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A un año del ASPO
Compostera y masa madre, fase superior de lo que hicimos con nuestro encierro

Harina y levadura: dos best-sellers en el inicio del ASPO.

Julieta Roffo

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En el principio fue la harina.

Las ansiedades para asegurarse el stock de papel higiénico habían recorrido (a la clase media en) el mundo entero y los ansiosos argentinos no habíamos sido la excepción. Como en las películas en las que a Morgan Freeman le toca salvar al mundo de algún apocalipsis, los changuitos se llenaron de botellas de agua mineral, azúcar y servilletas de papel por si los rollos de higiénico no eran suficientes. Las filas medían dos o tres horas de espera: el tiempo alcanzaba y sobraba para alucinar con buscar el teléfono de Freeman entre los contactos y llamarlo para que apurara el trámite de poner las cosas en orden.

Con la alacena llena de los artículos que asociamos al fin del mundo y la cuarentena -que en los crucigramas del futuro va a figurar como “apócope de ASPO- en el Boletín Oficial, la harina devino en best-seller. Cuatro ceros, leudante, integral, de almendras. Para hacer una receta heredada de alguna abuela, o una que una amiga dictaba en un audio de WhatsApp. O para seguir las instrucciones de Paulina Cocina, a quien habría que darle un Konex del mineral más noble del mundo por la jefatura espiritual que ejerció en las miles y miles de almas de los que vivimos un poco mejor desde que nos suscribimos a ella. Para algo de todo eso comprábamos harina, o para rescatar de ese estante desordenado que son los posteos que guardamos en Instagram para mirar cuando tengamos tiempo.

Esa, la sensación de tener tiempo, atravesó las primeras semanas del encierro. La sensación de tener tiempo y casi la obligación de tener que aprovecharlo, de usarlo a nuestro favor. Una especie de revelación: íbamos a vengarnos de todas esas horas malgastadas arriba de un colectivo, de un subte, de un tren de la casa al trabajo y del trabajo a casa amasando pan casero o una torta para que la casa y la comida repusieran la calidez de estar con otros.

Hubo que entrar y salir de dos, tres, cuatro almacenes, mercados y supermercaditos con carteles que decían “Levadura no” y volver a casa con desazón y apuro por sacarse las zapatillas en la puerta, lavarse las manos no menos de cuarenta segundos, poner a lavar la ropa, limpiar el picaporte, trapear las compras con un poco de lavandina y agua o con un poco de alcohol y agua en proporciones que no podían fallar, pasar por el momento extremadamente confuso de frotar con una toallita con lavandina el envase de alcohol en gel que habíamos comprado, escuchar por radio o por tele cuántas personas se habían infectado, cuántas personas estaban internadas en terapia intensiva, cuántas personas se habían muerto, y no poder descargar todo eso de lo que se llenaba el cuerpo después de hacer todo lo que dice este párrafo premeditadamente sin puntos en un bollito de masa que entretuviera las manos y la mente.

Los que llegaban a la cuarentena con su vínculo con la cocina en nivel avanzado apostaron a la masa madre, fase superior del pan casero. Requiere tiempo (y recuerden que había, creíamos que había un montón y que era todo para nosotros) y observación (no nos íbamos a ir a ningún lado, en un dos ambientes la masa madre y la oficina se apilan, así que mirar la fermentación fue como cuidar un tamagotchi pero con una bruschetta al final del túnel). El efecto todavía se nota: hay librerías en Palermo que tienen en sus vidrieras libros que se llaman Cómo amasar con masa madre. Menos best-seller que la harina, pero primera fila a la calle.

La casa, ya devenida en oficina (o redacción), escuela, restorán a puertas cerradas y laboratorio de una convivencia extrema o de una falta de contacto físico extrema, también fue un gimnasio. Un motoquero hacía sonar el portero eléctrico: un jogging, un mat de yoga, un par de mancuernas, una de esas tiras que hay que extender en tensión para ejercitar tríceps y bíceps. Con la mesa ratona corrida y un video de YouTube en el televisor, respiramos, soltamos, sostuvimos la postura, aflojamos los hombros, transpiramos, nos preguntamos si algún vecino estaría mirando nuestras torpezas y nuestro esfuerzo, hicimos ocho más, últimos ocho. Tomamos agua, nos duchamos y pusimos la mesa ratona en su lugar.

En mayo, sin contar “barbijo” y “gel antibacterial”, las cosas que más googleábamos los argentinos después de “cómo hacer” eran “serenito”, “medialunas de grasa”, “videollamada grupal”, “pancitos saborizados”, “plastilina casera”, “pan casero sin levadura” “títeres con medias”, “buñuelos dulces”, “una línea de tiempo en Word” y “pesas caseras”.

A la posibilidad de cocinar para aprovechar (¿u ocupar?) el tiempo de repente disponible se le sumaban la necesidad de entretener a los más chicos, de ayudarlos con la tarea, de hacer ejercicio y de, aunque a través de la pantalla, ver a otros: no sabíamos que viviríamos para tener Zoompleaños.

Hubo fila en los viveros. Algo del verde con el que, incluso sin tener lo suficiente para ver en una ciudad con déficit de parques y plazas, estábamos acostumbrados a cruzarnos camino al subte, al tren, al colectivo, o en bicicleta nos estaba vedado. No sabíamos que sabíamos cómo eran los balcones cercanos al trabajo, pero de repente extrañamos una enredadera, un par de malvones o algún gato o perro asomado a la calle. Fuimos al vivero a ver si nos devolvían algo de todo eso a cambio de plata: nos trajimos alguna suculenta, algún incienso, una planta de dólar de cuyo crecimiento nos reímos para no llorar, un pino alimonado. Nos trajimos algo en lo que poner la atención y el amor, algo que nos alegrara sin salir del encierro, una bolsa de diez kilos de tierra para meter la mano porque la pelotita que alivia el estrés quedó en el primer cajón de un escritorio prohibido.  

La fase superior de ir al vivero fue empezar a compostar. A separar ya no sólo lo que se recicla de lo que no se recicla, sino también la ex basura orgánica que ahora va a una compostera que elegimos por MercadoLibre o por recomendación de un amigo medio pionero. La basura devenida en alimento para unas lombrices (preferentemente californianas, porque la cuarentena también sirve para leer sobre lombrices) que metimos a vivir en casa para que coman nuestros desperdicios, los caguen y con eso tengamos mejor abono para que crezcan el pino, el incienso y el dólar. El círculo de la vida en un rinconcito del balcón, dándole pelea a la radio, los diarios y la tele: ahí se cuentan contagiados y muertos.

A las 21 paramos el trabajo, la rutina cardio, la tarea que mandó una maestra que da clases con sus hijos alrededor, la función de títeres que cada vez cuesta más guionar, el amasado del pan, el orden de un placard del que salen postales de una vida imposible ahora mismo. Paramos y asomamos las palmas a la ventana y escuchamos los aplausos de los vecinos y los nuestros y nos da la sensación de que estar con otros nos queda más cerca que hace 5 minutos. Aplaudimos bajo el pretexto de agradecer el esfuerzo de los trabajadores de salud y alentarlos pero, para mí, un poco también para ver si nos queda aliento a nosotros mismos.

JR

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