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Alberto Fernández, entre la ilusión y el desencanto

Alberto Fernández

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Veinte años no es nada, pero en este país problemático y febril un año para una gestión de gobierno es una eternidad. De mínima, es un tiempo prudencial como para hacer un balance preliminar y no sarasear en el intento.

Lo primero que hay que constatar es el naufragio de las expectativas de los intensos que habitan en ambas orillas de la famosa grieta. Alberto Fernández desilusionó a todos y todas: a quienes esperaban que emerja el “peronista racional” que rompiera con el kirchnerismo para dar un brusco volantazo a la derecha y aplicar sin mediaciones el programa del estabilshment que tan bien saben exponer Clarín o La Nación. La misma hoja de ruta que condujo a Mauricio Macri hacia donde quería ir y lo dejó en la puerta del cementerio del que hoy pretende volver como un alma en pena o como un muerto vivo. También desencantó a aquellos que creían que la moderación era una perspicaz puesta en escena táctica para ganar las elecciones, acumular poder, aumentar el volumen político y en el momento oportuno desplegar la estrategia del enfrentamiento con los poderes fácticos.

La conformación del tridente pandémico y, sobre todo, la sintonía fina con el “amigo” Horacio Rodríguez Larreta alimentaron el sueño húmedo de quienes apostaban a la primera vía. El distanciamiento con el jefe de Gobierno porteño y la disputa por la coparticipación derrumbaron la ilusión. Vicentin pareció la señal de largada en la segunda dirección, pero el retroceso en desorden frustró las fantasías depositadas en una temprana jacobinización del albertismo.

Después vino la seguidilla de toma de indecisiones: la “prohibición” de los despidos y las suspensiones que se transformó en un colador y fue transgredida desde el vamos por Paolo Rocca que impuso 1500 despidos en una de sus empresas al inicio de la pandemia; las idas y vueltas con la misma cuarentena y las concesiones graduales a quienes exigían su relajamiento; la limitación de las exportaciones del maíz y el repliegue inmediato ante el agite rabioso de los dueños de la tierra o la declaración de la telefonía celular, cable e internet como servicios esenciales en competencia para que Cablevisión termine aumentando la tarifa de acuerdo al criterio de siempre: como se le da la gana y gracias al abuso de su posición casi monopólica.

“La retirada, como táctica, es a veces necesaria; pero la retirada como política estable mina el alma” escribió Margaret Thatcher en sus memorias (Los años de Downing Street) y, pese a estar en el otro extremo de nuestro universo de ideas, debería valorarse el consejo emitido por alguien que supo transformar radical y regresivamente su país (y hasta cierto punto el mundo).

Las reculadas impuestas fueron complementadas con las concesiones voluntarias del Gobierno: el ajuste a los jubilados y jubiladas, la venia para el recorte salarial por la vía de la inflación con paritarias homologadas a la baja y —no hay que olvidarlo— la sombra terrible de Guernica.

Las medidas de cierto dirigismo light por parte del Estado contienen todos los defectos de ese tipo de programas y casi ninguna de sus virtudes: por ejemplo, las medidas de control de precios molestan a los fabricantes o distribuidores, pero no frenan la inflación que alcanzó en promedio un 36 % en 2020 y fue de más del 45 % en la canasta básica alimentaria. Fastidian a los de arriba y no conforman a los de abajo.

La gestión de la pandemia fue mutando y el exitismo inicial perdió eficacia ante una combinación fatal: un virus demasiado espinoso y un sistema de salud internacional guiado por la ganancia y la geopolítica capitalistas. Los anuncios de horizontes facilistas ante un evento de muy difícil solución aportaron a la desazón general.

En el difuso perfil de la figura presidencial se imprimieron todas esas marcas de las contradicciones políticas. Aunque no tuvo un discurso marcadamente refundacional —como sucede a menudo con los gobiernos—, Alberto Fernández no estuvo exento de trasladar la apuesta catch all de la campaña electoral a la lógica de gobierno. En ese marco, quiso ser muchas cosas: algo del primer Néstor Kirchner, pero con las condiciones bastante empeoradas de la última Cristina; un poco de Raúl Alfonsín, pero con demasiada agua corrida por debajo del puente de la democracia degradada; un poco del último Perón un argentino para otro argentino, pero en un país engrietado hasta las muelas como expresión deformada de una fractura social profunda y lacerante; cierto aire del hombre común, profesor derecho penal en la universidad pública y a la vez el producto formateado en las entrañas de la “rosca” con un cafecito siempre servido para una conversación y el pacto diplomático; algo del más fiel representante de los éxitos del primer kirchnerismo y a la vez el primer crítico de la faceta más problemática de su etapa superior; el denunciante del lawfare y el negador de sus presos políticos; el más leal y el más independiente. Entre todo lo que quiso ser se desdibujó lo que realmente es.

