Viaje a la Florida más trumpista: dentro de una cumbre juvenil del conservadurismo ultra

Oliver Laughland

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La entreplanta del Centro de Convenciones de Tampa, en Florida, hierve de un caótico murmullo de derechas: teorías de la conspiración, política del agravio y nacionalismo cristiano. Mires donde mires hay alguien bajo los focos rodeado de público y generando contenido.

Delante de mí, Russell Brand está sentado en un sofá blanco retransmitiendo en directo a través de la plataforma de vídeo conservadora Rumble. Su invitado es el influencer de la alt-right Jack Posobiec. A la izquierda, por un pasillo flanqueado por pequeñas cabinas de retransmisión, se encuentra Roger Stone, veterano asesor de Donald Trump y autoproclamado “maestro de las jugarretas sucias”, que dirige un podcast ante su propio público. Al fondo, en un gran andamio metálico, se encuentra el canal War Room de Steve Bannon, ocupado en alternar imágenes en directo de una pequeña protesta fuera del evento y anuncios de diversos productos alineados con Trump.

El panorama es la materialización de uno de los famosos lemas publicitarios de Bannon: inundar la zona de mierda. Se trata de la cumbre Turning Point Student Action (punto de inflexión, acción estudiantil), una reunión anual dirigida a los conservadores de la generación Z que atrae a miles de jóvenes de todo Estados Unidos. De hecho, fue una de las fuerzas impulsoras del éxito de Trump entre los votantes masculinos más jóvenes en las últimas elecciones.

En el pabellón junto a la entreplanta, un desfile incesante de estrellas del movimiento MAGA sube al escenario para pronunciar los discursos principales, entre llamaradas, cañones de fuego, atronadora música electrónica dubstep, rayos láser giratorios y luces estroboscópicas. Brand pronuncia una extraña diatriba, a medio camino entre el monólogo cómico y el sermón evangélico, sobre su reciente conversión al cristianismo; un discurso bizarro con aliteraciones e incongruencias. Como era de esperar, no hace ninguna mención a las múltiples acusaciones de violación y agresión sexual que se le imputan en el Reino Unido (de las que se ha declarado inocente).

Le sigue Tom Homan, conocido como el zar de la frontera de Trump, que es recibido con vítores de “¡USA! ¡USA!” Y que habla de sí mismo en tercera persona: “¡Tom Homan está llevando a cabo una de las operaciones de deportación más masivas que ha visto este país!”. Es difícil seguir el ritmo de esta mezcla de alarmismo, severidad y autocomplacencia. Es el epítome de la América de Trump.

Mi colega Tom Silverstone y yo llegamos a esta convención como primera parada de un viaje por el sur de Florida. Lo que en su día fue un estado indeciso por excelencia, y que solía mantener a todo el país en vilo el día de las elecciones (ya que su resultado podía decantar la victoria hacia los republicanos o los demócratas), ahora es indudablemente republicano y alberga algunas de las vastas fuentes de riqueza personal del presidente, como su club de playa, Mar-a-Lago. También es uno de los centros neurálgicos de su programa de deportaciones masivas.

No parece casualidad que el ritmo frenético de Turning Point refleje los primeros seis meses del segundo mandato de Trump, que ha pasado de los escándalos a las políticas extremas y a los negocios turbios a una velocidad extraordinaria, desde la aceptación por parte de la Casa Blanca de un jet de lujo de 400 millones, regalo del Estado de Qatar, hasta la creación por parte de la familia del presidente de un exclusivo club privado en Washington que cobra a sus socios cuotas de 430.000 euros.

En la cúspide de estos descarados esfuerzos por monetizar la presidencia se encuentra la incursión de Trump en el mundo de las criptomonedas. Lanzó su memecoin $TRUMP tres días antes de tomar posesión del cargo. Estas monedas digitales tienen poco o ningún uso financiero y son propensas a rápidas fluctuaciones del mercado. Los analistas estiman que la familia del presidente ha ganado unos 315 millones de dólares (271 millones de euros) desde que se lanzó a esta aventura en este mercado volátil y especulativo, y que cientos de miles de inversores han perdido dinero.

Todo el episodio refuerza la idea de que el regreso de Trump al poder marcaría el inicio de una segunda Edad Dorada, como la que vivió Estados Unidos tras la guerra civil (desde la década de 1870 hasta principios del siglo XX), cuando el dominio sin precedentes de la industria y la tecnología dio paso a una corrupción desenfrenada y una desigualdad extrema.

