Polarizados. ¿Por qué preferimos la grieta? (aunque digamos lo contrario)

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Claves del enfrentamiento político en la Argentina reciente

Desde sus orígenes, el pensamiento social buscó siempre las regularidades, las leyes subyacentes –o los mecanismos– que sean capaces de explicar el curso de los acontecimientos sociales, políticos y económicos que regulan/desordenan la vida en sociedad. ¿Cuáles son los resortes ocultos que mueven las acciones de los seres humanos y marcan el curso de la historia? Las respuestas fueron, y continúan siendo, múltiples: el miedo, el interés, el destino, la ley del deseo, la providencia, los astros o la pura voluntad humana. El presente libro propone diversas aproximaciones –y aproximaciones a sus diversas dimensiones– a lo que concebimos como la ley de gravedad de la política contemporánea: la polarización.  

La polarización es el fenómeno político más importante en la cultura política argentina de hoy y asimismo una clave interpretativa insoslayable para entender muchos procesos políticos de nuestro mundo más próximo. Es también un importante objeto de debate en el campo de las ciencias sociales y por eso merece también nuestra atención. 

Al darle estatuto de “ley” asumimos una de sus connotaciones, de sus secuelas semánticas: la regularidad de la que nos ocupamos gravita y actúa por encima de la imaginación y/o voluntad de los distintos actores políticos. No relativizamos la importancia de los liderazgos, tampoco desconocemos el carácter fundador y “milagroso” (en el sentido arendtiano del concepto) de la acción política, pero nos interesa enfatizar una dimensión habitualmente ignorada en los abordajes más habituales sobre el enfrentamiento político: su naturaleza estructural. Así, la polarización no es un elemento más en el mapa de fuerzas que están presentes en el campo de la política, sino que es su vector decisivo dotado del poder de lo inevitable: ningún posicionamiento puede sustraerse a su fuerza. También actúa como pilar que sostiene los debates mediáticos, académicos, políticos: se revela como el cimiento cultural de una época. Le da firmeza y durabilidad a un tipo de ordenamiento político; la polarización sostiene, resignifica y resiste a las novedades discursivas y a la creación voluntarista. Todo sueño de instalar “una nueva política” tendrá antes que derribar las firmes columnas en las que se sostiene y alimenta a diario la polarización. 

Podemos observar estos intentos y estos sintomáticos fracasos en la historia argentina reciente. Visitemos algunos de ellos.

Desde su nacimiento como partido local en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, el PRO desplegó una discursividad vecinalista y pospolítica que se recortaba dentro del paisaje discursivo “clásico” de la democracia. Evocamos su estilo originario porque, al identificar hoy al PRO como uno de los motores de la polarización contemporánea, solemos olvidar que su nacimiento (reciente) estuvo envuelto en la promesa discursiva de terminar con la confrontación ideológica –que era conceptualizada como un resabio arqueológico e indeseado del siglo XX– y dejar la pelea de las ideas por la pacificadora promesa de un lazo menos emocional y más transaccional entre la ciudadanía (“los vecinos”) y la política (como “gestión de las cosas”). En efecto, de allí viene su paradójico nombre: PRO, tratándose de un partido que desde hace años basa casi toda su estrategia de acumulación política en el “partidismo negativo”, es decir en la explotación de la emoción política llamada “antikirchnerismo”. 

Lo cierto es que en sus comienzos, el PRO se presentaba liviano de ideología, fomentaba un desapego por la cosa pública, distante de ese aspecto racional de la política (los principios, las plataformas, la ética de la responsabilidad) y aspiraba a ciudadanos que se sumaran al proyecto con poca carga de pasado, sin importar de qué historia venían, con escasos y difusos compromisos programáticos. Bajo este “nuevo paradigma”, la política sería más parecida a la administración mínima de las cosas que a la realización de un ideario cargado de responsabilidades históricas. Sin embargo, algunos años más tarde, en 2019, ese mismo partido –sumado ahora a una coalición– nos propuso sumarnos una batalla final: ir a una guerra por la salvación del alma, de la libertad y de la república y evitar el desembarco de la dictadura castrochavista que traía el Frente de Todos (FdT). ¿Qué ocurrió en el transcurso de tan pocos años para semejante metamorfosis en el tono y en el discurso político de ese espacio? La transformación discursiva del PRO obedeció, entre otros factores, al contexto de polarización, del cual es causa y consecuencia como toda acción política. 

Podemos advertir también los efectos de ese contexto en la cuasi extinción de otro concepto político y comunicacional que tuvo enorme presencia en los años recientes: la ancha avenida del medio. Desde esta perspectiva, la “grieta” era una cuestión de una minoría política que tercamente insistía en peleas artificiales, cuando la mayoría silenciosa de “la gente” en realidad demandaba consenso, moderación y diálogo. Desde esta perspectiva, lo más racional sería situarse electoral e ideológicamente en el centro. Este camino lo recorrieron fuerzas y dirigentes de muy distinto color político. El final es conocido: tales hipótesis no se verificaron en los hechos: los diferentes procesos electorales fueron centrifugando las propuestas de centro, estableciendo una suerte de “modo balotaje permanente y de hecho”, mientras que los dirigentes más destacados de la propuesta “anchaavenidista” (Miguel Pichetto, Sergio Massa, Margarita Stolbizer, entre otros) terminaron incorporándose a algunos de los dos polos protagonistas del enfrentamiento que ellos se proponían disolver. 

