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Entrevista

Martín Prieto tras la huella de Saer: “La paciencia no es algo que solo nos reclama su literatura. Es un reclamo de la literatura en general”

Un mural con el rostro de Saer en su ciudad natal, Serodino, Santa Fe

Fernando Torres

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Dos efemérides de uno de los mejores escritores de la literatura argentina suceden en junio. Juan José Saer, autor de Glosa, entre otras de sus novelas más reconocidas, nació en Serodino, un pueblo de la provincia de Santa Fe, el 28 de junio de 1937 y murió en París, con una obra ya estudiada, valorada, e influyente -es decir, consagrada-, a los 67 años, el 11 de junio de 2005.

En Saer en la literatura argentina, publicado por la editorial de la Universidad Nacional del Litoral, Martín Prieto, Licenciado en Letras y Doctor en Literatura y Estudios Críticos por la Universidad Nacional de Rosario, y autor de libros de ineludible consulta como Breve historia de la literatura Argentina, analiza el proceso de consagración de su obra. ¿Cómo un escritor nacido en un pueblo ignoto de Santa Fe, llega al deseado reducto de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA donde, en los 80, se establecía “el canon” argentino? ¿Por qué despierta efervescencia en ciertas escenas literarias? Hace un tiempo, por ejemplo, el vapor banal de las redes se sacudió porque alguien, en un humilde post, osó decir que el autor le aburría. Prieto no responde de manera directa. Pero, bajo su mirada crítica, que analiza desde la particularísima cadencia sintáctica y su exploración sensitiva; hasta el proceso canónico donde siempre el riesgo está en transmutar de una vital vanguardia, a fósil monumento laudado; las interacciones con las estéticas en disputa, la huella de Saer, en este, suyo, dos veces junio, sigue interesando, no solo por su aún extendida influencia- o angustia de ella, al decir de Harold Bloom. También por cómo funcionaron algunos mecanismos. Porque Prieto también explica la operación inversa hecha por el autor: por ejemplo, el poeta Juan L. Ortiz, logra no solo volver a ser leído, sino que también se amplía el universo de sus lectores, hasta convertirse en uno de los autores más reconocidos de la poesía argentina. Y en esta operación fue determinante el papel de impulsor que tuvo Saer. 

-En el inicio de Saer en la literatura argentina contás que lo primero que leíste de él, cuando tenías 19 años, fue Nadie nada nunca, ¿qué te resultó fascinante de la novela?

-Fue el primer libro que leí “en vivo”. Cuando digo “en vivo” quiero decir que es el primer libro de Saer que leí cuando se publicó, inmediatamente. Ya había leído El limonero real, Unidad de lugar, Cicatrices, los poemas de El arte de narrar. Es decir, ya tenía un vínculo con la obra de Saer, que no era solo mío, sino también de mis compañeras de facultad, como Nora Avaro y Analía Capdevila. Éramos todos lectores de Saer, y también de la revista Punto de Vista, que por aquellos años, a fines de los setenta, comienza a reseñar, a comentar y a respaldar la obra de Saer. 

Lo que nos atraía tenía que ver con la manera con que Saer practicaba una combinación muy singular de escritura y composición. Por un lado, esa sintaxis, ese uso admirable de los signos de puntuación, esas frases. Y, no por otro lado, sino a la vez, una composición novelística muy atractiva: historia, narrador, punto de vista, personajes, escenarios. No descartaría la empatía que, además, nos provocaba que ese escenario nos fuera de algún modo familiar. Y después, ya te digo, singularidades que nos asombraban, como lectores. El uso del punto de vista, alrededor del cual se arma Cicatrices. Y que en Nadie nada nunca es magistral. Es el procedimiento a través del cual crece la historia. Parece que no pasa nada, en tanto los párrafos empiezan igual. Y no es que no pase nada. Pasa de todo, sólo que había que tener paciencia para ir viendo que en cada párrafo nuevo, se agregaba una noticia. Pero la paciencia no es algo que solo nos reclama la literatura de Saer. Es un reclamo de la literatura en general. También hay que ser pacientes y perspicaces para leer un cuento de Borges. 

