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OPINIÓN

Bolsas de odio

Plaza de Mayo, 27 de febrero 2021

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Empecemos por una definición acerca de lo que es un discurso de odio. Voy a recurrir a los informes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, porque la Argentina ha suscripto el llamado Pacto de San José de Costa Rica y lo ha incorporado a nuestro texto constitucional. Como país, se ha sometido a la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En pocas palabras, voy a recurrir a la interpretación de los textos que son de seguimiento obligatorio en nuestro país, aun cuando Carlos Rosenkrantz. Presidente de la Corte Suprema, no esté particularmente de acuerdo.

Así, en 2004 [1], el entonces Relator especial para la Libertad de Expresión, el argentino Eduardo Bertoni, señaló en su informe anual: “Las expresiones de odio o el discurso destinado a intimidar, oprimir o incitar al odio o la violencia contra una persona o grupo en base a su raza, religión, nacionalidad, género, orientación sexual, discapacidad u otra característica grupal, no conoce fronteras de tiempo ni espacio. De la Alemania nazi y el Ku Klux Klan en Estados Unidos, a Bosnia en los noventa y el genocidio de Ruanda en 1994, se han empleado expresiones de odio para acosar, perseguir o justificar privaciones de los derechos humanos y, en su máximo extremo, para racionalizar el asesinato.”

A partir de lo expuesto, podemos configurar los caracteres distintivos de un discurso de odio:

a)      es una expresión destinada a “intimidar, oprimir o incitar al odio”;

b)      contra una persona o grupo en base a su raza, religión, nacionalidad, género, orientación sexual, discapacidad u otra característica grupal;

c)       destinado a “acosar, perseguir o justificar privaciones de los derechos humanos y, en su máximo extremo, para racionalizar el asesinato.”

Esto nos permite, además, diferenciar que expresiones ofensivas son además discursos de odio y cuales no están abarcadas por esa condición.

Voy a dar un ejemplo doloroso para quienes somos peronistas. Son las leyendas de “Viva el Cáncer”, con la que los sectores antiperonistas pintaron las paredes de Buenos Aires cuando, Eva Duarte de Perón, entonces primera dama de la Nación, agonizaba a causa de un cáncer de cuello de útero.

Esa expresión posee, sin duda, un contenido violento, ultrajante y revela el profundo odio que el peronismo generaba en un sector de la sociedad. La reivindicación pura y dura de la muerte de un opositor político. Ahora bien, por indignante que sea la expresión, y pese al odio salvaje que revela, en sí misma no acosa, ni persigue ni justifica privaciones de ningún derecho humano.

¿Hay odio en esa expresión? Sin duda. Odio salvaje. Pero, en sí misma, no incita a la violencia ni justifica persecución alguna.

Porque, hay que decirlo, lo terrible de los discursos de odio es que justifican o legitiman la violencia contra una persona o grupo de personas. Evidencian odio y provocan, o legitiman, violencia contra una persona o un colectivo.

Como señalaran Natalia Torres y Víctor Taricco [2]: “Estas expresiones, en sus múltiples niveles, son utilizadas para acosar, perseguir, segregar, justificar la violencia o la privación del ejercicio de derechos, generando un ambiente de prejuicios e intolerancia que incentiva la discriminación, la hostilidad o los ataques violentos a ciertas personas o grupos de personas; por motivos de raza, color, sexo, idioma, religión, opiniones políticas o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica o cualquier otra condición social.”

Lo que me encanta de los autores citados es su planteo respecto a “la capacidad de los discursos de odio de generar un ambiente de intolerancia e incentivar la discriminación y la violencia puede comprenderse, de una manera más profunda si se los analiza en tanto discursos sociales.”

Porque, y en efecto, los discursos de odio están dirigidos a la sociedad. Para explicarlo con claridad: Juan puede insultar a Pedro en privado y dichos insultos pueden tener un contenido de odio o de profunda discriminación por cualquier razón. Pero, en cuanto solo están destinados a Pedro, no se constituyen en un discurso social ni destinado a influir de algún modo en la sociedad.

Discursos y responsabilidades

Habiendo explicado este marco, voy a citar a Hitler y una la frase elegida casi al azar de su libro que, en honor a la verdad, es todo un discurso de odio. La frase pertenece a un viejo libro llamado “Mein Kampf” -Mi Lucha-. La cito porque ese libro es un verdadero compendio de discursos de odio, y son conocidas las consecuencias trágicas y devastadoras que dichos discursos provocaron a nivel mundial. De lo que quiero hablar es, precisamente, de los discursos de odio.

Veamos la frase: “Así es como el judío se ha constituido actualmente en el más grande instigador de la devastación alemana”. Vemos un colectivo, “el judío”, signado como causa de cosas tan graves como “la devastación alemana”. La frase permite inferir que, si los alemanes -por ejemplo- restringen o vulneran los derechos del “judío”, no de determinado judío, sino de cualquiera que pertenezca a ese colectivo, lo hacen legítimamente en cuanto y en tanto “el judío” es “el más grande instigador de la devastación alemana”. Así el colectivo “el judío” es culpable de algo y la violencia contra ese colectivo es, no un hecho de violencia ni de discriminación, sino una suerte de justicia. Será violencia, pero legitimada o justificada.

