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ANÁLISIS

Bukele, el Supremo: Cómo es el enérgico estilo de gobernar del presidente más popular de América Latina

Las denuncias de medios y organismos nacionales e internacionales, la criminalización del flexiblemente pragmático hipster Nayib Bukele como autoritario golpista abusivo, llevará en suelo salvadoreño a un sostenido aglutinamiento de las bases sociales que ya le dieron victorias electorales inequívocas en su masiva, arrasadora adhesión.

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Tres décadas de un bipartidismo equilibrado sólo en la violenta polarización de su antagonismo llegaron a un fin abrupto en El Salvador con las elecciones del 3 de febrero de 2019, cuando la Gran Alianza por la Unidad Nacional (GANA) ganó la presidencia. Nayib Bukele había recibido un respaldo indubitable: no sólo venció en primera vuelta, sino que el segundo candidato más votado, el también empresario, derechista y opositor Carlos Calleja estaba 20 puntos debajo de él. Durante las tres décadas de democracia que siguieron a los acuerdos de paz de 1992, el gobierno había pasado de mano en El Salvador entre los dos partidos enemigos que ahora lo habían perdido en una sola votación: la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) heredera de los militares represores en la guerra civil y el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) sucesor de la guerrilla reprimida.

Al despojo súbito del Poder Ejecutivo, siguió para estas dos fuerzas que repentinamente empezaron reconocerse virtudes recíprocas antes inadvertidas, la exclusión total del poder con las elecciones legislativas y municipales salvadoreñas del 28 de febrero, cuando el oficialismo de GANA y de Nuevas Ideas obtuvieron 61 diputados en la Asamblea Legislativa unicameral de 84 bancas: bastan 56 para legislar con mayoría absoluta. En su primera sesión del año, la Asamblea destituyó el 1° de mayo a los cinco jueces de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, el más alto tribunal de El Salvador, y luego, al Fiscal General de la Nación, y repuso las vacantes así generadas. En los tres poderes del Estado hay ahora figuras afines a un presidente de 39 años al frente de una revolución nacional donde los estímulos modernizadores a ultranza se imponen por sobre las determinaciones económicamente liberales, socialmente conservadoras y comunicacionalmente populistas.

Por la destitución y remplazo de cinco magistrados supremos (y sus cuatro suplentes) y un fiscal general, la acusación más resonante contra Bukele es la de golpismo. Fue enunciada por el FMLN, con el derecho adquirido de la víctima: a sus ideas de izquierda habían negado toda legitimidad los militares dictatoriales que practicaban la eliminación física de quienes las profesaron. Hay golpe de Estado institucional, especifica el FMLN, para justificar la equivalencia, porque la sustitución de jueces y fiscal significa hacer desaparecer el principio republicano de la independencia de los tres poderes del Estado, al destituir para renovar los cargos de los ministros de una de las cuatro salas que dividen la labor judicial de la Corte Suprema, y destituir al Fiscal General Raúl Melara y nombrar en su remplazo a Rodolfo Delgado, funcionario de carrera del Ministerio Público. El motivo para las destituciones, alegado por la Asamblea Legislativa de una sola cámara en el uso facultades análogas a las del impeachment establecidas en la Constitución de 1983, es siempre el mismo, y es aquel que en Brasil causó la invalidación de los procesos judiciales contra Lula del juez federal Sérgio Moro: la sospecha de parcialidad en su obrar nacida de la proximidad con el poder político, aquel mismo que los había sentado en sus sillas supremas. Esa es la justificación patente en los 64 votos a favor (en una Asamblea de 84 escaños).

A los dos partidos aliados de  Bukele se unió en la decisión sobre jueces y fiscal el Partido de la Concertación Nacional (PCN), conservador, y uno de los más antiguos del país. La lógica argumentativa del FMLN, en una línea de pensamiento en la que el oficialismo pulverizado en 2019 no se encuentra a solas, requiere dar por ya irremediablemente ocurrida la catástrofe cuyo desencadenamiento se denuncia, confundido con una consecuencia. Hay que menospreciar en extremo al Legislativo, y rehusarles a las 84 voces que representan al pueblo (o a las 56 del partido de gobierno) toda capacidad y voluntad deliberativa, para convertirlos en el instrumento pasivo y automático de la voluntad del Ejecutivo. Si esto ha ocurrido, la división de los poderes ya no existe, y tampoco la república, al momento de evaluar y decidir los casos de jueces y fiscal.

Una mayoría sin culpa de contar mucho más

La presidencia Bukele ofrece el espectáculo, funesto para quienes hasta el rol de comparsa saben perdido, de un gobierno que puede avanzar a su arbitrio por una ruta tan desprovista de obstáculos como nunca se había visto en El Salvador. La vez que estuvieron más cerca igual estuvieron lejos: en 1994, Arena ganó 39 bancas. Hoy para el gobierno pensar y obrar no están distanciados por el imperio de concesiones pactadas con segundas mayorías o de limitaciones negociadas con la oposición. Tampoco debe pasar por el control de una opinión pública volátil en sus apoyos, porque no se puede sino concluir que ellos le han sido dados y ratificados dos variables cuantitativas. La mayoría absoluta de sufragios inequívocos, y la ratificación acrecida de voto de una elección a la siguiente. Lo que es más, el aumento de la preferencia en más de cinco puntos -y siempre dando por descontado que es por encima del asegurado 50%-, se dio en una elección legislativa de medio término, constancia que no acompañó a partidos o movimientos nuevos caudalosos de innovaciones determinantes y asociados con figuras personalísimas: ni a Evo Morales primer presidente indígena de Bolivia ni a Lula primer presidente obrero de Brasil. En más de dos tercios de las elecciones celebradas en América Latina en tiempos de pandemia, la participación bajó con respecto a la anterior. En El Salvador, subió: a las legislativas de 2021 fue a votar un 6% con respecto al 45% de las de 2018.

