banquito para pasarles el plumero, antes de caer desvanecida como si me contagiaran la enfermedad mental del padre de mi madre. Ese acto de limpieza era, durante mi adolescencia, la forma extraña de entrelazarme con él, de quien había heredado el oficio de periodista.

Ayer, en la biblioteca de casa, encontré una revista entre tantas, que llamó mi atención: es el número 5 de Mutantia, zona de lucidez implacable, dirigida por Miguel Grinberg, con una contratapa ilustrada que cita a Marcel Proust (1871-1922): “La travesía real del descubrimiento no consiste en buscar paisajes nuevos sino en poseer nuevos ojos...” Mutantia, escribe Grinberg en su publicación bimestral, “ha elegido ser parte del oficio de crear, no obstante el aluvión de las noticias multipropaladas por los mercaderes del odio”.

El poeta y periodista, pionero de la ecología local e introductor de la Beat Generation en nuestro país advierte que, si los programas de reeducación y educación para la plenitud se pusieran en práctica de modo masivo “cada país embarcado en tal labor acabaría en menos de una década con todas sus lacras y contribuiría valiosamente a una transformación crucial de la vida humana en este planeta.”

Parece una utopía, no ha habido lugar aún para esas formas de existencia inéditas, aunque si somos capaces de imaginarlas... podemos ser capaces de crearlas. “Hay personas dispersas, de nódulos crecientes, de redes invisibles, con un poder que encuentra su genuina y paciente vibración en jóvenes no aptos para el fracaso y en otros maduros, pero imbuidos de la misma simiente”.

No hablamos del fracaso como contraparte del éxito económico al que el orden actual nos empuja mentirosamente. No de esa libertad para que nos vaya mal, carajo. Hablamos de la unidad de la comunidad, desde la más pequeña -la familia elegida- hasta la de la patria entera. Una patria y un mundo donde no haya nadie menos.

Todavía no está en mi biblioteca el libro que recopile las frases que se estamparon en algunos de los carteles de la última marcha de Ni una menos, frases que reproducen triste e indignadamente canciones populares en el idioma de Latinoamérica:

“Dejate de joder y no te hagas la loca, andate a enjuagar la boca”.

“Vení Raquel, vení con los muchachos, vení Raquel, vení no tengas miedo”.

“Y nuevamente te hago mía”.

“Llevarte a la cama era más fácil que respirar”.

“Yo quiero una mujer como la tele, que hable solo cuando uno quiere”.

“Te vas porque yo quiero que te vayas, a la hora que yo quiera te detengo”.

“Porque quieras o no yo soy tu dueño”.

“No te asombres si una noche entro a tu cuarto y nuevamente te hago mia”.

“Si levanto tu falda me darías el derecho”.

“Quiero una mujer bonita, callada, que no me diga nada”.

“Tu reputación son las primeras seis letras de esa...”.

“Me enteré lo puta que sos”.

No queremos bailar con esas canciones, ni libros ni discos ni radios que las reproduzcan.

Queremos, además, un país con Garrahan y médicos bien pagos, con todos los hospitales necesarios, con docentes para fortalecer el sistema público de educación, con jubilados respetados y con comunicadores que trabajen con libertad, sin amenazas ni chicanas, que puedan disponer de todas las herramientas para acceder a la información. Trabajo digno para todos los periodistas, ¡salud!

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