Salir de la habitación de la propia época
Todo indica que el almuerzo terminó. Los gestos de la sobremesa se acomodan en la tarde del domingo. Manchas de vino, migas de pan francés, amorfos restos de grasa o tubérculos. Los bollos de las servilletas se levantan como picos montañosos devolviendo a la mesa el volumen achatado por los rumores de la siesta. Entre nuestros pies, los ronquidos alzan la voz y el perro contagia su sueño a los comensales que entrecierran los ojos mientras balbucean agradecimientos, halagos culinarios y anuncios de retirada.
Mi abuela se levanta de su silla con la elegancia de una bailarina. Cada vez que lo hace, las miradas se detienen sobre sus movimientos dueños de la sutileza. Alguien señala el alto de sus tacos, alguien pregunta por el equilibrio, alguien acaricia el vértigo con la mirada puesta en sus pies.
En mi época -dice mi abuela- usábamos unos tacos espantosos, tuve que perder el miedo y aprender a sostener el equilibrio. Mi abuelo alza la voz para contar la anécdota de las empanadas, pide disculpas por la interrupción y remata con un chiste que luego edulcora por miedo a ser cancelado. Con ochenta años y el léxico al día, la época no puede ser más suya. Mi abuela retoma la narración y explica el ejercicio: la caminata consistía en un vaivén por el balcón que daba a la avenida; los tacos puntiagudos, una bandeja de empanadas sobre la cabeza y sostener un ritmo acompasado sin bajar los ojos.
Una vez- dice mi abuelo con la fórmula de la anécdota bien masticada- se tropezó. Hace una pausa dramática y aunque todxs en la mesa conocemos el desenlace, nos impacientamos por escuchar el devenir del traspié. Mi abuela se ríe y ladea la cabeza pícara y orgullosa hacia un lado. Las empanadas, como una suelta de palomas, sobrevolaron la avenida, cruzaron el cielo, revolotearon sobre los autos y se desarmaron antes de aterrizar. Pequeños trozos de carne tucumana giraron sobre su eje y cortaron el aire antes de caer sobre las cabezas. La coreografía de las empanadas es relatada con precisión por mis abuelxs que, a esta altura, comparten las palabras para poetizar el tropezón con el eficaz placer de la carne cortada a cuchillo.
Cuenta el mito que una sola empanada, la paloma blanca que se destaca entre la bandada, llegó intacta a las manos de un transeúnte. Miente el mito que ese afortunado fue Pompeyo Audivert. El actor de los movimientos imposibles atajó la empanada entre sus dedos como una gaviota que pesca en el aire del río. Al parecer, Pompeyo mordió y agradeció la ofrenda con los ojos redondos levantados al balcón. Esa fue la primera obra en la que vi actuar a Pompeyo. No la pesca de la empanada, claro, que tan solo escuché relatar, sino En el aire del río. De esa obra recuerdo los movimientos de su boca, la gigantografía de sus pupilas, el redondeo de su columna vertebral abrazando la totalidad de la escena. Recuerdo también haber pensado que eso era teatro viejo, que estaba fuera de época.
Mi mamá frunce la boca en clara expresión de desagrado y sentencia: en nuestra época había menos palomas que ahora. Hija del relato de las empanadas aladas, mi mamá guarda una especial aprehensión por las palomas a las que confiesa no soportar. Elucubro tontas interpretaciones respecto a ese desagrado, pero me termino perdiendo en la frase introductoria de todos estos relatos: en mi época. ¿Cuál es la mía? ¿Soy capaz de sostener el posesivo entre los dientes con la mirada estirada hacia el pasado? Lo intento. Me sumo al tiroteo temporal.
En mi época, digo sin saber cómo voy a continuar la frase porque confío en que seré interrumpida por una carcajada que burle mi intento de anacronismo. Pero no. Nadie se ríe. Esperan la anécdota de mi época. Pero yo no la tengo. Acaso sea hora de buscarla. Acaso esta ya no sea mi época.
El presente se nubla entre ese “ya no” de las historias y un “no todavía” del silencio. Salgo de la casa familiar con la mirada fija en la tiniebla. Pedaleo hasta el centro de la ciudad. Los LED multicolores de la calle Corrientes brillan. Ablando los párpados para no dejarme cegar por las luces del siglo. Las palomas picotean los restos de garrapiñada que se acumulan en las puertas de los teatros.
Entro en Habitación Macbeth, Pompeyo, blanco en la sala oscura, se desprende de la obediencia debida al tiempo, renuncia -epifánico- a la subjetividad esperada, quiebra el cuerpo como un monstruo, alardea voces pretéritas, inventa los gestos de un futuro isabelino. No existe arte que pueda descifrar el sentido del alma en las líneas del rostro, dice Duncan al comienzo de la tragedia y Pompeyo demuestra cuánto se equivoca. Pompeyo es ese trueno, ese relámpago, esa lluvia donde todo Macbeth vuelve a encontrarse. El cuerpo del actor es esa habitación donde todo Macbeth, todos sus personajes, sus bosques, sus dagas y sus lechos, se reúnen. Pompeyo hace cicatriz en cada palabra, cruje la locura. Actúa, actúa, actúa y el vino se derrama, también se vuelve mancha, una mancha capaz de difuminar los reflejos de ese espejo que entra y sale de la escena mientras las máscaras caen y con ellas: nuestra época.
La primera vez que vi actuar a Pompeyo Audivert pensé que el teatro que hacía era viejo. Ahora pienso que no está tan mal salir de la habitación de mi época.
Habitación Macbeth puede verse los sábados a las 21.00 y los domingos a las 20.00 en el Centro Cultural de la Cooperación (Av. Corrientes 1543).
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