Si sin embargo la asistencia promedio a las votaciones no supera en mucho a la mitad del padrón de 5.389.017 personas (sobre una población total de 6.825.935), esto se debe a que 1 de cada 4 votantes vive fuera de El Salvador y no puede concurrir a sus mesas. El voto exterior está todavía pobremente organizado. Sobre su reglamentación  chocaron Bukele y la extinta XII Legislatura, que dejó a la XIII Legislatura que inició su calendario el 1° de mayo el más carcomido de los legados políticos: el oficialismo del FMLN retuvo apenas 4 escaños y sólo 14 conservó ARENA. 

El Salvador es el país más densamente poblado de América continental, y uno de los más densamente poblados del mundo. Es también uno de los más ‘expulsivos’ de Latinoamérica: destino escogido de su migración es EEUU, y es así que el salvadoreño es el dialecto del español más hablado en Washington y el segundo más hablado en California. Que esta diáspora mudada a la primera economía del planeta no recrimine su estilo personal de gobernar con energía a un presidente empresarial que se quiere fautor del cambio climático que hará respirar a El Salvador en una atmósfera de negocios, era esperable. Inesperadas aun para los espíritus menos desprevenidos resultaron las movilizaciones nacionalistas espontáneas del domingo en Washington y en Los Ángeles. La migración guanaca (como se llama a la salvadoreña, de guanaco, ‘hermano’ en la extinta lengua indígena lenca) salió a las calles y se reunieron en parques levantando sus pancartas y cantando sus consignas claras y directas. Proclamaban el derecho del pueblo salvadoreño a la autodeterminación, repudiaban toda injerencia externa en los asuntos del gobierno democrático de su país, desmentían a la UE, a la OEA, a la vicepresidenta norteamericana Kamala Harris (antes senadora por California), y, lisa, llana y expresamente, hacían ver y oír su entusiasmo sin reservas por el presidente Bukele.

Los amigos americanos

Mientras la oposición y la comunidad internacional se dolían ante la perspectiva de que la Constitución salvadoreña hubiera sufrido una brutal paliza, indiferentes a esta tristeza se iban acumulando más pequeñas y más grandes noticias de esa especie que alimenta y oxigena el fuego de la popularidad presidencial. Siete alcaldes de Honduras habían peregrinado hasta San Salvador para rogarle a Bukele por vacunas para sus vecindarios. Después de cálculos y consultas con el Ministerio de Salud y restantes peritos sanitaristas, el presidente sacó en limpio que El Salvador podía donar 34 mil vacunas para los siete municipios hondureños  sin atrasar o perjudicar la campaña de vacunación salvadoreña en curso. El peregrinaje de los siete intendentes municipales hondureños había tenido su recompensa, que los peregrinos agradecieron sin reticencias.

No sólo a la diáspora salvadoreña integrada a la sociedad de EEUU puede oír en su clamor por la no-intervención el jefe de la diplomacia norteamericana; antes puede escuchar Antony Blinken a su propia conveniencia. La migración de menores sin acompañamiento de adultos que desde Centroamérica golpea en la frontera sur de EEUU, o entra sin golpear y sin papeles, es el más grande problema de imagen y primer problema ‘en español’ de la administración demócrata de Joe Biden.  El político superstar de El Salvador, empresario pro-business y mandatario anti-corrupción, temperamentalmente fóbico de la ineficacia, y adalid de la ley y el orden, está demostrando cómo puede cooperar con el país más problemático, Honduras, una de las fuentes más cuantiosas de migrantes y cuyo presidente, Juan Orlando Hernández, ha sido acusado de corrupción, violaciones a los DDHH, y, formalmente, y en EEUU, de narcotráfico. ¿Debe preferir Blinken la abogacía de la democracia cuyo ultraje denuncian y cuyo excelencia personal en su práctica reivindica el partido ex guerrillero que perdió el poder y las elecciones en una votación descalificadora y humillante?

El miércoles tuiteó Bukele que respetará las destituciones de jueces y fiscal por la Asamblea, dado que como a toda ley él las considera irreversibles cuando son una expresión tan mayoritaria y neta de la voluntad popular a través de sus representantes. 

El mismo día miércoles, el director general de la Policía Civil, Mauricio Arriaza Chicas, retuiteaba a Gustavo Villatoro, ministro de Justicia y Seguridad Pública, quien había informado que el martes había sido el día número 40 sin un solo homicidio. El cómputo o la mera constatación de jornadas sin muertes violentas sólo tuvo motivo de iniciarse en El Salvador después de que en la presidencia de Bukele se desarrollara el Plan Control Territorial para el cual la Asamblea Legislativa votó el martes la asignación nuevos y mayores recursos presupuestarios que permitirán al Plan avanzar a una tercera fase.  

EEUU enfrenta un enigma del que en español le regalan la clave, la del “dictadorzuelo”, como lo llama un columnista en El País. Y la Secretaría de Estado reacciona como reaccionó ante lo desconocido (pero que creían conocer) con el peronismo clásico en Argentina: de hecho, el primer término de comparación que propone la columna madrileña es Perón. Para la pregunta de cuánto tardará la Casa Blanca en detectar que un presidente que logró el milagro de reducir en forma drástica la violencia en el país de las maras y que una legislatura que en sus primeras sesiones votó sin vacilar la modernización de las fuerzas policiales en un país que este año según el BID sumará medio millón más de pobres son de los aliados más afines y más idóneos que puede encontrar para sus planes hemisféricos en el área que separa a México de Colombia no hay respuestas cantadas. 

MF

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