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LECTURAS
Nada que esperar. Historia de una amistad política

Nada que esperar

Sebastián Scolnik

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“Desplazamientos sutiles”

¿Cómo iba Duhalde a estabilizar el país? Su idea de que no se podía gobernar con asambleas fue muy reveladora. Tanto por lo que debía enfrentar como por el modo en que se proponía hacerlo. Su plan consistía en devaluar la moneda, pesificar las deudas dolarizadas de las empresas, incorporar a ciertos movimientos sociales y sindicatos a su diagrama de gobierno, universalizar los planes sociales y aislar y reprimir a las organizaciones que no entraran en el “Pacto Social”. Universalización de los planes y represión focalizada, a la inversa del ciclo anterior. Los viejos planes Trabajar, obtenidos por los grupos piqueteros, quedaron como remanentes respecto de las nuevas políticas públicas. La “asistencia social”, concebida como una protección universal, individualizó a cada quien frente al Estado. La relación ya no era entre pares para luchar y asegurar las condiciones de subsistencia, a través de la organización popular, sino que se verticalizó: uno a uno con el Estado. Como si cada “beneficiario” recibiera una “prestación”, un “servicio social”. Lo que era movimiento y lucha pasó a ser mediación del Estado y bancarización. Un individuo era equivalente a un plan obtenido en un sistema de registro del Estado, y a la vez se transformaba en un sujeto bancarizado a través de una tarjeta de débito. Con el propósito de aislar a los movimientos, siguiendo las recomendaciones de los organismos de crédito internacional, el peronismo venía a prestar un invalorable servicio al liberalismo: una sociedad de hombres y mujeres financiarizados, con disponibilidad crediticia para el consumo. En nombre de los derechos, la lucha contra el hambre y la transparencia de los procesos, el peronismo asumía la lógica liberal. Lo que antes era lucha, ahora era trámite administrativo, y lo que era la expresión de un poder colectivo, ahora se ponía en juego en la soledad del individuo frente al poder financiero.

En la universidad había un antiguo profesor, Alfredo Pucciarelli, que dictaba la materia Análisis de la Sociedad Argentina. Una vez, en una clase, planteó que el problema que no había podido resolver el peronismo, en su forma histórica, era que el poder colectivo obtenido dentro de la fábrica, a través de la organización sindical, desaparecía en el mercadito del barrio, cuando las “doñas” se enfrentaban solas al poder de las compañías alimentarias. Allí, todo el andamiaje colectivo se difuminaba en la soledad de la transacción comercial.

La conversión del piquetero en “beneficiario” tenía algo de esto. Aquellos que sintieron ese poder social, de pronto, estaban solos frente a los bancos y al Estado, también frente a las corporaciones que disputaban y disponían de la capacidad adquisitiva de la población. Sin contar con esa fuerza colectiva para poder afirmarse, tampoco se podía elaborar el sentido del mundo de otra manera. Pesaba más el cajero automático que la trama de afectos desde donde asumir el mundo y percibir el propio lugar en él. Un deslizamiento muy sutil y muy efectivo. Si, como advirtió Ignacio Lewkowicz, la Reforma Constitucional de 1994 había consagrado la figura del “consumidor”, quitándole la exclusividad a la del “ciudadano”, la introducción del “beneficiario” era un capítulo más de esta operación de individualización frente al poder.

El problema de Duhalde era que también buscaba restablecer el orden sobre los restos rebeldes que no se acoplaban a su esquema de gobernabilidad. Y eso lo llevó a calcular mal. Porque si bien los movimientos sociales no estaban en una fase expansiva, aún contaban con el prestigio social de haber puesto el cuerpo en lo más duro de la crisis para producir alternativas concretas contra el hambre y para enfrentar la represión. La consigna “piquete y cacerola, la lucha es una sola” todavía resonaba en las calles, y las muertes del 19 y 20 aún estaban muy frescas como para dar por concluidos sus efectos. La sociedad estaba sensibilizada y no iba a aceptar así nomás el dictamen de bancos y empresarios que pedían endurecer la represión y ordenar el espacio público: ni cortes de ruta ni interrupción de los accesos a la ciudad.

Esa mañana la situación era muy tensa. Toda la semana hubo una exasperación mediática, replicada por operadores periodísticos de distinto linaje ideológico, en la que se machacaba con el “derecho a la libre circulación”. Los más progresistas matizaban este axioma con el derecho a la alimentación y a la existencia más elemental. Pero estas operaciones de deslinde jurídico hacían del hambre un problema de un “grupo afectado” y no un asunto propio, algo intolerable para la vida en común. Los grupos piqueteros de la Coordinadora Aníbal Verón, de la zona sur del Conurbano, se disponían a cortar el Puente Pueyrredón. Ya había señales de que la jornada podía terminar mal, pero no podían dar marcha atrás. No solo porque sería retroceder frente al poder, sino principalmente porque había una fuerte presión de los barrios para ir a la lucha.