Así de siniestro es el funcionamiento de los discursos de odio. Lo que afectó a los judíos en la Alemania nazi, afectó a los negros, a las mujeres, a los comunistas, a los homosexuales, a los extranjeros y otros colectivos a lo largo de la historia de la humanidad. Siempre hay actores sociales que buscan un “culpable” de los males de la sociedad y dicha condición de culpable pretende justificar las violencias ejercidas sobre esos colectivos signado como culpables.

Dolorosamente, la Argentina conoció los efectos de un discurso de odio que justifico atrocidades y delitos de lesa humanidad. El colectivo era “el subversivo”, responsable signado como tal por la dictadura cívico militar. Al ser signado alguien como perteneciente al colectivo “subversivo”, el Estado argentino se arrogó el derecho a secuestrarlo, torturarlo, desaparecerlo. También a secuestrar y privar de identidad a sus hijos nacidos en cautiverio, y cuanta atrocidad más se les ocurra. Aun hoy hay sectores de la sociedad que siguen justificando esa barbarie por la necesidad de combatir la subversión. Porque así de hondo calan los discursos de odio en una sociedad.

Bien señalan Torres y Taricco: “Los discursos de odio, en tanto discursos sociales, deben alcanzar formas legítimas del decir, tener eficacia social y un público adherente. Para lograr este estatus, los discursos de odio deben salir del ámbito privado y conseguir legitimidad en el espacio público. El inicio de este proceso, de construcción de la precondición dóxica, requiere de una habilitación, un permiso, un (pre)reconocimiento de legitimidad social para esos enunciados.”

En la actualidad, las sociedades se han sofisticado y, en consecuencia, sus discursos sociales también. En particular, los discursos de odio se han sofisticado especialmente. La crudeza del libro de Hitler sería casi impensada en las sociedades modernas. Primero, porque hay una noción más clara acerca de que es un discurso de odio y luego, porque sus emisores saben que pueden ser legalmente responsables por dichos discursos.

Vacunas y prioridades

La manifestación del 27F, motorizada por la oposición política al actual gobierno argentino, tuvo un episodio que constituyó lisa y llanamente un discurso de odio. Fue el emplazamiento de bolsas mortuorias -colgadas simulando cuerpos ahorcados, en las rejas de la Casa Rosada- que ostentaban etiquetas con identificaciones como “los pibes de la Cámpora” y “Estela de Carlotto”.

Una primera interpretación daba cuenta de un discurso de odio claro: “los pibes de la Cámpora” y “Estela de Carlotto”, entre otros, deberían morir. En particular, y por el contenido simbólico macabro, la imagen de la bolsa mortuoria con el nombre de Estela de Carlotto generó rechazo inmediato, incluso entre quienes no simpatizan con el gobierno. En una bolsa como esa Estela de Carlotto recibió los restos de su hija, secuestrada y asesinada por la dictadura militar.

Quienes habían llevado adelante tan macabra instalación -y algunos de sus exegetas de ocasión, entre los que figuran algunos periodistas- salieron a decir que estábamos interpretando mal el mensaje de odio. Que había que leer el cartel completo y todo lo que decía.

Básicamente los carteles decían, con una letra más pequeña, “Estaba esperando la vacuna, pero se la aplicó”, y con letra más grande, “ESTELA DE CARLOTTO.”

Nos mandaban a leer literalmente la letra chica, como si ello justificara el discurso de odio que estaban emitiendo. A mi criterio, no solo no lo justificaba, sino que, además y si quedaba alguna duda sobre el discurso de odio de esas bolsas mortuorias, solo consolidaba la hipótesis. Fue, sin lugar a duda, un discurso de odio.

La hipótesis es que esas bolsas siniestras representaban muertos que podrían haberse salvado de haber contado con la vacuna que les hubiese correspondido de no habérsela aplicado Estela de Carlotto, por ejemplo. O “los pibes de la Cámpora”. Necesito resaltar especialmente este punto, por el uso del colectivo “los pibes de la Cámpora”.

En pocas palabras, en una sociedad que ha perdido casi 52.000 ciudadanos a causa del Covid-19, Estela de Carlotto o los pibes de la Cámpora son los responsables de las muertes. Omitía que Estela de Carlotto tiene edad más que suficiente para aplicarse la vacuna y que, por sus tareas al frente de un organismo de Derechos Humanos, está en riesgo por su exposición al público, requerida para el cumplimiento de sus funciones.

