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COLUMNA NÓMADE Opinión

De cómo conseguí determinados libros

Los libros que más recuerdo son los que llegaron a mí de manera providencial.

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A veces todos los esfuerzos que pueda hacer una editorial para promocionar un libro no son suficientes. De hecho, los libros que más recuerdo son los que llegaron a mí de manera providencial. Por ejemplo, una noche voy a ver una película con un amigo. La película era Después de hora -un film bastante atípico dentro de la filmografía de Martin Scorsese- y en ella hay una escena donde una chica está sentada en un bar y está leyendo Trópico de Cáncer, de Henry Miller. En otra mesa está un hombre. El tipo para tratar de ligar con la chica le recita el comienzo del libro: “No tengo dinero ni recursos ni esperanzas, soy el hombre más feliz del mundo. Hace un año, hace seis meses, pensaba que era un artista, ya no lo pienso, lo soy, todo lo que era literatura se ha desprendido de mí, ya no hay más libros que escribir, gracias a Dios”. La chica quedó impactada, yo también. 

Mi mamá tenía una amiga que se llamaba Elsa. Usaba poleras amarillas y fumaba sin parar. Eran buenas amigas a pesar de que a mi mamá la literatura le parecía una pérdida de tiempo y la filosofía una manera de calentarse la cabeza con estupideces. Elsa, en cambio, además de fumar, leía mucho. Les conté a las dos la escena de la película de Scorsese. Elsa sacó de su cartera Trópico de cáncer y me lo regaló. Subí a mi pieza y no paré hasta terminarlo. Era un libro vital, era como tomar whisky. Cuando pasó el tiempo y mi mamá se enfermó y estuvo varios días en coma, yo me la pasaba por los pasillos del hospital esperando las noticias de los médicos y sacaba del bolsillo de mi sobretodo el ejemplar de Miller y tomaba un trago. Era como tener una petaca para soportar el dolor. De esta manera conseguí Trópico de cáncer.

Una noche volvía tarde a mi casa en el subte de la línea E. Entré a un vagón vacío y en uno de los asientos alguien se había olvidado un libro boca abajo. Me acerqué y lo di vuelta -como cuando alguien da vueltas un naipe para ver de qué se trata el destino- el libro era La Campana de Cristal, de Sylvia Plath. Leí: “Era un verano extraño y sofocante, el verano en que electrocutaron a los Rosemberg, y yo no sabía que estaba haciendo en Nueva York. Le tengo manía a las ejecuciones. La idea de ser ejecutada me enferma y eso era lo único de que hablaban todos los periódicos -titulares que, como ojos saltones me miraban fijamente en cada entrada mohosa y oliente a maní del subterráneo-. No tenía nada que ver conmigo, pero no podía evitar preguntarme qué se siente al ser quemada viva de la cabeza a los pies”. El libro era de la editorial Tiempo Nuevo, estaba usado y subrayado por alguien. Lo encontré de esta manera. 

Me gustaba caminar por la ciudad saltando entre librerías de usados. En una de la Avenida de Mayo, encontré una mesa de saldo muy grande. Me puse a escarbar. Saqué un libro de poesía. Parecía una edición de autor o una edición de esas impresiones fantasmas, esas editoriales que nacen para sacar uno o dos libros y nada más. Abrí, leí uno de los poemas porque me atrajo el título “Basuras al amanecer”, supongo porque hasta ese momento asociaba a la poesía con los poemas de amor, los cantos a la naturaleza del romanticismo, pero no con los residuos de nuestra cultura. Leí: “Esta madrugada/ en la calle/ dominado por una especie/ de curiosidad sociológica/ hurgué con un palo en el mundo surrealista/ de algunos tachos de basura./ Comprobé que las cosas no mueren sino que son asesinadas./Vi ultrajados papeles, cáscaras de fruta, vidrios/de color inédito, extraños y atormentados metales,/ trapos, huesos, polvo, sustancias inexplicables/ que rechazó la vida. Me llamó la atención/ el torso de una muñeca con una mancha oscura,/ una especie de muerte en un campo rosado./ Parece que la cultura consiste/ en martirizar a fondo el material y empujarlo/ a lo largo de un intestino implacable./ Hasta consuela pensar que ni el mismo excremento/ puede ser obligado a abandonar el planeta”. Me quedé tieso. La forma extraña de adjetivar, los versos que podían ser muy cortos o largos, prosaicos, una música rara que gestaba el poema me conmovió. Había algo ahí, un logaritmo nuevo que yo no entendía del todo. Y si bien el poema afirmaba algo en su eficacia conclusiva, todo estaba puesto en estado de pregunta. El poeta se llamaba Joaquín Giannuzzi, compré el libro por unos pocos pesos y decidí copiarlo palmo a palmo en los poemas que yo quería escribir algún día. 

Ahora estoy en Salta, hace varios meses que estoy viajando. Fue un viaje largo de dos años a lo largo de buena parte de América, tengo 21 años. Entro en una librería y me encuentro una edición de la obra completa de Juan Gelman editada por Corregidor. La trato de robar porque no tenía un peso, pero el librero era como esos marcadores centrales italianos que no te dan respiro. Así que vuelvo al camping donde estaba parando con mis compañeros de filosofía y busco entre mis cosas. Me acuerdo que el sereno del camping me había elogiado mis botas naúticas que estaban debajo del alero de la carpa. Se las vendo. Voy y compro el libro. A los dos días me entero que al sereno lo echaron por robar de las carpas. ¿Por qué me pagó por mis botas si me las podría haber robado? De esta manera conseguí el libro de Gelman que ahora, con el paso del tiempo, se ha ido desgajando. Cuando muchos años después conocí a Gelman, le mostré el libro y él me dijo que estaba lleno de erratas. Pero yo no me di cuenta de eso, para mí las erratas eran genialidades de Gelman. 

Volví al país. Pasó el tiempo. Estoy en otro camping. En Miramar. Mi amigo Fafa está en la carpa de al lado. Una noche me dice que ya no puede pagar más el camping y que como está debiendo plata, se va a ir sin pagar, me pide que le desarme la carpa durante la noche y que la esconda en la mía. Así que Fafa se las toma y yo voy con una linterna y le desarmo la carpa. De golpe algo se cae al pasto. Lo alumbro con la linterna y veo que es un libro. En la contratapa, bajo la luz de mi linterna y el cuidado de una luna inmensa, observo por primera vez la cara extraordinaria de Samuel Beckett. Me pareció que esa cara no podía escribir mal. El libro se llamaba Molloy y era su primera novela escrita en francés. Este libro no tenía una trama convencional, parecía escrito por un enfermo mental. Me hizo revisar todo lo que pensaba hasta ese momento sobre escribir novelas.

Estamos en los años noventa. Voy a una de esas fiestas improvisadas en las casas de amigos, esas en las que éramos mortales porque no había nadie diciéndote por el celular que había otra fiesta mejor en otro lado. Cuando entrábamos a esas casas, había una cama o un sillón, donde dejábamos los abrigos. Yo usaba un sobretodo negro, de bolsillos largos. En algún momento abandono la fiesta y salgo a caminar. Noto que en mi bolsillo hay algo que pesa un poco. Es un libro, Cicatrices de Juan José Saer. ¿Quién se equivocó y lo puso ahí? Conocía a Saer de nombre pero nunca lo había leído. Me fui al Astral, un bar de la calle Corrientes que estaba abierto toda la noche. Empecé a leer Cicatrices y no lo podía creer. Era casi contemporáneo de Rayuela, pero había esquivado todos los recursos promocionales, no pertenecía a ningún boom, no parecía venir de ningún lado.

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