En mayo, algunos de los mayores inversores en la moneda $TRUMP fueron invitados a una cena con el presidente en su campo de golf de Virginia y luego a una visita VIP a la Casa Blanca, lo que algunos observadores describieron como un descarado pago por favores. La secretaria de prensa de la Casa Blanca, Karoline Leavitt, ha dicho que Trump cumple con todas las leyes sobre conflictos de intereses “aplicables al presidente”.

Sin embargo, nadie en Turning Point parece especialmente preocupado por ninguna de estas aparentes estafas. Anthony Watson, colaborador de la organización, se encuentra en la zona de merchandising de la convención, donde se venden zapatos de golf dorados de Trump, de edición limitada, a 500 dólares (430 euros). Esquiva mis preguntas sobre el jet catarí sin muchos reparos.

“¿Qué hay de malo en aceptarlo?”, pregunta, después de que le señale que podría entrar en la definición general de soborno. “Bueno, ¿qué obtuvieron a cambio (los cataríes)? Hasta que no sea así, solo son especulaciones”. Busco a Stone para preguntarle qué opinarían los padres fundadores, que redactaron la cláusula sobre emolumentos extranjeros de la Constitución estadounidense para bloquear la corrupción y limitar la influencia extranjera, de la incursión de Trump en las memecoins. “No creo que pudieran imaginar las criptomonedas, ni la era tecnológica en la que vivimos”, señala, esquivando también mi pregunta.

Más allá de su ingenio, estos planes para hacer dinero también ponen de manifiesto una clara contradicción dentro del movimiento MAGA y su agenda America First. Aunque la mayoría siguen siendo anónimos, algunos de los mayores inversores en la memecoin de Trump han resultado ser ciudadanos extranjeros, uno de ellos con vínculos con el Partido Comunista Chino. ¿Cómo encaja eso con America First?

Dirijo esta pregunta a Bannon, quien me saluda con una sonrisa y profesa su amor por The Guardian, a pesar de habernos descrito como “putos comunistas del Reino Unido”.

Está dispuesto a reconocer que le genera cierto malestar, especialmente cuando menciono al Partido Comunista chino. Pero aun así encuentra la manera de justificarlo, alegando que el acto VIP en la Casa Blanca reflejaba un impulso hacia el “capitalismo emprendedor”. “Ahora mismo tengo demasiadas cosas entre manos, ni siquiera me centro en las memecoins”, asegura, y añade: “El asunto de las criptomonedas tampoco tiene tanto peso.

Con esta afirmación, Bannon hace un viraje, ya que en 2019 describió las criptomonedas como algo que “tiene un gran futuro... en esta revuelta populista global” y, según informa ABC News, en 2021 tomó, junto con el estratega republicano Boris Epshteyn, el control de una memecoin contra Joe Biden. Parece incómodo cuando le pregunto por esta iniciativa, llamada $FJB (oficialmente Freedom Jobs Business y extraoficialmente Fuck Joe Biden), dadas las acusaciones de desaparición de fondos, los supuestos incumplimientos en las donaciones prometidas a organizaciones benéficas y una posible investigación por parte del Departamento de Justicia de Estados Unidos en 2023.

“Creo que invertí 500.000 dólares (430.000 euros)”, recuerda Bannon. ¿Lo perdió todo? “Sí. Creo que lo perdí todo”, responde. Califica las informaciones sobre una investigación del Departamento de Justicia de “noticias falsas”.

Salimos de Turning Point poco después del discurso principal de Bannon, que incluye una andanada de elogios a la ofensiva contra la inmigración y arranca un sonoro aplauso. “Deportaciones masivas ya. Amnistía, nunca”, proclama. Conducimos unas cuatro horas hacia el sur de Tampa, hasta el corazón de los Everglades —una vasta región pantanosa del sur de Florida, conocida por sus humedales, cipreses y manglares—, donde una carretera de un solo carril se abre paso entre la espesa vegetación.

Las medidas de control de la migración del Gobierno Federal son, en cierto modo, tan descaradas y abiertas como los beneficios económicos que obtiene la familia Trump. A unos 800 metros, una gran señal de tráfico azul brillante recién instalada anuncia que nos acercamos a “Alligator Alcatraz” (el Alcatraz de los caimán), un centro de detención construido apresuradamente, similar a una tienda de campaña, rodeado de pantanos infestados de mosquitos y cocodrilos, a unos 80 kilómetros de Miami.

En una calculada muestra de espectacularidad draconiana, Trump visitó el centro en julio, pareciendo deleitarse con sus duras condiciones. Se ha convertido en un símbolo de esta era de expulsiones. De las 57000 personas detenidas por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas, más del 70% no tiene antecedentes penales. Este jueves, una jueza federal ordenó al Gobierno cerrar y desmantelar la prisión en un plazo de 60 días.