-Un desafío, no nuevo, pero sí actualizado de la práctica de la lectura quizá tenga que ver con el tiempo de la lectura.  Suele decirse “este libro se lee rápido”, “esta novela se lee de un tirón”, “esta historia que se cuenta es muy lenta”, como si la velocidad en la lectura fuera una virtud.

-La literatura reclama tiempo porque el relato es sobre todo “tiempo”. ¿Qué cuenta una novela? Una novela cuenta un tiempo. Un personaje es de una manera cuando comienza el relato y va a ser de otra cuando termine, y lo que narra dicho relato es esa modificación. La literatura propone una resistencia a la idea de la velocidad. Si esto convierte a esa novela, en tanto “forma larga”, en un producto descartable, no lo sé. Llegará el momento en el cual uno irá a comprar un libro con el medidor “este libro se lee en cuatro días”, o “tiempo de lectura: dos noches de insomnio”. Eso no es lo que tiene que ponerse en juego. 

Ahora estoy publicando unas columnas en la revista Panamá. Hay un programa, creo que automático, en el cual, junto a la nota, se informa el tiempo de lectura: 8 minutos, 11 minutos; es decir, pareciera que el lector o la lectora va a leer la nota según el tiempo de lectura que le demande. Cada lector decide cuántos minutos está dispuesto a darle esa columna, y de ese modo decide si leerla o no. 

-El título de tu libro Saer en la literatura argentina es elocuente: ¿Cómo definirías a ese artefacto llamado “literatura argentina”?

-Primero me pregunté: “¿Cuándo se hace argentina la literatura argentina?”. De hecho, tomé, o propuse, siguiendo a Sandra Contreras, una fecha de nacimiento: el 25 de enero de 1846. Es la fecha de una carta que le escribe Sarmiento a Vicente Fidel López desde Montevideo, en la que reflexiona sobre literatura gauchesca, sobre Esteban Echeverría, sobre su propio Facundo. Tiene, por primera vez una idea de conjunto, que se proyecta simultáneamente hacia el pasado y hacia el futuro. Sarmiento, dice, sin decir, “hay una literatura argentina”. Y también dice que a él le interesa que su obra se lea en ese contexto, como parte de esa literatura. 

Eso mismo es lo que le interesa a Saer. En una entrevista de 1993, Hinde Pomeraniec le pregunta “¿usted qué espera de sus libros?”, y Saer le responde “Que gusten, que duren, que queden”. Y agrega: “A mí me gustaría ocupar un lugar, pequeño aunque sea, en la literatura argentina. Me gustaría formar parte de la literatura argentina”.  

¿Qué quiere decir eso? No quiere decir “yo me aminoro, quiero ser menos, quiero formar parte de un conjunto menor”. Por el contrario, revela una ambición de máxima. Escribir una obra incidente en una literatura nacional de primeras figuras, escrita, además, en su lengua natal. En la misma lengua literaria en las que estaba escrito el Martín Fierro, cuyos versos, transcriptos en un almanaque, Saer deletreaba en el almacén de ramos generales de su papá, en Serodino. Es esa flecha, que nace desde el Martín Fierro y desde Sarmiento, hacia el futuro de la literatura argentina, hacia Alan Pauls, Sergio Chejfec, Martín Gambarotta, hacia los poetas de los 90, donde se constituye una lectura posible de la literatura nacional argentina, a través de la obra de Saer. Si no fuera por eso, por la conciencia de formar parte o de querer formar parte de una literatura nacional, ¿por qué Saer saldría a polemizar con Manuel Puig, un autor argentino, contemporáneo a él? 

-Como lo hizo César Aira con Saer en su texto Zona peligrosa, publicado en 1987.

-Exacto. ¿Por qué Aira sale a disputar con Saer y no con un autor italiano, o austríaco? Porque le interesa disputar un espacio dentro de la literatura argentina. 

-Ya que hablamos del tiempo, fue gracias al tiempo que podemos decir que se hizo justicia con la obra de estos dos autores, que gozan ahora de un lugar fundamental en la “literatura argentina”.

