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The Guardian

La vida, los misterios y las lecciones de 'sir Alfred', el hombre de la terminal

Mehran Karimi Nasseri, con 59 años, sentado entre sus pertenencias en la Terminal 1 del aeropuerto Roissy Charles De Gaulle, en París, Francia, en 2004.

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“Lleva casi 20 años viviendo en un aeropuerto”, dijo mi agente. Mi mañana de escritura se había visto felizmente interrumpida por el encargo inesperado. Tenía que coger el Eurostar de Londres a París para llegar al aeropuerto Charles de Gaulle “antes de las tres de la tarde, si es posible”. Era esa clase de encargo con la que soñamos los autores y que no suele hacerse realidad.

En el aeropuerto Charles de Gaulle debía encontrarme con “sir Alfred Mehran”, un refugiado político apátrida que en ese momento (2004) ya llevaba 16 años viviendo en un banco de la sala de embarque de la terminal 1. Si nos caíamos bien, íbamos a escribir entre los dos su autobiografía. Se llamaría El hombre de la terminal.

Mehran Karimi Nasseri era el nombre completo de sir Alfred. Había llegado al aeropuerto sin la documentación adecuada y allí se había quedado atrapado. No podía subirse a un avión sin pasaporte y, si salía del aeropuerto, en Francia lo detendrían por no llevar documentos de identificación. El aeropuerto era tierra de nadie, un limbo interminable del que nunca podría salir.

Barbara Laugwitz, la editora alemana que me había hecho venir desde Londres, fue la que me llevó hasta sir Alfred, fallecido a principios de este mes. El director de cine Steven Spielberg había adquirido los derechos de una ficción cinematográfica usando la historia de sir Alfred para el Tom Hanks de la película La terminal. Pero sir Alfred quería contar la verdadera historia de su vida en la forma que a él le gustaba más: por escrito.

¿Cómo llegó a ser nombrado caballero?

Hablé durante horas con sir Alfred mientras la vida efímera del aeropuerto transcurría a nuestro alrededor. Tenía unos 50 años. Era alto, de pelo negro y escaso, tenía ojos brillantes y despiertos. Su banco estaba rodeado por carritos de equipaje, con un montón de cajas y bolsas en las que se iban acumulando sus pertenencias. El lugar parecía un nido.

Sus pertenencias más preciadas eran las numerosas cajas llenas de folios A4 en los que había escrito su diario. Sir Alfred me explicó que llevaba más de una década usando para su diario el papel que le donaba el amable médico del aeropuerto. Hice un rápido cálculo a partir del número de cajas. “Debe de haber 10.000 páginas ahí”, aventuré. “Más, porque escribo por las dos caras para ahorrar papel”, respondió.

¿Cómo llegó a ser nombrado caballero (el título real por el que se utiliza el sir)? Con una sonrisa de oreja a oreja me explicó que había pedido ayuda por escrito a la embajada británica en Bruselas. La carta de respuesta que recibió comenzaba con la frase “Estimado sir Alfred...”. El papel llevaba el membrete de la embajada británica: “¿cómo no iba a ser un título de caballero?”, me preguntó con una sonrisa. Yo siempre lo llamaba “sir Alfred”. Le quedaba bien.

Para vender ejemplares, la mayoría de las autobiografías se anuncian como reveladoras de la verdad. Pero pronto quedó claro que en los antecedentes de sir Alfred, y de sus papeles perdidos, la verdad exacta de lo ocurrido era tan difícil de saber para él como para el resto de la humanidad. A lo largo de los años, ha habido infinidad de leyendas y rumores sobre su extraordinaria historia: que si lo habían expulsado de Irán, que si lo habían torturado, que si había perdido sus propios documentos, que si su madre había sido una enfermera inglesa. 

Le sugerí otro enfoque a mi nueva editora. “En lugar de que nuestro libro se limite a exponer los hechos, ¿qué tal si exploramos la historia de sir Alfred en un banco rojo de la terminal de un aeropuerto como un acertijo envuelto en un misterio y dentro de un enigma?”, le dije. Laugwitz se pensó un instante la poco común propuesta. “Confío en ti”, respondió.

Siempre en escena

Pasé tres semanas con sir Alfred para que me contara la historia de su vida. Hablamos un montón. Estar atrapado en una terminal de aeropuerto significaba la falta total de estructura, por lo que sir Alfred se armó él mismo una rutina. Todas las mañanas, antes de que el aeropuerto se llenara de gente, dejaba su banco y se dirigía a un baño donde se afeitaba y lavaba para “asegurar la mejor presentación de sí mismo”. Sir Alfred siempre era extremadamente educado.

