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Reconocer a las trabajadoras comunitarias: La deuda pendiente

sobreviviente del crímen hídrico de Santa Fe (2003), Referenta de La Poderosa.
En Argentina existen más de 5.000 comedores registrados oficialmente.

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Hace casi 20 años, como pretensión de movimiento social latinoaméricano, comenzó La Poderosa en Zavaleta (CABA) y no tan mágicamente sino más causalmente, abrió una olla con mucho, muchísimo caldo de cultivo. La que sazonaba y buscaba cómo llenar esa olla era y es Neli Vargas que, con 64 años y la mitad de su vida al servicio de la comunidad, pasa sus días alimentando a más de 500 personas en el comedor Evita. 

En la Argentina de la pre-pandemia, más de 8 millones de personas ya recibían algún tipo de asistencia alimentaria. Ese número ascendió a 12 millones durante la pandemia y hoy son alrededor de 10 millones. Existen más de 5.000 comedores registrados oficialmente, a los que se suman aquellos que el Estado no tiene en sus listas, sostenidos por miles de mujeres como Neli, que ni siquiera podemos “contar” porque no existen estadísticas que muestren esto que tanto cuesta ver.

En esta lucha por la visibilización, comenzamos a “contarnos” entendiendo que todas esas horas eran trabajo. De ahí nacen algunos datos: sólo en las asambleas de La Poderosa tenemos más de 1.700 trabajadoras a cargo de comedores, merenderos y ollas. Por este trabajo, el 30% de dichas trabajadoras no cobra ni siquiera los 33.870 pesos de un programa social (que es un poco más de un quinto de la canasta básica total a diciembre 2022 para una familia de 5, según INDEC) a pesar de atender a quienes van a buscar un plato de comida. Entre ellos, el 57% son niños, niñas y adolescentes.

Una vez que pudimos entender nosotras todo ese trabajo, nos pusimos al hombro otro: sacarlo del barrio y ponerlo en otras mesas. ¿Para un reconocimiento simbólico? No. Para un reconocimiento económico definitivo.

Pero definitivo no es vitalicio: Neli busca dejar las ollas. No literalmente, sino que dejen de ser la única alternativa de miles de familias, de niños y niñas que comen salteado, como si comer no fuera una cuestión de Estado. Buscamos, como ella, compartir un debate (que es nuestro pero es de todos y todas, y también es más profundo): mostrar el último eslabón de la pobreza estructural. Mostrar las implicancias de vivir y crecer en pobreza es parte de lo que quisimos hacer en el estudio cualitativo que realizamos junto a UNICEF en distintos barrios populares del país.

Esta pobreza es estructuralmente feminizada. Según un informe de Ecofeminita, el 70% del 10% más pobre del país somos mujeres. Que salimos a ganar el pan fuera de casa y que trabajamos en nuestras viviendas, al cuidado del hogar, las niñeces y los ancianos. Y que también trabajamos sin cobrar en esa red que sostiene al barrio: el trabajo comunitario. Laburando todo el día, todos los días, y sin ingresos, así que sin autonomía.

Por eso cuando decimos Neli, también decimos Susana, Beatriz, Gilda o Ramona, LAS RAMONAS. Estas mujeres, trabajadoras de la triple jornada, emergieron del COVID-19 visibilizando una pandemia más anciana, y más tapada: la pandemia de la desigualdad. Estas cocineras no eligieron este mundo, pero hasta el día de hoy, eligen no darle la espalda. Las niñas y niños que nacen en Argentina tampoco eligen de qué lado de la línea de la pobreza “caer”. El 51% hoy nace empobrecido, con derechos vulnerados, pocas esperanzas y una única certeza: querer salir de la pobreza.

Hoy, que la desigualdad abandone nuestros barrios resulta cada vez más cuesta arriba: una inflación interanual del 95% contra salarios formales que se han ajustado por debajo de esa y un trabajo informal que ha “compensado” mucho menos (93,8% y 65,4%, respectivamente, según el índice de salarios a diciembre 2022 de INDEC), contra recortes en las políticas alimentarias, de seguridad social y educación, contra barrios donde el agua, la luz y demás servicios básicos cuando no son prohibitivos son el enemigo. La energía que suele iluminar, en el barrio te puede electrocutar o tu casa quemar. El agua, que es sinónimo de vida, en el barrio te enferma, te ahoga o te contamina. El gas como combustible para estar calentitos, en el barrio te asfixia de a poquito.

¿No me creen? Capaz sólo no conocen. En el microdocumental que realizamos junto a UNICEF pueden conocer esta realidad, contada en primera persona por quienes la viven. Si no, también les cuento: nuestro Observatorio Villero estimó, en el relevamiento de condiciones habitacionales 2022 en 23 asentamientos/villas/barrios populares del país (que incluyó más de 1.200 viviendas), que en el 63% de nuestros barrios no hay conexión formal de agua y que solamente el 36% tiene las conexiones cloacales en orden. Nuestra realidad, golpeada por un urbanismo precario, se potencia en las grandes ciudades donde el hacinamiento es moneda corriente y donde los inviernos son temporada de graves incendios. Esto se debe a la infraestructura eléctrica que colapsa provocando, por ejemplo, que el 29% de los hogares relevados sufriera la pérdida de electrodomésticos o que, por cortocircuitos o el uso frecuente de velas o braseros, las viviendas quedaran en cenizas. Además, el 90% de las cocinas comunitarias de La Poderosa y de nuestros hogares dependen de garrafa, que rodea entre $1500 y $3000 por envase.

¿Y la educación? De las y los casi 600 cooperativistas, el 14% no terminó el primario, y solo el 22% tiene el secundario completo y el 1% llegó a la universidad. Entre el 2001 y el 2021, la población carcelaria vinculada a delitos narcopolicales creció un 252% y, de esas personas, el 45% no terminó la primaria. Acá no hay meritocracia que alcance.

Con una ensalada de desigualdad estructural, una pizca de indiferencia social y mucho abandono estatal se arma este menú desolador. Y, sin querer ser fatalistas, nos agregan un condimento explosivo… el narcotráfico. Este saltea todas las teorías económicas. Es el único que come bien en nuestros barrios. 

En Rosario, sin ir más lejos, estamos a 6 muertos de la tasa de homicidios de México. Desde que comenzó 2023, hay un muerto cada 28 horas ligado al conflicto entre bandas y el narcomenudeo. Se triplicó el número de víctimas mujeres comparado a datos del 2021, y el 12% de las muertes totales fueron niños, niñas o adolescentes. Este germen de Estado paralelo se volvió una alternativa efectiva y letal. Porque en nuestros barrios, por esta causa, el que no termina preso, termina muerto.

 Este cuento, con VOLUNTAD ESTATAL y si nos ayudan a gritar, no termina MAL… porque ahí reaparece en escena nuestra protagonista: la cocinera barrial. La que sigue pensando que los caldos son de buenos cultivos, la que sigue apostando al futuro alimentando al piberío, la que no se rinde, la que no se calla, la que, de sol a sol, TRABAJA.

Entonces yo les pregunto: ¿qué le falta a esta receta con tantas ollas y horas? UN SALARIO REAL.

Porque para jubilar para siempre esas ollas, necesitamos justicia social para las Nelis y las Ramonas.

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