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Lecturas

Peronismo para la juventud

Peronismo para la juventud

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Como dijeron Evita y Perón, “Black lives matter”

Es imposible negar que muchas oposiciones y cuestionamientos al peronismo desde su irrupción, el 17 de octubre, estaban justificados: varios venían desde sindicatos y formaciones ideológicas socialistas y comunistas que no estaban de acuerdo con la voluntad de conciliación de clases de Perón, y otros también denunciaban —con razón— la persecución política a los opositores. Sin embargo, una nota fundamental se patentiza en el liso y llano horror racista que generaron las manifestaciones peronistas. Además de “descamisado”, otros de los términos estrella de la gorilada (que continúan hasta hoy) son “negro” y “negrada”, excitados especialmente por el desplazamiento de migrantes del interior del país hacia las industrias con sede en Buenos Aires. La gente bien, la gente como uno, la chetada saludable hablaba de “la negrada de Perón”, de los “cabecitas negras” y, como se sabe, del “aluvión zoológico”. La animalización de los simpatizantes peronistas era parte de los discursos que los describían: había algo visceral y profundamente corporal en el rechazo de personas calificadas como “hordas, turbas, masas, lumpenproletariat, malevaje, malón, chusma, obreros, descamisados, negros, alpargatas, tribu, elementos del hampa” (“Elementos del hampa” da muy banda punk tributo a Flema).

Un sector de los habitantes de la ciudad se sentía parte de un espacio blanco y cosmopolita, de una comunidad cognoscible llena de Starbucks de antes con los ojos puestos en Europa y morochos empleados que no incurrían en el desatino de quejarse y pedir más de lo que tenían. Un ejemplo claro se encuentra en las expresiones de Escardó, médico y decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Según el tipo, la capital del país “es mucho más blanca (blanquísima) que Nueva York, que para conservarse blanca tiene que hacer racismo a piedra y lodo. Tampoco tiene aindiados ni mulatos. Sus hombres y mujeres no poseen todos el mismo color ni en la piel ni en el cabello, pero son blancos”. “Para conservarse blanca tiene que hacer racismo a piedra y lodo”: la quintaesencia del “cero threads”.

En Escardó había más orgullo blanco que en un encuentro casual de amigas en el Recoleta Urban Mall o en una juntada de libertarios promedio. Un poco más irónico, y en un rapto de milipilismo autoconsciente, Félix Luna rememora: “Los mirábamos desde la vereda, con un sentimiento parecido a la compasión. ¿De dónde salían? ¿Entonces existían? ¿Tantos? ¿Tan diferentes a nosotros?”, y afirma: “Ese día, cuando empezaron a estallar las voces y a desfilar las columnas de rostros anónimos color tierra, sentíamos vacilar algo que hasta entonces había sido inconmovible”. El color, entonces, se adueña de las percepciones de estos grupos y se convierte en un elemento que, al parecer, ya había sido esgrimido como insulto por la élite tradicional, que habló de “los negros radicales” en referencia a quienes apoyaban a Yrigoyen.

Por supuesto, este racismo se expresó en contubernio con el clasismo, y allí el citado término “descamisado” tiene mucho para decir. Varias crónicas del 17 de octubre se escandalizaron porque muchos de los manifestantes marchaban en mangas de camisa (como cuando hace unos años Feinmann y algunos medios se horrorizaron con las feministas en tetas frente a la Catedral). Esto de ir sin saco era escandaloso en el centro de la ciudad (un poco como caer a rendir el último final con la camiseta de Boquita y chinelas Adidas).

La oposición al peronismo, entonces, tuvo su componente claramente estético. Así lo hizo notar el diario Crítica, que evaluó los hechos del 17 de la siguiente manera: “Aparte de otros pequeños desmanes, sólo cometieron atentados contra el buen gusto y contra la estética ciudadana afeada por su presencia en nuestras calles”. “Afeada.” “Nuestras.”

Como dijimos, la estrategia de Juan Domingo fue dar vuelta el estigma: en diciembre de 1945, en plena campaña electoral, dijo en su discurso:

Desfilaremos por nuestras calles tranquilos, entusiastas de nuestra causa, sin calificar a nadie de chusma ni de descamisados, para contrapesar a ellos que han lanzado el calificativo despectivo. ¡Tendremos el corazón bien puesto debajo de una camisa, que es mejor que tenerlo mal debajo de una chaqueta!