Esa mañana, un reducido grupo de manifestantes se encontraba junto a la ruta y observa la cárcel con consternación. “Este lugar es una vergüenza” denuncia uno de los carteles.

Les explico que venimos de Tampa y les pregunto qué relación creen que tiene el centro contra el que protestan con mis conversaciones sobre el enriquecimiento personal de Trump en la convención.

“Todo forma parte de lo mismo”, responde una manifestante mayor. “Para Trump, se trata de acumular poder y dinero. Está haciendo todo lo posible para enriquecerse mientras es presidente. Pero sabe que para ello tiene que mantenerse en el poder, y todo esto es por el poder”, dice, señalando hacia el centro de detención: “Poder y miedo”.

Unos minutos más tarde, una camioneta blanca sale de una carretera que conduce al centro. El coche se detiene en un terraplén cubierto de hierba y sale una familia. Intentaron entrar para ver a un familiar llamado Martín Sánchez. No lo consiguieron

Sánchez, me cuentan, ha vivido en Estados Unidos sin papeles durante los últimos 25 años, desde que llegó de México. Tiene dos hijos pequeños y no tiene antecedentes penales; paga sus impuestos y trabaja como jardinero en la ciudad de Palm Beach. Fue detenido hace cuatro días, cuando iba a trabajar, a cortar el césped.

“Me llama con frecuencia”, explica su prima Janet García: “No se ha podido duchar. Lo tratan como a un preso. Lo detuvieron por trabajar, eso es todo”.

García dirige su mirada hacia el centro de detención, bajo el sol abrasador. “Sin migrantes, este país se va a hundir”, afirma: “Tenemos a un delincuente en la Casa Blanca, pero a la gente que tienen entre rejas en este centro ni siquiera le han puesto una multa de tráfico”.

Hay algo llamativo en el lugar donde detuvieron a Martin: el condado de Palm Beach, en la costa este de Florida, alberga algunas de las desigualdades de ingresos más marcadas y crecientes del estado. El precio medio de la vivienda multiplica por seis los ingresos medios. Conocido como el “Wall Street del sur”, su favorable fiscalidad para las empresas —con un impuesto de sociedades relativamente bajo y exenciones para ciertos tipos de entidades— ha atraído a algunos de los mayores grupos financieros del mundo y es el hogar de al menos 67 multimillonarios. El más destacado de ellos es, por supuesto, Trump, cuyo club, Mar-a-Lago, está situado en una calle arbolada junto al mar. Hace un año, la cuota anual de los socios aumentó a un millón de dólares (860.000 euros)

Nos dirigimos a un banco de alimentos situado a poca distancia del club de Trump, donde una fila de unas 20 personas espera a que se abran las puertas. Un cartel plastificado en la pared advierte de que los funcionarios de inmigración necesitarán una orden judicial válida para entrar en las instalaciones y que el banco de alimentos, gestionado por una organización local sin ánimo de lucro, sigue atendiendo a las personas independientemente de su situación legal.

El condado tiene una población significativa de personas procedentes de Haití, muchas de las cuales están bajo amenaza de deportación después de que Trump decidiera poner fin a sus protecciones migratorias temporales, a pesar de la crisis de seguridad en el país. “Algunos tienen miedo de venir”, dice un religioso voluntario. “Es duro, te lo puedes imaginar. No tienes comida, pero, por tu situación migratoria, te quedas en casa”.

La directora del programa, Ruth Mageria, me muestra las grandes reservas de alimentos en los frigoríficos y me dice que el uso de la despensa ha aumentado un 71% en los últimos cinco años. Se espera que la situación empeore, ya que un proyecto de ley de gastos aprobado por el Congreso, controlado por los republicanos, y promulgado por Trump, recortará las prestaciones básicas de ayuda alimentaria para unos 22,3 millones de familias en todo el país, al tiempo que garantiza una serie de recortes fiscales para los ricos. La organización ha empezado a preparar la despensa para racionar sus reservas.

Con una tormenta que se aproxima sobre el Atlántico y nubes oscuras que se forman como un maremoto en el horizonte, buscamos Mar-a-Lago. Nos paramos en un puente, en la recién renombrada Avenida Presidente Donald J. Trump, y contemplamos la fila de multimillonarios. Esta comunidad fue fundada durante la primera edad dorada de Estados Unidos.

Es un final de mal agüero para este viaje de 640 kilómetros a través del estado de Florida. Las carreteras se han vaciado, pero un reducido grupo de jardineros, ya empapados, está podando las altas palmeras fuera del club.

Oliver Laughland es el jefe de redacción de la oficina sur de The Guardian en Estados Unidos

Traducción de Emma Reverter