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Lecturas

Donde brilla el tibio sol

Donde brilla el tibio sol, de Silvina Giaganti, editado por Mansalva.

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El lugar donde nací no existe más

Nací en la Clínica 25 de mayo, que se llamaba así por estar en la calle 25 de mayo, en pleno centro de Avellaneda, una duplicación bastante práctica en una época sin Waze y sin Google Maps. La última vez que estuve sentada en los escalones de ese centro médico fue a los dieciséis o diecisiete, fumando porro con mis amigas y sus novios de ese momento. Uno de ellos se había lastimado el brazo en una pelea callejera y estábamos esperando que su papá, médico de la clínica, le pusiera un cabestrillo a su oveja descarriada. Cuando empecé a escribir este relato me pregunté si seguía existiendo, hace años que no camino por ninguna de las calles transversales a Avenida Mitre. Busqué en el Street View de Google y en esa cuadra ya no hay nada parecido a una clínica. El lugar donde nací no existe más. 

Nací el sábado 29 de mayo de 1976 a las siete de la tarde; la hora la necesité saber con precisión a los veintiocho años – la encontré en la partida de nacimiento guardada en una caja, revolviendo los cajones del placard de mis padres -. Una astróloga, Ariadna se llamaba, me hizo  la carta natal y me dijo tenés el sol en Géminis, la luna en Géminis y el ascendente en Sagitario. Hace un tiempo, Cristina, mi analista con altísimos conocimientos de astrología, repasó la carta y me comentó que en el ascendente tengo metido también un poco a Capricornio, lo que explicaría cierta rigidez, poca flexibilidad y empacamiento. En realidad, también estas características, sumadas a otras que tengo, podrían acercarme un poco al asperger o a algún otro trastorno de la personalidad. Cristina -a pesar de varias charlas que tuvimos sobre esto - insiste en no hacerme etiquetado frontal y me parece bien, su mirada es la única que me funciona. Yo, simplemente, creo que soy de pocas ganas o, mejor dicho, tengo muchas ganas pero de pocas cosas. Una vitalidad limitante. 

Con tantas mudanzas, perdí el cassette de la grabación de lo que me dijo Ariadna sobre mi carta, un TDK 120; de todos modos, tampoco tendría dónde escucharlo. Se me fijaron dos comentarios nomás, uno fue que la casa de la vocación y el trabajo estaba llena de información - y recuerdo que me señaló un montón de símbolos apretados entre dos rayas, que los entendí tan poco como si me hubiera hecho mirar algas de agua a través de un microscopio-. Me sugirió que me tuviera paciencia, que en algún momento yo iba a conocerme más, a saber quién era; y lo otro que no me olvidé fue su recomendación de hacer deporte para que la energía no se me fuera tan a la cabeza. Eso me dijo, tenés que tomarte el deporte como una medicación de por vida. En eso le vengo haciendo caso; mientras que en lo primero me di tanto la cabeza contra la pared para entender quién era, qué era lo que quería y me angustié tanto para saber cómo me las iba a arreglar para encarrilar mi economía, que no reparé en que parte de la fuerza para llegar a ser lo que se es hay que dejar que la haga el tiempo.

Decía que nací en pleno centro de Avellaneda, a tres cuadras y media de Mitre, a seis de la sede de Independiente y a trece –no me acostumbro a llamarlo ni LDA ni Libertadores de América (ni siquiera ahora que le adosaron el nombre de Ricardo Enrique Bochini) - de la Doble Visera. A siete cuadras del ENCA, el colegio donde terminé la secundaria – después de pasar por tres colegios y abandonar dos veces, en primero y en tercer año-; y que paré, entre los quince y los dieciocho, con mis amigas y sus novios barras de Racing a tres cuadras, en un pool de la calle Marconi, un antro en un primer piso donde se jugaba, se socializaba, se compraba y se tomaba lo que se quisiera. Fue ahí donde vi por primera vez a un tipo grande inyectarse merca en la vena. 

No sé cuánto tiempo estuvimos en la clínica 25 de mayo hasta que nos fuimos a casa con mi mamá y con mi papá. Un día, Cristina, después de una sesión imagino que medio dramática, me pidió que intentara hablar con mi mamá sobre el parto, sobre si había habido algún incidente en el momento de parirme, algo disruptivo, especial, una anécdota que volviera específico el momento, porque hacía dos años venía teniendo sistemáticamente el mismo sueño: que estaba muerta. Me despertaba de madrugada con toda la espalda y la nuca mojadas, abría con desesperación la ventana y las celosías y sacaba la cabeza afuera tratando de aspirar todo el aire posible de un saque mientras el corazón me latía con más tensión que las cuerdas del bajo de Simon Gallup en The Hanging Garden. 

