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La resaca del fin de los tapabocas en España: de la euforia nocturna a la prudencia del día después

Una pareja se besa frente a la prensa mientras alrededor celebran el cambio de normativa

Mónica Zas Marcos

elDiario.es —

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Adiós al símbolo de la pandemia al aire libre. Además de proteger, la mascarilla sirvió durante un año como recordatorio de una amenaza invisible. Hasta en los momentos más desahogados y con menor incidencia por Covid-19, este trozo de tela unido a dos cuerdas deja patente que la crisis sanitaria aún no ha terminado.

La relación que hemos generado con ella ha sido cambiante y ha sufrido tantos altibajos como el propio pico de contagios. Desde el rechazo inicial hasta el hartazgo actual, pasando por el miedo a la escasez y el uso ideológico, la vida de las mascarillas en España se ha contado por capítulos y hoy llega a su final. Al menos, al primero de ellos.

Este sábado –en realidad, viernes por la noche– los españoles se despojaron de la mascarilla por la calle como quien se quita una prenda incómoda al llegar a casa. En la Puerta del Sol de Madrid, decenas de personas lo celebraron con cánticos y las tiraron por los aires. Las basuras estaban repletas de los que, optimistas, confiaban en volver andando a sus domicilios, ya que en el transporte público sigue siendo obligatoria. Ese fue el caso de Patricia (20 años), que a las nueve de la noche depositó su quirúrgica en la papelera más cercana a la terraza donde iba a cenar en Madrid. “Caí después en que la necesitaba para ir al baño”, cuenta entre risas. Le “salvó” una amiga que tenía otra en el coche.

Al igual que el pasado 9 de mayo, una especie de efecto Nochevieja acompañó al fin de la medida, con euforia, gritos de “libertad”, botellones en las calles y más presencia policial. Aunque el ambiente no tuvo comparación con el descontrol del final del estado de alarma, a las doce quedaban pocos prudentes con la cara tapada.

Pero hay quien vaticina que las complicaciones llegarán a partir de ahora donde sí hay que llevarlas: interiores y medios de transporte de uso público. “Han intentado subirse un par de chicos al taxi tapándose la boca con una chaqueta”, dice Fernando desde la ventanilla del conductor y a la altura de un paso de cebra en Pintor Rosales. La noche pintaba “larga” y no descarta más episodios de este tipo en el futuro.

“No hemos tenido ningún problema”, reconoce en cambio el puertas de un local de copas de Moncloa. “La gente se la quita fuera para fumar, pero sin ella no pueden pasar”, afirma. ¿Y la distancia de seguridad? La norma del Gobierno contempla que no se use siempre que se garantice el metro y medio de distancia entre no convivientes. Algo que, en Madrid, brilló por su ausencia. Cuatro patrullas de Policía aparcadas en Sol dedicaron parte de la noche a acercarse a grupos de gente para indicarles que, en aglomeraciones, hay que ponerse la mascarilla hasta en el exterior. De paso, alguno se llevó una multa por beber en la calle.

Un poco antes, una pareja celebraba el final de la obligatoriedad de la medida dándose un beso delante de los focos y un grupo de cuatro chicas las agitaba por lo alto como si fuesen un lazo de rodeo. Pero en los alrededores del teatrillo de Sol, montado a los pies de la sede de la Comunidad de Madrid, el fin de la medida fue menos épico. En una avenida de bares y restaurantes del sur de Madrid, muchos ni siquiera se acordaban de ella.

“Da gusto sentir el aire en la cara”, declara Alejandro (35 años), uno de los olvidadizos que a la una de la mañana aún la llevaba puesta. “Esto debería haber pasado mucho antes”, dice el profesor refiriéndose a su fin en exteriores, en lo que España fue más estricta que la mayoría de sus vecinos europeos. Sergio reconoce que “le molestaba” llevarla al aire libre, pero entiende que se haya mantenido hasta ahora. “Lo he visto lógico por un tema de responsabilidad social y para asegurar que la gente se adaptaba a ella”, explica. Algo que ha funcionado a la vista de las imágenes del día siguiente, en las que la prudencia brilló a plena luz del día.

En la mañana del sábado, al sur de Madrid y en una zona comercial, mucha gente prefirió salir con ella puesta antes que llevarla en el bolsillo. Y no solo en la capital. En torno a las 10 de la mañana, por el barrio de Triana, en Sevilla, la mayoría de los viandantes lucía mascarilla por la calle, sobre todo la gente de más edad. Llevarla en las calles más concurridas es, además de una recomendación de los sanitarios, una obligación en otros países como Bélgica, que adelantaron a España en la norma pero han incluido más matices.