Respecto a los pibes de la Cámpora, omiten que muchos jóvenes -sean o no militantes de esa agrupación política- han recibido la vacuna por ser considerados personal necesario para asistir a la población precisamente respecto al manejo del Covid-19 e informar y colaborar con la campaña de vacunación de la población. Podrán gustar o no los criterios utilizados. Pero, de allí a atribuirles la muerte de personas, hay un trecho tan amplio como el mismo océano. 

Criterios y fundamentos

Veamos, si se decidiese la vacunación por orden alfabético, mi amiga Luz Alonso se vacunaría antes que yo, que soy Peñafort y que soy grupo de riesgo. Si se hiciese por orden descendente de los numero de documento, se vacunarían antes los de mayor edad, pero dejarían desprotegidos al personal de salud que deberían cuidarlos si se enfermasen.

No existe un criterio perfecto y único, sino muchos criterios mediante los cuales la sociedad a través de sus órganos de gobierno determina quiénes tienen prioridad para recibir la vacuna A mí me parece cuestionable que el gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires priorice a los adultos mayores que cuentan con ciertas y determinadas obras sociales y prepagas para ser vacunadas con preeminencia sobre quienes son asistidos por el sistema público de salud. Porque puedo entender un orden de prelación respecto a la vacuna que conjugue factores como riesgo o función que presta y me parece más justo que el criterio de prelación dado por la situación económica de alguien.

Pero volvamos al discurso de odio y las bolsas mortuorias rotuladas. El debate sobre ese montaje siniestro se dio también en redes sociales y voy a citar, por lo claro, lo que expresó Maria Esperanza Casullo en Twitter: “Una cosa que sabemos los que estudiamos los populismos de derecha es que el discurso de odio siempre viene con asteriscos, con disclaimers, indirecto. Así, los líderes pueden decir ”yo no dije esto“, pero los seguidores escuchan y se movilizan por el mensaje más obvio.”  Y añadió “En ”The Populist Radical Right“, Cas Mudde habla del ”doble discurso“ y ”la política del eufemismo estratégico“ para caracterizar este doble mensaje: los seguidores se conectan con los mensajes de superficie, los líderes preservan ”negabilidad“.

En este caso, es claro que al primer discurso de odio -la etiqueta visible y con letras grandes, que declamaba desear la muerte o incentivarla, tanto de Estela de Carlotto y de los pibes de la Cámpora-, el disclairmer (esto es la letra chica, o el eximente de responsabilidad) no le daba siquiera la posibilidad de negar tal discurso de odio, directamente los consideraba responsables de la muerte de alguien más. Alguien que podría ser el padre, la esposa, los hijos de alguien…

En pocas palabras, si son responsables -esto es, culpables de las muertes- sería legitima la agresión, el hostigamiento y la violencia contra Estela de Carlotto o los pibes de la Cámpora. Entonces queda claro que no importa qué clase de discurso leas -el de la letra grande o el de la letra chica-, el mensaje de odio permanece allí. Sin más explicación que el odio mismo. Y con sus potenciales consecuencias nefastas para la sociedad y las personas.

Para determinar si un discurso es o no de odio, suelo hacer el siguiente ejercicio. Tomo el mensaje y cambio el destinatario por alguna de las categorías sospechosas clásicas, es decir por esos colectivos que la jurisprudencia ha detectado como habituales víctimas de prácticas discriminatorias y discursos de odio. El ejercicio me dio este resultado “Estaba esperando la vacuna, pero se la aplicaron los negros, los judíos, las mujeres, los homosexuales, los extranjeros, los comunistas.” Por si quedaban dudas.

Detesto los discursos de odio, porque son una forma de violencia y legitiman la violencia en el seno de una sociedad. Desintegran el entramado de relaciones humanas que la conforman. Creo que aprender a detectarlos y a combatirlos es parte del ejercicio cotidiano para que los debates públicos sean basados en argumentos racionales y legítimos. Y, sobre todo, no violentos.

El fundamento acerca de por qué vivimos gregariamente las personas -y por qué vivo a un piso del vecino que un domingo a las 3 am está escuchando música fuerte- es que, en grupo, mejoramos las chances de sobrevivir como especie. Mi vecino, los hijos de todos, los padres de todos y hasta yo misma vivimos en sociedad porque lo necesitamos. Si legitimamos la violencia -o los discursos que la promueven-, tal vez el colectivo al que circunstancialmente pertenecemos gane alguna batalla, pero siempre habrá otro colectivo más fuerte y otra batalla.

En una sociedad, combatir la violencia no es más que un esperanzado llamado a construir colectivamente un futuro más justo, más igualitario y menos doloroso de lo que sido el pasado. Repudio la violencia, tanto material como simbólica, para que -y como solemos decir los peronistas- “reine en el pueblo el amor y la igualdad.

[1] CIDH. Informe Anual 2004. Informe de la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión.

[2] Natalia Torres, Victor Taricco “Los discursos de odio como amenaza a los derechos humanos” Centro de Estudios en Libertad de Expresión y Acceso a la Información. Facultad de Derecho. Universidad de Palermo. Abril 2019

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