-Lo que yo creo, y es una cuestión importante para nosotros como lectores, es que la disputa entre escritores no nos tiene que importar. Y lo digo en el siguiente sentido: los autores tienen una tendencia a la supremacía, con respecto a los demás, a sus pares, con respecto a ser “los elegidos”. Y en la literatura argentina Borges no es elegido, Aira no es el elegido, Saer no es elegido, Juana Bignozzi no es la elegida. Son, estos y otros, un conjunto de grandes escritores, y eso es lo que le da grandeza y riqueza a la literatura argentina. Eso le da riqueza a lo que llamamos la literatura argentina. Por eso queremos estar ahí. 

-Beatriz Sarlo, en el cierre de la muestra Conexión Saer, en 2017, dijo: “La literatura argentina no es un campeonato de fútbol, no tiene una tabla de posiciones. Cada lector establece su propio canon”

-Claro. No es una tabla de posiciones. Pero entiendo el problema si lo pienso desde el punto de vista de los autores. Muchas veces, en la soledad de la escritura, en la “orgullosa soledad”, diría Arlt, en la casi siempre decepcionante recepción de una obra, frente a la comprobación de la modestísima circulación que pueden tener sus libros en la Argentina, tal vez sea necesario que un autor, como en un impulso mental, tenga que otorgarse a sí mismo, para seguir escribiendo, el valor que los otros (los lectores, los pares, los profesores, los periodistas, los jurados de los premios) aún no les dan. 

Pero insisto, a nosotros como lectores eso no tiene que importarnos. En la cátedra de Literatura Argentina II, en la Universidad de Rosario, donde trabajo con Nora Avaro y Analía Capdevila decimos “en esta biblioteca están Horacio Quiroga, Alfonsina, Borges, Arlt, Saer, Aira, Juana Bignozzi. Todos juntos”. Siendo que es muy posible que Borges hubiera preferido que no estuvieran ni Quiroga, ni Arlt, ni Alfonsina, que Saer hubiese preferido que no estuviese Puig, Aira que no estuviese Saer y Bignozzi que no estuviese ninguno de todos los demás. 

-¿Cuándo se da la consolidación de Saer en la literatura argentina? 

-Miguel Dalmaroni estudió muy bien el tema. Esa consolidación se da alrededor de los años 80. A partir de la publicación de parte de la obra de Saer en Centro Editor América Latina (CEAL), de la revista Punto de Vista, que reseña, comenta, difunde y valora la obra Saer y del curso que da María Teresa Gramuglio en la cátedra de Literatura Argentina de la Universidad de Buenos Aires, en esos primeros años de la recuperación democrática. 

-¿Qué sostiene a esa operación?

-Aclaremos antes algo. Esa operación puede fallar; no se trata solamente de publicar a un autor, sostenerlo desde una revista e insertarlo en un programa de una universidad prestigiosa. Esa “operación” debe sostenerse en algo fundamental: el valor de la obra. La operación por sí sola no alcanza, o no vale de nada.  

-Es evidente y decisivo el rol de las intelectuales, una especie de santa trinidad saeriana: Sarlo, Gramuglio, Zanetti. Sarlo tuvo posiciones relevantes en Punto de Vista, Gramuglio en la UBA, y Zanetti en el CEAL. Recuerdo el cierre del Coloquio Saer 2017, donde Sarlo dijo “nosotros debíamos defender a Juani, difundir sus novelas, darlo a conocer; éramos la Guardia Pretoriana de Saer. Pero ahora se inicia una nueva etapa, ya no es necesario defenderlo porque su obra ya entró en la posteridad”.

-Esta construcción que hacés sucintamente puede ser presentada de esta manera. Pero es más compleja y de más larga duración. En primer lugar, porque Gramuglio había escrito en 1969, en Los libros, una revista muy importante de la época, la primera gran reseña de la obra de Saer, sobre Cicatrices. Ahí comienza a armarse un camino. Luego, en 1984, Gramuglio escribe el artículo El lugar de Saer que, además, es publicado en Juan José Saer por Juan José Saer, un libro extraordinario que inventó -porque un editor debe tener ideas-, Jorge Lafforgue.

Sarlo ya había publicado en 1974, también en Los libros, una reseña sobre El limonero real. Es decir, ambas ya venían leyendo y acompañando la obra de Saer. Y Zanetti, amiga y compañera de ellas dos, estaba dirigiendo la colección Capítulo en CEAL. Ojo, que te llamaran para publicar en Centro Editor era súper relevante. Era una editorial de una circulación extensísima, cuyos libros se distribuían en kioscos. Y a la que Susana le agregó en la colección Las Nuevas Propuestas, una asombrosa visión de futuro. Ahí, a principios de los 80, publican Saer, Aira, Elvio Gandolfo, Fogwill, Hebe Uhart. ¡Cómo la vio Susana! 