En este panorama, Cristina Fernández de Kirchner resulta una figura central ya que, de algún modo, es la gran organizadora de las pasiones y es a quien se identifica demasiado rápidamente como una productora compulsiva de polarización política y de división. Debemos tener presente que en 2007, la entonces candidata a presidenta del oficialismo edificó su primera campaña electoral en la promesa de chilenización de la concertación oficialista, donde la “institucionalización y el reformismo” eran ejes centrales de aquella constelación discursiva y de aquella fórmula, en la que participó incluso un sector muy importante del radicalismo. Era la época de la transversalidad resumida en Cristina, Cobos y Vos. Pero luego, las cosas tomaron otro rumbo. Muy poco tiempo después, sobre todo después de la crisis de la Resolución 125 en el año 2008, Cristina Fernández fue el objeto de todos los ataques opositores y su propio discurso acompañó también un camino de polarización con el que fidelizó un respaldo electoral muy importante. Desde entonces, nunca dejó de ser la gran organizadora de las pasiones en el escenario político argentino.

Finalmente llegamos al 2020, año que, desde el punto de vista que desarrollamos en este libro, funcionó como el test final, como el examen más exigente que puso en evidencia la vigencia, la fuerza vinculante, y el magnetismo con el que actúa la ley de la polarización que rige sobre el escenario sociopolítico argentino. Rebobinemos al mundo pre-pandémico:

En octubre de 2019 triunfaba el FdT con un candidato que hacía eje en la recuperación del diálogo como herramienta política central. Nos podemos preguntarnos si, efectivamente, la promesa dialoguista había sido una motivación fundamental a la hora de explicar aquel resultado. Lo cierto es que, tras la sorpresa electoral, muchos análisis políticos insistieron sobre aquella explicación, desprovista por cierto de alguna clase de respaldo empírico. Los argentinos habían elegido “diálogo”, habían elegido un estilo. En cualquier caso, el candidato, y luego presidente, parecía decidido a cumplir ese contrato electoral que se interpretaba como un reclamo de moderación de las formas: entrevistas a todos los periodistas y en todos los canales, convocatorias a opositores a toda clase de mesas y ámbitos, etc. Incluso una “misa de reconciliación” como símbolo del inicio de una nueva etapa: dos días antes de asumir, Alberto Fernández compartió con el (aún) presidente Mauricio Macri una misa convocada por la Conferencia Episcopal Argentina en la basílica de Luján. No se podían sumar más gestos y signos para pensar una etapa de reconciliación. 

Pocos meses después, el mundo era golpeado por la irrupción de la pandemia, todo entraba en duda, la vida tal como la conocíamos y vivíamos quedaba suspendida, interferida y amenazada. En ese marco, en un primer momento pareció, o pudo pensarse, que la pandemia suspendería el conflicto político, que la “salud no se politiza”, que lo natural sería la formación de consensos en la opinión pública y en la política alrededor del objetivo primario compartido de subsistir. Como confirmación de esa hipótesis, en una primera etapa la oposición se encolumnó detrás del presidente, los medios suavizaron su habitual tono beligerante, aparecieron las mesas pluripartidarias que los viernes daban datos sobre el impacto local de la pandemia y comunicaban las medidas de prevención. Tal vez la postal más emblemática de aquel inédito clima ecuménico se dio el 19 de marzo de 2020, cuando todos los diarios argentinos amanecieron con la misma tapa bajo el lema: Al virus lo frenamos entre todos. #SomosResponsables.

En síntesis, la gestualidad dialoguista del nuevo presidente y el nuevo clima de unidad que parecía configurar la pandemia prometían derretir el escenario de polarización y dejar atrás esa “manera de hacer política”. Pero no, sucedió todo lo contrario: rápidamente los sobreactuados consensos iniciales se desarmaron y quedaron a la luz profundas divergencias ideológicas en el abordaje de la crisis: en la esfera política y mediática surgió una intensa competencia narrativa entre la libertad y la protección. Incluso la experiencia subjetiva pandémica quedó sobredeterminada por las posibilidades afectivas de la polarización política, que en este tema mostraba toda su profundidad ya que hasta las percepciones de riesgo de los ciudadanos y sus conductas sanitarias fueron sustancialmente distintas en virtud de sus inclinaciones políticas. Los estudios empíricos empezaron a mostrar percepciones y “comportamientos sanitarios” diversos entre votantes oficialistas o votantes opositores; al igual que en Estados Unidos, donde los votantes de Donald Trump por ejemplo rechazaron masivamente el uso de barbijo y luego la vacuna. El conflicto político mostraba sus marcas en el cuerpo y la polarización involucraba ahora cuestiones concernientes a la vida y la muerte. Lejos de pacificarse, los afectos políticos se siguieron cargando de ira.