Y más tarde, en 1951, Evita: “Para mí los hombres y mujeres de trabajo son siempre, y ante todo, descamisados. Descamisados fueron todos los que estuvieron en la Plaza de Mayo el 17 de octubre de 1945”, “Aun si hubo allí alguien que no lo fuese, materialmente hablando, un descamisado, ése se ganó el título por haber sentido y sufrido aquella noche con todos los auténticos descamisados; y para mí ése fue y será siempre un descamisado auténtico”. También son descamisados quienes hoy o mañana harían lo mismo que “los primeros descamisados”, porque “es el que se siente pueblo aunque no vista como pueblo, que esto es lo accidental”. Para Eva, descamisado no es esencia sino devenir.

Perón, más agarrado al significado literal que tenía el término y no a la potencia política intempestiva que le dio Evita, afirmó en 1952 que gracias a los logros sociales de su gobierno los que eran descamisados en 1945 ya no lo eran, “aunque les guste y nos guste llamarlos así como un homenaje al ‘descamisado’ que todos los peronistas llevamos en el corazón”. Este es un punto importante y lo será en el futuro: es moneda corriente escuchar que al peronismo actual se lo acusa de “pobrismo”, por reivindicar los valores y prácticas de las clases populares y así “nivelar para abajo”, y por “querer que los pobres se queden así”. Incomprensión radical del movimiento que efectúa el peronismo, que quedó demostrado con la idea de “descamisado”: al elemento “menor” de la jerarquía se lo reivindica en uno de los momentos de la historieta, al principio, para luego directamente desactivar el binarismo y la oposición entre descamisados/gente decente y bien vestida. En definitiva, es tentador sospechar que lo que les molesta tiene un tufillo a… orgullo blanco y de clase.

El “Otro” del gorilaje es, desde hace décadas, el “cabecita negra”: el que proviene del interior del país y cuenta con ascendencia indígena y, por lo tanto, tiene todos los números para entrar dentro de las frondosas dicotomías que sembró el liberalismo argentino. Ese “Otro” será pensado en el marco de lo culto y lo inculto, la tradición y la modernidad, la civilización y la barbarie. Esta gente “anticabecita negra”, que claramente no había visto todavía ni un video de YouTube sobre la deconstrucción explicada para todos, sostenía dualidades que construían un “Otro” “no blanco”, bárbaro, rural y atrasado que sirvió incluso para reforzar una supuesta homogeneidad racial de la clase media blanca (ex inmigrantes) durante el peronismo.

Hay dos relatos argentinos muy citados que ponen en primer plano la dimensión racista de las reacciones ante el peronismo. Uno de ellos es “Cabecita negra”, de Germán Rozenmacher, de 1962. En este cuento, el señor Lanari, que sería una suerte de porteño de clase media que usa chomba, lee con fruición los editoriales de Pablo Sirvén y cree que Dieguito Leuco es un “muchacho bien informado”, sufre insomnio y sale a caminar. Detrás de la niebla nocturna encuentra a una “cabecita negra sentada en el umbral de un hotel con el letrero luminoso Para damas en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda [la joven pedía dinero], vencida y sola y perdida”. Ante ella el respetable señor Lanari siente una vaga piedad: “Se dijo que así eran estos negros, qué se iba a hacer” y le da 100 pesos que le permiten despreciarla con fruición. Toda la escena es observada por un policía, que interpreta lo sucedido como un intercambio prostituyente. Lanari intenta explicarle la situación al agente, al que ve como un animal —“otro cabecita negra”— y los invita a los dos a su casa para poder hablar tranquilos, pero todo sale mal: el agente resulta ser el hermano de la joven y lo faja al creer que el hombre quiso prostituirla. Ante toda esa situación, “el señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia”.

Este relato, según Ricardito Piglia, anticipa elmomento en que muchos sectores de clase media se peronizarán (rayo peronizadorrr) o revisarán ciertos esquemas en torno al peronismo; en este caso, la dimensión racista que existía en la oposición a ese movimiento, proceso que culminaría diez años después con el triunfo de Cámpora (treinta años después, pasó algo similar).