Entonces, no es solo el CEAL, sino la historia del CEAL; no es solamente la inclusión de Saer en la cátedra de Gramuglio, sino la historia de María Teresa como lectora de Saer; no es solamente Beatriz Sarlo, sino que es Sarlo y Punto de Vista como lectores y difusores, como respaldo crítico de la obra de Saer. No es un momento de milagro o magia lo que se produce, sino que hay una historia que respalda esa operación, y que además, se sustenta en la solidez de una obra.

-Saer se jactaba de no enviarles libros a la crítica para que lean su obra. Ahora bien, ¿eso no es un poco contradictorio cuando tenía un grupo de amigos intelectuales, lectores especializados que podían ejercer una influencia positiva para la lectura de su obra? 

-¿Cómo circula una obra? Uno le dice a otro, ¿leíste a esta autora o a este autor? Hay una anécdota que cuenta Carlos Altamirano en Estaciones, publicado por la editorial Ampersand. Sucede en una reunión en Corrientes, de jóvenes intelectuales, o tal vez aún no intelectuales. Ahí está Hugo Gola y Hugo le dice a Altamirano “¿ves a ese que camina ahí adelante? Es un extraordinario. Tenés que leerlo”. En ese momento, Saer tenía dos libros publicados. 

Saer genera una admiración entre pares muy tempranamente. Cuando a Saer renuncia o lo hacen renunciar a El Litoral, después del escándalo que se suscitó luego de publicar en el diario el cuento “Solas” se viene para Rosario, se anota en la carrera de Filosofía y muy rápidamente los de “acá” dicen: llegó un súper escritor. Los de acá son Josefina Ludmer, Adolfo Prieto, Nicolás Rosa, Gramuglio, profesores, alumnos, jóvenes, no tan jóvenes, que de repente descubren a un escritor, cuando él lo único que hace es venir para Rosario. Los libros de Saer desde el comienzo, desde muy temprano, fueron encontrando lectores muy sensibles a esa obra, que eran además, lectores de calidad.  

-Hablando de predecesores, ¿Juan L. Ortiz sería lo que es hoy sin la intervención que hizo Juan José Saer sobre él?

-A veces me pregunto, ¿cuántos años debe vivir un historiador, en este caso, de un objeto humilde como es la literatura argentina, para comprenderlo todo? 

Recién en los últimos tiempos pudimos ir viendo la recepción que en los años 70 tuvo la publicación En el aura del sauce bajo el sello Vigil (editorial rosarina que publicó en 1966 la primera edición de La vuelta completa). 

En uno de sus últimos libros Tamara Kamenszain cuenta un viaje que hizo junto a Héctor Libertella y César Aira, para visitar a Juanele. Se quedan unos días en Paraná, en una especie de pensión, y lo ayudan a hacer unos libros manuales. 

Néstor Sánchez también visitó al poeta entrerriano; de hecho, publicó un cuento en el que no se lo nombra, pero la referencia es la de él, como señala Osvaldo Baigorria en su biografía Sobre Sánchez

Con esto quiero decir que no me animaría a circunscribir la anchura ni la repercusión de la obra de Juan L. Ortiz a Saer. Pero sí es notorio, que por fuera de ese grupo de literatos, quien saca a la luz a Juanele es Saer con la publicación de El río sin orillas. A partir de una obra consolidada, ya pública, (pública en el sentido de que alguien va a cualquier librería y los libros de Saer están, se consiguen), Saer sí es un gran impulsor de Juan L. Ortiz. 

Pero hay que destacar que este camino también es de reversa, porque a partir de leer y conocer la obra de Juanele, es que nosotros comenzamos a entender de dónde viene Saer. Es una pregunta muy interesante que nos podemos hacer los lectores ¿Y Saer de dónde viene, de dónde vienen estas frases, estos signos de puntuación? 