“No me cuesta nada y si no la llevo puesta seguro que me la dejo en casa”, asegura mientras tira la basura Ángel (70 años), jubilado y con las dos dosis de vacuna puestas. “Me siento más protegida y, sobre todo, que os protejo a vosotros”, dice Dolores (89 años) refiriéndose a los jóvenes que están aún sin vacunar. Tampoco descarta quitársela en algún momento de los largos paseos que da junto a sus hijas. “Yo ya estoy mayor y con el calor me ahogo”, dice risueña. “Vivo con mis padres y hasta que no me vacunen y sepa que no va haber otro rebrote, prefiero usarla”, añade Martín, estudiante de Políticas de 19 años y uno de los jóvenes que recibió este sábado con mascarilla sin ninguna obligación.

La vida de las mascarillas, por capítulos: de la escasez al hartazgo

Las mascarillas son un símbolo, pero no únicamente. Su valor como medida de protección ante el coronavirus no se ha puesto en duda, pero sí ha tenido muchos matices desde marzo de 2020. En un primer momento las mascarillas saltaron a la palestra mediática precisamente por su escasez. “Yo iba cada semana a la farmacia de mi barrio y no les quedaban ni de las baratas ni de las caras”, recuerda Sergio. El 23 de abril, el Gobierno tuvo que publicar una normativa en el BOE con un precio máximo de los artículos de protección sanitaria, como mascarillas y geles hidroalcohólicos –en abril, las primeras costaban 0,96 céntimos y en noviembre bajó a 72–. Así explotó la breve burbuja especulativa de las mascarillas.

Natalia, farmacéutica en Ibiza, recuerda que les costó encontrarlas incluso para ellas. La OMS estableció que las mascarillas debían dirigirse a los profesionales sanitarios, pero los farmacéuticos contaban solo como trabajadores esenciales. Además, la prioridad de las comunidades en ese momento era “no alarmar a la población”, así que enviaron una circular a las farmacias diciendo que no usaran guantes ni mamparas. “No me contagié de milagro”, explica la joven. Marcos, carnicero en Madrid, reconoce que en los primeros días de marzo “el uso de mascarillas aún no estaba claro ni era obligatorio y veías a gente con gafas de snowboard, bolsas de plástico en la cabeza y dos o tres trozos de tela atadas en la boca”. Un escenario que define como “grotesco” y que por suerte duró poco.

Una vez empezaron a llegar con más asiduidad, la gente se lanzó hacia ellas como al papel higiénico. Fue entonces también cuando se empezó a desestigmatizar a la comunidad asiática en España, que empezó a llevarlas semanas antes de declarar la pandemia y muchos tuvieron que sufrir insultos racistas por ello. “Nos molesta que los españoles no se tomen en serio el coronavirus”, decían entonces.

Con la desescalada, la “prenda” que antes de la crisis del coronavirus provocaba rechazo y desconfianza y después se convirtió en el bien más preciado de las farmacias, sirvió como reclamo a los negocios que necesitan potenciar sus ventas. Fue el boom de las mascarillas de tela personalizadas, según estilo e ideología. Así llegaron también los primeros debates sobre su idoneidad y los tipos de mascarilla. Mientras que Alemania y Austria impusieron hace poco las mascarillas FFP2 en lugares como el transporte público o comercios, y desaconsejan o prohíben las de tela, otros países como España, Estados Unidos o Reino Unido no obligan a la utilización de mascarillas específicas entre la población general.

“Hasta hace nada llevaba dos quirúrgicas, una encima de la otra, pero con el calor me he pasado a la FPP2”, replica Nieves, funcionaria de 63 años, y que aún está a la espera de recibir la segunda dosis de AstraZeneca. Los españoles, según el CIS, se han decantado por las desechables (un 92%) y usan una media de 5,5 semanales. La libre elección ha revertido en una diversidad de usos, casi todos malos, ya que solo hay una forma de proteger usando mascarilla: ajustarla y que tape bien la nariz y la boca.

Aunque les hayamos dicho adiós en los exteriores, aún le queda vida a la mascarilla. Para empezar, su uso en interiores sigue siendo obligatorio, en algunos exteriores también, y hay expertos que abogan por seguir usándola en los periodos de gripe estacional u otros virus respiratorios. A partir de ahora, la transición es importante: quitarse la mascarilla, pero quitársela bien.

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