Lecturas

Crónicas ginecológicas

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Un dócil rumor de máquinas Singer

Es la Venezuela de 1943. Dinorah Ramos –escritora que expresara, con audaz delicadeza, la situación de la mujer en la sociedad venezolana de los primeros años del 40–, se queja, con suave desconcierto, de una veloz desaparición de los zaguanes y de los patios aromosos a matas de cayena. Con la desaparición de los anchurosos zaguanes, de los patios interiores y fragantes, no muere solamente la apacibilidad de la ciudad pequeña, sino una fina introspección semi-rural.

En la esquina de Veroes una ciudad pretenciosamente urbana comienza a asomar en un recién inaugurado edificio de nueve o diez pisos. El cielo parece ser la próxima meta de los nuevos arquitectos. Pero aun así, cunde cierta incomodidad entre las damas ricas. Por culpa de la guerra que les impide viajar a París, sus escaparates no están lo suficientemente colmados. Otra cosa piensan algunos poetas locales. La cultura por ahora es –forzosamente– más pueblerina. Esos poetas locales están de plácemes. Pero en la mayoría cunde la ilusión de que los aliados pronto habrán de abrir un nuevo frente en Europa y de que, pronto, la guerra habrá de liquidarse. Es que en el país hay cierta alegría, algún fervor.

Hay gente ilusa que cree que la democracia venezolana se afianza, definitivamente, en el amplio borde de la sonrisa gentil y generosa del general Medina. El nuevo partido Acción Democrática –fundado hace dos años por Rómulo Betancourt–, habrá de pensar lo contrario. Venezuela nunca ha sido una estable casa de arraigos para sus hombres. Aun sonrisa tan luminosa como la del general Medina ha de resultar frágil para iluminar la suspicaz historia del país.

A las mujeres las arrulla un tenaz pero dócil rumor de máquinas Singer. Habrán de constituir el más masivo sueño femenino. En la clase media, las venezolanas, de no ser cónyuges, han de ser modistas. Las maquinas Singer –gordas, ampulosas– no solo ocupan gran parte de la vida de esas damas, sino muy vasto espacio en las habitaciones. Para una mujer soltera, ese sólido instrumento de costura es casi tan respetable como un marido.

Aunque otra máquina –menos doméstica– comienza a resonar no solo en los oídos, también en el corazón y luego en la voluntad de esas mujeres. Se trata del insistente, enfático ruidito de las máquinas de las academias de mecanografía. Hacia 1944 las academias Underwood Gregg Commercial College habrán, con firmeza, conquistado el destino de las chicas.

Una joven, airosa mecanógrafa morena, por otro lado, desde las tiras cómicas dominicales incita a las muchachas a lanzarse a las oficinas, a la búsqueda de un nuevo y más atractivo trabajo. En el ascendente pero enigmático camino de la mujer, las máquinas Underwood de las secretarias, le ganarán la batalla a las máquinas Singer de las costureras. Además, a Pepita –mujer doméstica por excelencia de las tiras cómicas– desde el recalcitrante sillón conyugal se la ha visto cosiendo atareadamente alguna prenda, pero nunca a punto, de poner en marcha una máquina Singer. La hermosa mecanógrafa del suplemento dominical, como al final de la década ha ganado la partida, discretamente desaparece para siempre de los periódicos.

Pero en los 40 no todas las mujeres venezolanas andan armadas de figurines o próximas a hacer sonar el arpa cotidiana de las secretarias. Para esas fechas, algunas criaturas del sexo femenino acaban de culminar sus estudios en la Universidad.

Pero el número, en verdad, es escaso. A las médicas noveles Colmenares y Escalona, la prensa del país las saluda con la efusión del mundo, saludando a la primera aviadora que sola, se aventuró a cruzar el Atlántico.

En los periódicos, laboran algunas reporteras. Son, realmente, una minoría selecta a las que sus compañeros varones tratan con singular cortesía. De la joven y admirable reportera Ida Gramcko, se expresa Miguel Otero Silva afirmando que es, “una orquídea en la solapa de El Nacional”. Pero más que las periodistas, florecen las poetisas. Lo que no es de extrañar: en el país lo que se da con más generosa abundancia fuera del petróleo, son los poetas. Las mujeres no tienen por qué haber sido la excepción.

Pero, para esos años, la figura de la poetisa es ya una tradición latinoamericana. Austral y otras editoriales argentinas han hecho que conozcamos los poemas de Delmira Agustini, Gabriela Mistral, Alfonsina Storni o Juana de Ibarbourou. La declamación en sí misma es un arte de la época. Un arte muy femenino. Y Bertha Singerman declamando en el Teatro Municipal, el fracasado amor de la Storni siempre resulta épica y triunfante, en el majestuoso vuelo de sus singulares túnicas.

Las reporteras, en cambio, están muy lejos: en el cine. Las reporteras de los años 40 son actrices famosas de Hollywood: Katherine Hepburn, Barbara Stanwyck, Lana Turner.

Las poetisas venezolanas –con bastante periodicidad– publican libros con blanca carátula de la Imprenta Vargas, o ellas mismas –siempre muy activas– declaman sus poemas en la Asociación de Escritores Venezolanos. El tiempo venezolano aún es lento. Se mece como una femenina declamación.

La voz de las declamadoras –profesionales o aficionadas– celebra una nueva intimidad de la mujer latinoamericana. A través de las gargantas de Bertha Singerman, Dalia Íñiguez –u otras más radiales– el sollozo femenino cobra cierta categoría intelectual o erótica. Ese alto sollozo latinoamericano –veinte o treinta años más tarde– en telenovelas como las de Delia Fiallo, procurará su versión popular, casi social.

Pero la temblorosa voz de Anita Mercedes Hernández Pesquera, recitando en los quietos crepúsculos dominicales de La Voz de la Patria de los años 40, algún melancólico poema de la Storni o la muy dulce voz de Lupita Ferrer en una telenovela de la Fiallo, señalan una ambigua condición por parte de la mujer de nuestros países.

Una ambigua condición –porque es sublime y al mismo tiempo de derrota– de la cual parece burlarse un tanto el macho del trópico. Aunque –muy en el fondo– le encanta, por la cual quiere ser seducido y con la que se identifica. Esa ambigua condición femenina, el macho de estos lares la anhela para su mujercita y, largamente, la ha añorado en la voz de la madre.

Enero, 1981