Lo otro que no me olvidé fue su recomendación de hacer deporte para que la energía no se me fuera tan a la cabeza. Eso me dijo, 'tenés que tomarte el deporte como una medicación de por vida'.

En cómo nací, agregó Cristina, podría estar la clave de ese sueño insistente. Entonces un día me senté en la cocina de mi mamá, le pregunté por el día en que nací y me dijo que cuando me sacó, el médico pensó que estaba muerta porque el color de la piel era gris ceniza y encima no lloré ni gemí ni nada. Nací muteada. De modo que me agarró de las dos piernas, me puso boca abajo y me mantuve silenciosa hasta que pegué el primer alarido después de la segunda o tercera cachetada en la cola. También me contó que su útero no dilataba bien y que tardé un montón en salir. Me quedé pensando en la cantidad de información que nuestros padres se guardan, esa caja negra que, de poder tener acceso, nos allanaría el camino para entendernos o, tal vez, volvernos más locos.

En general me cuesta llorar, no sé si es que reprimo la tristeza y la permuto por bronca y enojo, o si es algo químico o parte de la estructura familiar. Pero la verdad es que lo que me estuvo pasando en paralelo a esa pesadilla – y que intenté encontrarle la vuelta con cartas natales, yoga, revoluciones solares, terapia dos veces por semana, osteopatía, natación – fue que con mi pareja de ese momento estábamos atravesando una crisis debilitante de la que yo sabía que no íbamos a salir, pero ella creía y quería y manifestaba que sí. Me decía no me importa cómo estemos, yo quiero con vos toda la vida. Y yo me preguntaba, me torturaba, ¿cómo rechazo esta incondicionalidad yo, un perro medio abandonado? Tampoco podía llorar en ese momento, tenía el pecho duro como un fósil. Durante toda esta caída libre del amor que nos teníamos, además de la pesadilla sistemática que conté arriba, se me empezaron a caer mechones enteros de pelo, empecé a tener ataques de pánico en la calle y a oír voces que decían mi nombre. Yo tampoco soportaba la idea de no verla morir o de morir sin ella al lado. 

Un día noté que había algo con lo que podía llorar y aliviar la tensión psíquica. Nunca se lo conté a nadie porque la estrategia me daba y me sigue dando una mezcla de autocompasión berreta y risa pero al mismo tiempo me recuerda que la pasión es un incendio que desfigura todo. Con distancia, la pasión es un insumo de la sátira, caricatura, estereotipo. Sin distancia, mueve la corteza volcánica de la psiquis.

En fin, para descargarme empecé a subir de madrugada al altillo donde estaba mi computadora de escritorio y ponía en YouTube Sangre Roja, el documental que Adrián Caetano hizo para festejar los cien años de Independiente; por ahí pasan las motivaciones que llevaron a sus fundadores a crear el club, los campeonatos ganados en color y en blanco y negro, Erico, Sastre y De la Mata, las copas levantadas, los ídolos más contemporáneos y los  testimonios de directores técnicos, jugadores y dirigentes. Por ejemplo Garnero diciendo que cuando veía a Bochini de afuera no le parecía gran cosa ni algo espectacular, que siempre terminaba haciendo un pase o metiendo un gol con la puntita del botín; pero que cuando jugó con él entendió que simplificar es un arte complejo y que dejar a un compañero en situación clara de gol seis o siete veces por partido es de rara avis. No una, seis o siete veces.

En los últimos cinco minutos, musicalizado con América de Nino bravo, Caetano compaginó un tren de imágenes de la hinchada, las salidas del equipo a la cancha, el gol de Percudani al Liverpool, el de Bochini que se la pica al arquero de Racing, la emboquillada de Rambert a Boca, algunas jugadas del Palomo, un video de la platea de mujeres de la década del 50, la copa del 84 levantada por Trossero y Marangoni, Pastoriza jugador y técnico, la remontada contra Talleres en el 77; toda esa épica que se empieza a acumular desde la frase donde brilla el tibio sol/con un nuevo fulgor/ dorando las arenas, me hacían llorar como un bebé abandonado en una caja. No tengo idea de por qué entrar en contacto con Independiente me genera, me sigue generando el mismo efecto, y tampoco este es un relato para saberlo. Sí sé que, si estoy taciturna me voy a la escritura y si necesito llorar me voy a Independiente. 

SG

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