A continuación, compraba el desayuno en el McDonald's y visitaba el quiosco de la terminal para comprar (o que le dieran) entre uno y tres periódicos. Luego regresaba a su banco a desayunar mientras el aeropuerto se llenaba de vida a su alrededor. Los pasajeros pasaban por delante de su banco ignorándolo. Salvo los que se quedaban mirando la cantidad de equipaje de mano que parecía llevar.

Sir Alfred comenzaba entonces la actividad que le ocupaba gran parte del día: escribir su diario. Llenaba una página tras otra con aquella letra en negro y difícil de entender que corría por páginas sin rayas ni cuadrícula. Lo escribía todo. Cuando alguna vez yo lo dejaba para ir a buscar comida, al regresar lo encontraba transcribiendo frenéticamente nuestras conversaciones, tratando de anotar todas las palabras que pudiera antes de mi vuelta.

Mientras escribíamos el libro, sir Alfred hacía grabaciones de nosotros escribiendo el libro. Era todo muy meta. En muchos sentidos, sir Alfred fue la primera estrella de la telerrealidad: permanentemente en escena. Su propia vida era en parte real y en parte un montaje. Era muy bueno para recapitular acontecimientos que acababan de producirse. A su vida en el aeropuerto solo le faltaban las cámaras, un presentador, un programa y un público que lo adorase.

Los periódicos

Tras actualizar su diario (algo que seguía haciendo durante todo el día, a medida que se iban desarrollando los acontecimientos), se acomodaba y comenzaba a leer los periódicos. A sir Alfred le encantaba leer y debatir sobre política internacional. En el aeropuerto había aprendido a leer francés y alemán usando los periódicos correspondientes y diccionarios. Era un hombre muy culto y no le gustaba perder el tiempo.

El almuerzo casi siempre era la hamburguesa de pescado de McDonald's. Durante un año coqueteó brevemente con el Burger King, pero la máquina de patatas fritas se les estropeó unos días y sir Alfred los consideró poco fiables a partir de entonces. En aquella época, a los pilotos y a la tripulación de cabina les entregaban vales para comer en el aeropuerto. Muchos traían sus almuerzos de casa y entregaban a sir Alfred los vales cuando pasaban junto a su banco. Gracias a eso, tenía un suministro casi infinito de un menú muy limitado.

El resto del día podía dedicarlo a leer las noticias, a escribir su interminable diario, o a ser entrevistado por cualquier miembro de la prensa internacional que pasara por allí. Sir Alfred no tenía teléfono móvil y nadie, yo tampoco, podía concertar una cita con él. Lo único que podías hacer era presentarte en el lugar. Una forma de aislamiento que hoy en día resulta casi inimaginable.

Casi con toda seguridad, la cena era una segunda hamburguesa de pescado. Mientras estuve allí, intenté convencer a sir Alfred de que probara una cadena italiana o el Burger King con su máquina de patatas fritas a pleno rendimiento. Él reflexionaba sobre mi propuesta como el padre que finge meditar sobre la conveniencia de un helado a medianoche sabiendo que no es buena idea. “Podríamos, pero creo que hoy me quedo con el pescado”, decía.

El aeropuerto se hacía más silencioso hacia la medianoche, aunque en realidad solo se detenía durante unas pocas horas. Mientras trabajábamos en el libro, yo me quedaba en un hotel de aeropuerto en las inmediaciones, pero para entender de verdad la vida de sir Alfred decidí pasar algunas noches en el duro banco metálico que había al lado del suyo. Las luces seguían encendidas toda la noche y los anuncios por megafonía solo se interrumpían entre la 1 y las 4.30 de la madrugada. Los bancos eran incómodos y estrechos, con el riesgo constante de caerse durante el sueño. Aquello era todo un trabajo. Después de tres noches así, un día a la hora de comer interrumpí nuestra labor por una “llamada editorial urgente” y me fui a dormir un poco.

Un aviso de bomba

Una mañana, la sexta que pasábamos juntos, los anuncios en francés de la megafonía cambiaron repentinamente de tono y los pasajeros empezaron a salir a toda velocidad de la terminal. “Dicen que hay una bomba”, anunció sir Alfred mientras señalaba con despreocupación hacia nuestra zona. Miré detrás de nosotros y allí estaba: una maleta solitaria en el pasillo ahora desierto. Unos 50 metros detrás, media docena de agentes de seguridad del aeropuerto. Uno de ellos me hizo un pequeño saludo por encima de su escudo antiexplosivos.

