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Ramiro Barreiro

Maldonado, Uruguay —

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El cultivo se presenta como un camposanto en donde todavía se erigen algunas plantas. La cosecha terminó y aquellas que no llegaron a ser levantadas morirán de pie. El cielo plomizo se une en armonía a los morados, ocres, azules y verdes de hojas y cogollos.

Es también el final para muchos animales de monte que encontraron en el cultivo un oculto y seguro ecosistema.

“Cuando se hace el despalillado hay un primer control en el que se encuentra de todo: nidos de pájaros, orugas de lagarta, liebres y víboras, que saben llegar hasta el secadero”, enumera Juan Vaz, consultor del cultivo de la chacra Kender y nombre de peso en la historia de la legalización del cannabis en Uruguay.

Allí, en uno de los secaderos se respira un clima de sosiego y la música marca el ritmo de las tareas. Un trío de mates se cruza entre los dedos pegoteados de Juan, Emiliano, Gastón, Matías, Carolina, Maia, Andrés y Thiago.

La chacra de cannabis entera está armada con tres pilares de la economía circular: containers, pallets y tachos de pintura. La industria está en formación y las bandejas donde descansan los cogollos lo anuncian: “Uso exclusivo agropecuario”. El resto de los activos es fruto de la inversión inicial, y será ganancia en la próxima temporada.

Lejos de la búsqueda estética que desvela a los cultivadores domésticos, en un cultivo industrial las plantas reciben el trato de cañaverales. Aquí la weed , como se conoce en el mercado a la costosa marihuana, es hemp o cáñamo, el nombre que reciben las plantas de los cultivos industriales. No hay modernos y costosos indoors ni macetas de lona. Hay lodo, hojas amarillas y cogollos quemados.

También hay porros, claro, fruto de la cosecha personal y recreo de estos trabajadores rurales que aportan amor agregado a un producto pensado por su valor.

“La gente piensa que hay que hacer 40 hectáreas de golpe para poder hacerse millonario de la noche a la mañana y está mal esa ecuación. Es preferible hacer una hectárea de calidad, bien hecha, con gente contenta y sacando resultados esperados. Esto es una maratón, no una carrera de velocidad y hay que dar pasos firmes y seguros”, explica a elDiarioAR Nicolás Ferrari, director de Kender, una joven empresa que cultiva cannabis puro en cannabidiol (CBD) y lo exporta a Suiza. Lo hace mientras esquiva charcos.

Demasiada agua

La faena arranca temprano en el campo, incluso en uno que cultiva cannabis. En Maldonado, al este de Uruguay, donde la humedad promedio oscila el 70%, el clima no convoca. Las nubes negras tapan la luz y la lluvia arreció durante toda la noche. Los caminos resbalan y el agua y el barro estarán presentes todo el día, como lo estuvieron durante toda la temporada.

“Recibimos 900 milímetros de lluvia en febrero, en plena flora, en una zona donde suele llover 1.000 milímetros anuales. El agua trajo consigo hongos botrytis, fusarium y esclerotinia, entre otros”, cuenta Ferrari. 

El hoy famoso CBD es el componente de la marihuana que no es psico disociativo, como sí lo es el tetrahidrocannabinol, o THC, y además de fumarlo o vaporizarlo, se encuentra en alimentos, productos fitoterapéuticos y aceites.

Las lluvias del último verano ocasionaron la pérdida del 30% de las plantas, pero la firma creada por Ferrari y otros tres argentinos logró cosechar cerca de 3.500 kilos de flor seca que saldrá en poco tiempo a Europa, donde el CBD está reemplazando al tabaco.

Este uso, y el medicinal es lo que convierte al cannabis en un producto en vías de comoditizarse, aunque falta mucho para eso. 

“El que quiera invertir, que invierta en bitcoin y tal vez tiene más suerte”, aconseja Ferrari.

La principal función de este argentino de 34 años es combinar la sabiduría de ingenieros agrónomos con la experiencia de cultivadores recreativos de cannabis, muchos de ellos producían en su casa para regalar o vender y hoy son los dueños de algunos de los 171 clubes legales de cultivo que existen en Uruguay.

“La que necesitamos es una mano de obra especializada”, advierte el abogado, “muchos vienen del mundo del cannabis clandestino, de muchos años de trabajar con la planta cuando era ilegal”.

Entre las seis hectáreas de Kender y otras siete de dos campos asociados se cosechó un cargamento que, según los precios internacionales, podría rondar los 750.000 dólares. La inversión de los argentinos pasará el punto de equilibrio en su segundo año de actividad, y hasta podría generar un 20% de ganancia.

La demanda de flores va en ascenso. “Si tiras 200 millones de kilos de flores hay mercado”, garantiza Juan Vaz, un nombre de peso en la historia de la legalización del cannabis en Uruguay y asesor de Kender, gracias a una vasta experiencia de cultivo en España y otros lugares donde persiste la prohibición y aún no puede mencionar.