El operativo policial fue organizado por Luis Genoud, ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, más tarde convertido en presidente de la Corte Suprema de Justicia de esa misma provincia. El itinerario de este personaje no deja de ser una nítida expresión del derrotero argentino. Trabajó para la dictadura en la zona de Florencio Varela. No solo delatando gente, sino también participando en interrogatorios. Allí se hizo muy amigo del policía Alfredo Franchiotti, a quien puso al frente de la Comisaría Primera de Avellaneda. Ellos conocían muy bien todo el movimiento de la zona sur. Desde la droga hasta las organizaciones piqueteras. Y fueron los artífices, los que implementaron esa cadena de mando cuyo principio puede remontarse hasta los organismos de crédito internacional, pasando por los núcleos empresariales y las autoridades políticas locales. Así llevaron a cabo la Masacre del 26 de

Junio, en la que no solo hubo centenares de heridos y detenidos, sino que se produjo la muerte de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, militantes del MTD de Lanús y de Guernica respectivamente. Los fusilaron, rematándolos sin miramientos, heridos e indefensos.

Las primeras versiones de los hechos, difundidas por el propio duhaldismo y los medios de comunicación (escuchar esos programas de radio y TV y leer esas columnas en los diarios es un ejercicio muy interesante para saber quién es quién en el periodismo, más allá de sus ideologías), indicaban que los incidentes se habían producido por un enfrentamiento entre los propios piqueteros. Fueron 48 horas muy duras. Se desató una cacería por toda la zona sur sobre los militantes de los distintos MTD. Fuimos al velorio de Darío Santillán, en el barrio La Fe de Lanús. Era una escena desgarradora. La tristeza lo invadía todo. Lo llevamos al diputado Luis Zamora, quien se puso a disposición para lo que hiciera falta. 

La trama represiva se empezó a desnudar cuando comenzaron a circular las fotos de la masacre, tomadas por los fotógrafos Pepe Mateos y Sergio Kowaleswki, entre otros. Si el diario Clarín, el 27 de junio, había titulado: “La crisis causó dos nuevas muertes”, desresponsabilizando al poder político y policial de lo acontecido, al día siguiente se vio obligado a publicar toda la secuencia de fotos. Los periodistas panquequearon una vez más. Recuerdo muy especialmente a Alfredo Leuco (otro de los que recaló en los monopolios), que pasó de tildar, con voz grave, como criminales a Maxi y Darío, para luego, al día siguiente, empezar a considerarlos, en un tono meloso, como altruistas que hacían pan y bloques de ladrillos para los vecinos del barrio. De piqueteros asesinos a reencarnar como Jesucristo en veinticuatro horas.

La sociedad reaccionó contra el poder político y los responsables directos. Se hizo una multitudinaria movilización, desde Puente Pueyrredón hasta Plaza de Mayo. Entre la Masacre del 26 de Junio y la represión de la empresa recuperada Brukman, en abril de 2003, se fue gestando el fin del duhaldismo y también algunos de los núcleos sobre los que se construiría la gobernabilidad kirchnerista. Duhalde tuvo que acortar el mandato presidencial que le había conferido el Poder Legislativo y llamar a elecciones anticipadas. ¿Pero ese fracaso de Duhalde no había sido también su triunfo paradójico? ¿Esas matanzas no habían impuesto un imperceptible techo a la imaginación y las posibilidades de los movimientos?

Teníamos la sensación de que estábamos en un momento muy delicado. Algunas militancias de los partidos de la izquierda tradicional presionaban a los grupos piqueteros autónomos para encarnar una suerte de vanguardia de choque contra el poder. Pura lógica sacrificial. Los cuerpos caídos eran un “alimento para la lucha”. Lógica cuantitativa, violencia asumida como espejo de la racionalidad del poder, imposibilidad para abrir la experimentación hacia zonas no organizadas por la matriz del enfrentamiento: era difícil correrse del lugar en que los querían colocar. El poder y los medios de comunicación iban produciendo un estereotipo que se confirmaba en esta presión de las militancias partidarias sobre los MTD. Había que dar un salto, ungolpe de timón para torcer ese destino inexorable en el que el fracaso estaba sellado. Pero, ¿teníamos resto para cambiar el rumbo o ya era demasiado tarde? Las generaciones anteriores hablaban de contrainsurgencia para referirse al momento del aislamiento de las organizaciones que desafían al poder (“sacarle el agua al pez”). La combinación de la universalización de los planes, cierta reactivación económica que devolvía changas y trabajos precarios, la inminencia del proceso electoral y la represión a los grupos más radicales, ¿no vaticinaba el fin de un ciclo y el comienzo de otra cosa? ¿Era posible un viraje en la nueva situación?