No se sabía mucho porque no se conocía mucho la obra de Juanele, no era tan identificable ese origen, entre otras cosas, y esto también hay que precisarlo, porque en el medio hubo una dictadura. Los libros de Juan L. Ortiz fueron incinerados por la dictadura: se cortó su circulación. Y es Saer sí, efectivamente quien propicia una relectura masiva de los poemas de Juanele.

-Con el cuento Palo y hueso terminaste el Seminario II de Literatura Argentina, en la Universidad Nacional de Rosario. ¿Puede ser este uno de los libros más importantes del autor, sobre todo en relación con una posible “superación” o al menos una diferenciación con Borges? Retomo acá la mención que hacés en tu libro sobre Sarlo, cuando dice en Zona Saer que Palo y hueso “corrige” a La intrusa de Borges, una propuesta tan lúdica como paradójica ya que el texto de autor del El Aleph fue publicado un año después de la aparición de Palo y Hueso.

-Ese cuento me gusta por muchas razones. En primer lugar hay una tríada de personajes muy buena: el padre y su mujer (recién comprada, o canjeada creo que por una escopeta), y el hijo, que flirteaba con la chica sin saber que el padre la iría a comprar. Los jóvenes intentan escaparse. Y uno, como lector, tiene la expectativa, la esperanza, el deseo, de que ellos dos se tomen el colectivo, se vayan a la ciudad y lo dejen solo al viejo. Pero el viejo les gana. Los dos, en lugar de irse, se vuelven al rancho, caminando atrás del viejo. 

-¿Es una cuestión económica también lo que condiciona a esos personajes?

-El viejo gana también porque tiene el rancho. Es esa idea de “¿adónde van a ir ustedes?”, es la idea del poder. El poder siempre gana… Es un mundo muy opresivo el del relato. Pero tampoco está subrayado de una manera naturalista. Y ahí es donde entra Borges. No, para mí, en términos de reescritura sino en cuanto a cierto impulso de la prosa borgeana en la sintaxis y en la construcción de personajes de Saer. 

Yo creo que Saer leyó extremadamente bien a Borges. Lo leyó como autor influyente, no como crítico. Y hay efectivamente ahí en esos primeros relatos de Saer, en En la zona, en Responso, en Palo y hueso, ecos de las enseñanzas de Borges. 

-En Saer en la literatura argentina te permitiste trabajar con aspectos biográficos: referencias geográficas, personas reales y su juego con sus construcciones ficticias y literarias. Él era reticente a este tipo de información, ¿cómo lograste cruzar estos vectores sin caer en una lectura realista de los textos ficcionales?

-Me interesaba poner en juego esas dos dimensiones, incluso en esa especie de broma que cuento en el libro cuando me encuentro con el poeta Jorge Isaías en Rosario, donde me dice que el editor que aparece en Lo imborrable estaba inspirado en un librero de Rosario, un distribuidor de libros con quien había trabajado Isaías y el mismo Saer, también. Entonces, desde la vereda de enfrente, el poeta me muestra el libro y casi a los gritos me dice “Tal es tal, tal otro es este otro”. 

Esa idea de identificación a mí me interesó. No porque eso sea ni válido ni importante para leer la novela, pues en ese caso sería una mala novela. Sino para subrayar cómo los años “argentinos” de Saer habían sido constitutivos en la construcción de su obra, de un escenario y de muchos de sus personajes. 

Quise mostrar que se podía armar alguna discreta relación entre ficción, biografía y autobiografía. Me fue de mucha utilidad haber leído algunas de las cartas que Saer les enviaba a su hermana y a su mamá; luego las llamaba por teléfono los domingos, cuando se lo instalaron (cabe decirles a los más jóvenes que tener teléfono no hace tanto tiempo era un privilegio). Son cartas familiares, de la vida cotidiana y afectiva, no son cartas literarias. 

-Para seguir con la línea entre lo ficcional y lo biográfico, y que tiene que ver con vos, ¿te ves reconocido en algún personaje de la ficción saeriana, al menos en algunos rasgos?

-Para nada. No (risas).

-Tuve la sospecha que podías ser Soldi. Con tu negativa entonces podría pensar en Paulo Ricci…

-Ni Paulo ni yo. Yo creo que sé quién es. Pero no te lo voy a decir (más risas).

FT

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