El negocio mundial del cannabis medicinal tiene muchas empresas dando vueltas, pero pocas economías reales. Abundan eternos buscadores de inversores para proyectos que van cambiando de dueños e inflando acciones pero, a veces, no llegan a tirar una sola semilla al suelo.

Por esta razón hablar de Latinoamérica como tierra prometida es algo apurado y es una apreciación que se mide más en caracteres que en hectáreas. De momento, el mercado del cannabis en la región es apenas un esbozo de intenciones que viven chocando con la realidad de gobiernos y funcionarios que entienden poco del tema. De acuerdo con New Frontier Data, América Latina ocupa el último puesto entre las principales regiones, con US$9.800 millones de ganancias anuales. Asia es el primero, con US$132.900 millones. 

“La parte regulatoria te limita mucho”, confiesa Ferrari, “Obviamente el boom del cannabis no viene acompañado de las regulaciones de los países y eso achica el mercado, pero este escenario no quita que se puede ir abriendo en los próximos meses / años y las opciones van a ser mayores”.

Jornaleros 

Entre marzo y abril, cuando llega la zafra, los jornaleros dejan todo lo que estén haciendo, incluso a sus familias, y se van al campo a recoger flores. Acá no faltan brazos. Los llamados cannabicultores son el primer eslabón de un negocio que comienza a dejar divisas.

Los cosecheros llegan de distintas partes de Uruguay: de San Carlos, Maldonado y Montevideo. Arrancan a las 5 de la mañana y a veces se toman hasta cuatro colectivos para llegar al campo.

Las jornadas duran hasta diez horas. A lo largo del día levantan, seleccionan, limpian y secan cogollos de CBD. La paga les sirve para, luego, pasar el invierno sin sobresaltos. La chacra Kender empleó en total a unas 30 personas durante la última cosecha. Fueron reclutados por el boca a boca o en redes sociales, sobre todo, en historias de Instagram. 

El cannabis es legal en Uruguay desde 2013. Sin embargo, la comunidad en torno a la hierba aún conserva costumbres de su pasado clandestino. No es para menos, en los últimos meses se repitieron violentos allanamientos policiales sin orden judicial en casas de cultivadores domésticos. Los allanamientos fue un avance del ministerio del Interior -conducido por Jorge Larrañaga- sobre los registros del Ircca, el organismo que controla la actividad.

Los jornaleros tienen todas las características de cualquier otro trabajador golondrina, pero muchos de ellos se consideran aprendices de un arte que aman y que los desafía: el cultivo de marihuana.

En el caso de Emiliano Mumari, también sirvió para curarse de una adicción. Nació en Montevideo hace 34 años pero vive en Guazuvirá, un apacible balneario de Canelones, a una hora de la capital. Tuvo su primera planta de cannabis a los 19 años gracias a un psiquiatra que le planteó ese consumo como una alternativa al alcohol y la cocaína. En su primer cultivo le fue bien, a pesar de no tener acceso a internet o a alguien que le enseñara. 

“La terapia de cultivar marihuana ya es valiosa por sí misma. Meter la mano en la tierra, jugar con las lombrices e imitar los procesos de la naturaleza te conecta, y fumar también es mi medicina del día a día, hoy es lo único que consumo”, dice Emiliano, padre de León, de 7 años. 

Hace una década que Emiliano cultiva “de corrido”, pero la posibilidad de trabajar en Kender la vive como un posgrado.

“Físicamente el campo es duro, las distancias son largas, cuando llueve te pesan los pies y es sacrificado pero si te gusta esto estás en el mejor lugar de todos. Se me dio la posibilidad de conocer esto, y claro, un club te permite hasta 99 plantas y acá había 10.000. Es un laburo que además está bien pago y se forma un grupo de amigos tremendo con los que venís a compartir algo bueno. Cada vez hay más trabajo”, asegura.

Y opina: “Hay una contradicción porque, por un lado, el país se vende como el Uruguay cannábico y al inversor lo traen por ese lado y por el otro tenés al ministro del Interior persiguiendo a los cultivadores que, en realidad, son la base para que esto funcione, porque esto no es como plantar lechuga. Esto requiere conocimiento pero también pasión”.

Emiliano fundó su propio club. Los clubes de cannabis son una de las tres modalidades de acceso a esta sustancia según la legislación uruguaya. Son asociaciones sin fines de lucro para la producción y distribución legal de cannabis entre un grupo cerrado de usuarios. La de Emiliano era en la zona de Melilla, en el peligroso oeste montevideano, pero un robo de plantas volvió todo a fojas cero y lo obligó a reinventarse. Algo que ya sabe hacer.

RB

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