Desde otra perspectiva, y escrito en el corazón de la experiencia peronista, el relato de Cortázar “Las puertas del cielo”, de 1951, pone en escena también esta dimensión visceral del racismo en la lucha de clases que el peronismo no disimuló en su fractura expuesta. En este cuento, el narrador es un abogado amigo de una pareja de clase social más baja, Mauro y Celina. Tras la muerte de Celina, el abogado va con el viudo a un baile popular y, como si fuese una suerte de antropólogo de la barbarie peroncha, visualiza como “monstruos” a los que están allí meneando la carrocería: 

Está el olor, no se concibe a los monstruos sin ese olor a talco mojado contra la piel, a fruta pasada, uno sospecha los lavajes presurosos, el trapo húmedo por la cara y los sobacos, después lo importante, lociones, rimmel, el polvo en la cara de todas ellas, una costra blancuzca y detrás las placas pardas trasluciendo.

Otras frases iguales o peores desfilan en el texto que no reproducimos por piedad al pobre blancuzco Cortázar, quien, además, luego se arrepintió de ciertas dimensiones de este cuento y en una entrevista con Paco Urondo en 1970 dijo:

“Las puertas del cielo”, donde se describen los bailes populares del Palermo Palace, es un cuento reaccionario; eso me lo han dicho muchos críticos con cierta razón, porque hago allí una descripción de lo que se llamaban los “cabecitas negras” en esa época, que es en el fondo muy despectivo; los califico así y hablo incluso de los monstruos, digo “yo voy ahí de noche a ver llegar los monstruos”. Ese cuento está hecho sin ningún cariño, sin ningún afecto; es una actitud realmente de antiperonista blanco, frente a la invasión de los “cabecitas negras”.

Más allá de la autocrítica de Julio, lo que experimentamos en estos dos resonados ejemplos del antiperonismo ficcional es el poder de la literatura de decirlo todo: el racismo negado, reprimido y esquivado en los textos incluso más “científicos” se describe y se hace carne con todo su peso incómodo.

Algo notable de los relatos es que en ambos casos el objeto de desprecio es una mujer, una “cabecita negra”, lo cual ha sido leído como parte de ansiedades no sólo políticas y clasistas ante esos cuerpos desagradables e “invasores”, sino también como molestias de género ante la sexualidad femenina. Lo ha dicho el historiador Omar Acha: es probable que el peronismo ofreciera una política de reconocimiento y de justicia social, especialmente para las mujeres, que no ha sido debidamente valorada hasta el momento desde miradas que ubicaban a las “mujeres peronistas” como complemento del obrero peronista. Acha recuerda el lugar fundamental de las mujeres en ese momento histórico: en la reelección de Perón, en 1951, más del 63% de los votos fueron femeninos. Pero, además, más de la mitad de la migración interna estuvo conformada por mujeres solas que llegaban a buscar trabajo a las ciudades, y esto se conecta con el hecho de que en la literatura de la época, como se ve en los relatos que citamos antes y en otros documentos del primer peronismo, el temor y la atracción no era respecto del “cabecita negra” sino de la joven trabajadora de piel oscura, la sirvienta, o la que se dedicaba a veces a la prostitución.

En general, y como vemos en las crónicas y los cuentos, la cuestión territorial, del espacio “propio” invadido por el “Otro” es fundamental en el imaginario peronista y antiperonista. Las ideas de dislocación y de ocupación acechan las representaciones de todos aquellos que han emprendido la tarea quijotesca de comprender lo sucedido en 1945 y después. El ya citado sociólogo Gino Germani, por ejemplo, asoció directamente la ubicación espacial urbana de los migrantes internos con el peronismo: los “nuevos”, las personas que venían de otras provincias y se instalaban en la ciudad, constituían la “base social” de Juan Domingo. Muchos estudios han demostrado que esta concepción tiene más de imaginario de ciudad blanca amenazada que de realidad: las dinámicas de las migraciones fueron más indirectas, incongruentes con la visión de “aluvión zoológico” que subyace incluso en los textos científicos de la época.

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