Sir Alfred no tenía ninguna intención de evacuar la zona. No quería abandonar las numerosas cajas con las páginas A4 de su diario. “En realidad nunca es una bomba, ocurre a menudo, un turista se olvida la maleta”, dijo encogiéndose de hombros, con la seguridad de un hombre que ya ha visto muchas veces al pequeño robot abriéndolas con su sierra. 

Estaba claro que yo iba a tener que tomar una decisión. No quería que mi carrera como biógrafo oficial de sir Alfred terminara antes de empezar, pero tampoco quería estropear nuestro vínculo creciente huyendo a la primera de cambio. Así que me quedé y volví a preguntarle sobre su estancia en Berlín Occidental durante el invierno de 1977. 

Por encima de su hombro, reflejada en una ventana que iba desde el suelo hasta el techo se distinguía la hoja giratoria de la motosierra en miniatura con que el pequeño robot comenzaba a cortar la maleta. Bajo la mesa, sin que lo viera sir Alfred, yo estaba cruzando los dedos. Un pijama salió de la maleta abierta cuando él terminaba de describir su viaje en tren hacia un Berlín Occidental nevado. 

“¿Esto suele pasar?”, le pregunté. “Puede que una vez por semana”, respondió. Estábamos en 2004. Habían pasado poco más de dos años desde el atentado de las Torres Gemelas. Recuerdo haber pensado que tal vez la contaminación no era el mayor peligro que afrontaba sir Alfred allí.

Sabiduría zen

Sir Alfred tenía muchos momentos de sabiduría zen. Disfruté viendo sus interacciones con periodistas de otros países que aparecían en el lugar, a veces cargados de niños en viaje de vacaciones, pidiendo desesperadamente una entrevista de 20 minutos. Me encantaba ver cómo sir Alfred respondía a las diferentes personalidades y a las mismas preguntas.

Al final de una de esas entrevistas, un periodista dijo que envidiaba la libertad de sir Alfred: “Me gustaría vivir libre como usted, sin preocupaciones”, le dijo. Sir Alfred señaló a su alrededor y respondió: “Hay muchos bancos”. En vez de aceptar la invitación a una nueva vida en el aeropuerto, el periodista tomó su vuelo hacia el Caribe.

Meses después volví al aeropuerto para entregarle a sir Alfred los ejemplares que le correspondían como autor de nuestro libro, El hombre de la terminal. Como siempre, no fue posible llamarle antes por teléfono. Yo estaba un poco nervioso, porque quería desesperadamente que le gustara. Cuando me acerqué a su banco, me vio y su cara se iluminó con una amplia sonrisa. Me había preocupado innecesariamente. “Es un triunfo”, proclamó modestamente.

El gerente de la empresa que llevaba el quiosco de la terminal 1 había encargado muchos ejemplares y estaba haciendo un gran negocio vendiéndolos para que sir Alfred los firmara, cosa que él hacía encantado con todos los que se lo pedían. 

Después de que se publicara el libro, sir Alfred vivió en el aeropuerto durante dos años más. Hasta que sus problemas de salud y un mayor nivel de seguridad aeroportuaria hicieron que lo trasladaran. Había pasado 18 largos años viviendo allí, respirando un aire contaminado que no era bueno para él, que padecía graves infecciones respiratorias.

Un auténtico caballero

Los años que siguieron los pasó en un albergue para indigentes de un barrio periférico de París. Me pregunté cómo sería eso para él. Se había construido toda una identidad como el tipo del aeropuerto y ahora había pasado a ser el tipo que solía estar en el aeropuerto. Teniendo en cuenta la inestabilidad de su vida, sir Alfred fue un superviviente sensacional.

Conocer a sir Alfred me ha hecho pensar mucho. Sobre todo, en la importancia de esos pequeños trozos de papel llamados pasaportes que hacen legales los movimientos entre países. Más de diez años después, esa semilla de una idea rebrotó y me puse a trabajar con el escritor Eoin Colfer y el artista Giovanni Rigano en Ilegal, una novela gráfica que sigue a dos hermanos mientras tratan de cruzar el Mediterráneo sin documentos.

Me caía muy bien sir Alfred. Era un auténtico caballero. Me entristeció mucho su muerte pero me consoló saber que había vuelto al aeropuerto para pasar en él sus últimas dos semanas en la Tierra. Después de tantos años, el aeropuerto había terminado por convertirse en su verdadero hogar. Espero que le reconfortara volver a él y sentarse en su antiguo banco, listo para el último viaje.

Traducción de Francisco de Zárate.

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