Néstor Kirchner no fue un relámpago que venía de la Patagonia, ni fue traído por el viento del sur para redimir a los desposeídos, como alguna vez escuché de boca de un filósofo benjaminiano. Más bien era un pícaro gobernador de la provincia de Santa Cruz que hacía política profesional. Cuando Duhalde adelantó el llamado a elecciones, después de los sucesos de Puente Pueyrredón, Kirchner estaba haciendo campaña en el Conurbano. Había comprado un espacio en Crónica TV, cuando no lo conocía nadie, e iba peregrinando por pequeños actos en gimnasios y clubes sociales. Su idea era prepararse para una candidatura en 2007. Pero el cálculo político siempre tiene algo de contingencia. Pequeños “accidentes” que pueden torcer el destino y abrir una oportunidad impensada. Duhalde probó con otros candidatos. De la Sota, gobernador de Córdoba, no lograba concitar simpatías sociales y Reutemann, ex gobernador de Santa Fe, dijo haber visto algo que no le había gustado (nunca se supo de qué se trató eso que misteriosamente refirió) y declinó el ofrecimiento. Quedaba Kirchner. Él contra Menem. Devaluadores contra dolarizadores. Ganó el ex presidente riojano por exiguo margen; no llegó al 25 por ciento. El “pingüino”, como se lo empezaba a conocer a Kirchner, apenas pasó el 22 por ciento de los votos. Pero no hubo balotaje. Convencido de que iba a ser aplastado, Menem renunció a su candidatura.

¿Cómo recomponer una institucionalidad después de los sucesos de 2001? La declinación del gobierno de Duhalde, después de los acontecimientos represivos, y el ínfimo porcentaje electoral, que no pudo incrementarse gracias a la renuncia a una segunda vuelta por parte de quien había ganado las elecciones generales, no ofrecían un panorama alentador. En primer lugar, lo que había que hacer era dejar de hablar la lengua del ajuste y la represión. Para controlar la calle, un desafío primordial, debía hacerse política. No solo se podía gobernar con asambleas, sino que era el único camino que había. Con asambleas y con todo lo que hubiera en pie. Sindicatos, movimientos sociales y organismos de derechos humanos. Así pareció contestar Kirchner a la formulación de su padrino, Eduardo Duhalde. Todo un complejo juego de políticas de control y reconocimiento se empezaba a esbozar en el horizonte.

Apenas asumido, Kirchner dio un discurso en las Naciones Unidas en el que se declaró parte de la generación de los “hijos de las Madres de Plaza de Mayo”, lo que le valió un aplauso generalizado del recinto. No es que él hubiera hecho propia esa causa. Pero al manotear en el tumulto para construir una base de sustentación, Kirchner pasó a formar parte del campo de los derechos humanos. Porque, a pesar de que los que desconfiaban lo acusaban de instrumentalizar la causa, hay hechos que son lo suficientemente fuertes y que toman a sus personajes. Si sos “hijo” de las Madres, cruzaste un umbral del que ya no volvés así nomás.

La prueba fue el discurso que dio Hebe de Bonafini en el Puente Pueyrredón a un año de la Masacre. Allí, Hebe llamó a tomar las armas para iniciar la lucha armada y, a la vez, llamó a defender el gobierno de Kirchner. Las dos cosas en el mismo acto. ¿Cómo entender estas declaraciones? ¿Era el de Kirchner un gobierno revolucionario? Difícil que alguien tomara seriamente esta hipótesis. Pero, en el arrebato, Hebe estaba viendo algo. 

El embajador norteamericano en Argentina, Lino Gutiérrez, algo desconcertado por los vaivenes políticos, consultó a uno de los principales funcionarios del elenco gubernamental, el Chino Zannini (le decían así porque había sido maoísta), acerca de la ideología del kirchnerismo. Y él respondió: “Nos levantamos temprano, leemos los diarios y vemos qué tenemos que hacer. Nuestra ideología es durar veinticuatro horas. Y así todos los días”. Curiosa definición, pero muy precisa para la situación que se vivía.

La tendencia general iba hacia la “normalización”, aunque después del abismo de 2001 nadie podía dar por asegurado nada. Pero buena parte de las energías colectivas se iban disipando y reabsorbiendo en otras estructuras: trabajos, carreras académicas, sindicatos, organizaciones políticas tradicionales. Todo un dinamismo estaba puesto al servicio de este reinicio de la vida económica y social.

Los movimientos sociales perdían su capacidad política. O bien porque su propuesta quedaba aislada en medio del retorno a la “vida civil” o bien porque habían cedido su capacidad de leer el mundo y formularlo a su modo —es decir, su aspiración política— al Estado. Aislamiento u obediencia parecía ser la opción que se bosquejaba en el horizonte. Y ninguna era buena.

El kirchnerismo, después de la gran conmoción, ofrecía una vida. Toda una política reparatoria. A los científicos, repatriar sus “cerebros” que habían fugado. A los intelectuales, revistas, programas de televisión, cargos académicos e institucionales y becas. Muchas becas. A los productores digitales y de espectáculos, toda clase de propuestas. A los trabajadores, recomponer sus salarios y su capacidad de consumo. A buscas y empresarios, muchos negocios posibles. Soja, pañuelos blancos y Conurbano parecían ser los lados de un triángulo, rara vez equilátero, muchas veces isósceles y en general escaleno.

“La publicación de Nada que esperar reúne el esfuerzo de tres editoriales: para Tinta Limón es natural publicar esta obra de uno de sus fundadores; para Lobo Suelto es coherente publicar a un confabulado; para Cordero es preciso nutrirse de estas complicidades”.

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