El desinfle, pasada la luna de miel extendida por la pandemia, se empieza a percibir en los números: según la consultora Analogías (cercana al Instituto Patria), el impacto económico de la pandemia comenzó a mostrar durante el primer mes de 2021 un desgaste de la figura presidencial. La imagen positiva de Alberto Fernández tuvo una caída de 5 puntos porcentuales respecto de finales de diciembre y de 58,7 % hoy se ubica en un 53,6 %. Pero, quizá, eso no sea lo peor, sino la percepción sobre la orientación económica del Gobierno: mientras que el 20 % de los encuestados sostuvo que la política económica es de “impulso al consumo”, un contundente 49,5 % respondió que es “de ajuste” (un 30 % no supo cómo caracterizarla).

Un estudio conjunto del Grupo de Opinión Pública (GOP) y de la consultora Trespuntozero (vinculados al Gobierno para hacer sondeos de imagen) sentenció que el 33 % de la clase media está desencantada. El informe revela que hay una confusión generalizada entre los votantes moderados del oficialismo. Perciben, con incertidumbre, que el país está sin rumbo. Y lo más alarmante, según Shila Vilker (una de las responsables del estudio), es que “el voto escéptico se termina transformando en esta especie de frustración con el mundo de la política. La idea de que los políticos son todos iguales está muy fuerte. Son personas que están al borde de un enojo muy fuerte y de cortar lazos con la política”.

El Gobierno, sus referentes o simpatizantes destacan como uno de sus logros el hecho de que la sociedad no estalló. “La política es una pregunta permanente, pero invisible sobre lo insoportable” escribió Horacio González en su libro El peronismo fuera de las fuentes. Con la mitad de las personas en situación de pobreza, una inflación galopante, una desocupación a niveles récord y una sociedad azotada por una peste indomable, se considera un gran triunfo que nadie se rebele, que nadie rompa el delicado cristal de lo insoportable y abra paso a la política. Todos preocupados por la contención, por evitar que la crisis económica se transforme en crisis política. Toda posible irrupción del conflicto social es considerada, de mínima, problemática y de máxima, un “juego a la derecha”. Como si todos los males de la reacción ya estuvieran contenidos en la acción. Se milita la gélida racionalidad de la quietud, la ética de la responsabilidad y la espera pasiva. La combinación de terror económico y pandémico, y la paz garantizada por sindicatos o movimientos sociales forman el combo de elementos coactivos para anestesiar a la contenciosa sociedad argentina. Con mayor o menor consciencia, con esta política también se pone un límite trágico hasta para cualquier intento reformista. El único “vandorismo” que opera en la escena es el del frente social empresario (en tijeras con el FMI) ante el cual el Gobierno da un paso adelante y diez pasos atrás. 

En el trasfondo de esta práctica anida una concepción de la política como mero diálogo, consenso, negación del conflicto, diplomacia y acuerdo. Nuevamente, la alguna vez llamada “Dama de hierro”, definió con precisión esta perspectiva: “A mi modo de ver —dice Thatcher en sus memorias— el consenso parece ser el proceso de abandono de toda creencia, principio, valor y política en busca de algo en lo que nadie cree, pero a lo que nadie se opone.”

Un poco más de un año después del arribo del Frente de Todos al poder estamos en presencia de un peronismo ligeramente kirchnerizado o un kirchnerismo de bajas calorías, sin el “decisionismo” que, en última instancia, toda crisis presupone y con una hecatombe social de dimensiones homéricas. Frente a la estrategia del consenso y el acuerdismo permanente y una mirada de la política que niega su característica esencial: el conflicto y la lucha. Porque la política, despojada de todos sus atributos secundarios, no es más que economía concentrada.

Un Gobierno al que se le agota el fantasma de la catástrofe macrista y la pandemia como respuesta a todo, que no entra en crisis grave, pero que se desinfla o se apaga en un presente desangelado porque generó más expectativas de las que es capaz de satisfacer. Y una sociedad que empieza a percibir en el horizonte las fronteras de lo insoportable.

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