Opinión

La desfatalización de una historia fatal

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Una reflexión a dos voces sobre la experiencia argentina. Así podrían haberse titulado estas conversaciones entre Pablo Gerchunoff y Roy Hora que acaba de editar el sello Siglo XXI. Un economista que desde hace tiempo ha puesto su centro de interés en la historia económica nacional (aunque sus contribuciones no se limitan al ámbito de lo económico) y un historiador social que ha incursionado también por el territorio de la historia económica: dos estudiosos a los que distancia la edad –más de una generación hay entre ellos–, pero a los que une el respeto mutuo y el interés por la labor del otro.

Aunque no sé si la expresión “experiencia argentina” fue acuñada por José Luis Romero, la leí por primera vez en uno de sus artículos y la tomo de allí. La palabra experiencia trae a la mente, por asociación, varios significados y supone la intersección de al menos dos dimensiones. Evoca, por un lado, la idea de aprendizaje, de lección que acarrea la experiencia, pero también la idea de prueba, de hacer la prueba de la experiencia, de ensayo. Remite, por otro lado, a situaciones históricas, a las circunstancias en que se hace la prueba, al espacio de la experiencia y de sus protagonistas. Algo de todo esto hay en el diálogo Gerchunoff/Hora. Ellos han elegido transmitir, desde el título, la idea de que el presente está abierto a más de un futuro: La moneda en el aire. O sea, desfatalizar tanto la interpretación como el relato históricos. ¿Cómo no dar la bienvenida a este espíritu en un tiempo de escepticismo sobre la suerte de nuestro país? Pero lo que impulsa estos diálogos no es el propósito de levantar el talante de sus lectores ni renunciar al pensamiento crítico sino reanimar las preguntas sobre el pasado y el presente de la Argentina, revisar narrativas, esbozar algunas nuevas y también hacer nuevas distinciones en narrativas ya existentes.

Las primeras tres secciones de La moneda está en el aire siguen un hilo biográfico. En ese primer bloque de la conversación Roy Hora hace hablar a Gerchunoff de algunos tramos de su trayecto, de la niñez y la adolescencia en una familia de cultura comunista, de su paso por el periodismo y sus vaivenes con los estudios universitarios de economía. Hay vistas sobre circuitos en la ciudad de Buenos Aires de los años cincuenta y sesenta. Para la mirada de nuestros días la más exótica de las imágenes sobre los cincuenta se halla seguramente en las pocas líneas en que el economista recuerda haber acompañado a sus padres, en 1953, a una sala en que se velaba a Stalin, recientemente fallecido. A través de reuniones de duelo como esa, que se reprodujeron en diferentes ciudades del país en aquel año, el pequeño mundo comunista de la Argentina entraba en contacto simbólico con un afuera, el campo socialista que encabezaba la Unión Soviética, donde se verificaban las leyes de la historia y el presente se acercaba al futuro. 

Gerchunoff será llevado a contar también su experiencia con la gestión pública cuando fue incorporado al gabinete económico de Raúl Alfonsín, primero, y al de la Alianza, después, que presidió Fernando de la Rúa. “Pasar por la gestión mata la soberbia y te vuelve más comprensivo de las experiencias ajenas y, si se quiere, más compasivo”, afirma Gerchunoff. Así resume una de las lecciones que extrajo de su paso por las salas en que se piensan y se toman decisiones de gobierno. Otra enseñanza se tradujo en el sesgo que tomarían sus estudios del pasado económico nacional: “Mirar no la economía o la historia económica, sin la historia de la política económica, y hacerlo con un examen profundo de los procesos decisorios”. En la evocación de su trayectoria político-ideológica la figura de Alfonsín se asocia con un punto de viraje. Como muchos intelectuales, algunos de su edad y otros mayores que él, Gerchunoff, hasta entonces, orientado hacia la izquierda y más próximo al peronismo que a cualquier otra fuerza política, se vio atraído por el carismático dirigente radical que desde 1982 encarnaría la promesa de la democracia.

Las secciones restantes, que ocupan algo así como los dos tercios del libro, están consagradas a eso que al comienzo de estas notas llamé reflexión a dos voces sobre la experiencia argentina. El punto de partida de las conversaciones es lo que los autores denominan el “largo siglo XIX” y el eje de las charlas va a ser la historia económica argentina encuadrada en el marco de relaciones políticas y sociales que obran en y sobre el curso de esa historia. Sería difícil destacar en poco espacio la multitud de temas que se desencadenan y disparan a partir de ese comienzo (sin ignorar, por otra parte, mi propia incompetencia para hablar de muchos de ellos). De manera que en lo que sigue me limitaré a destacar algunos de los tópicos del diálogo.

Los dos autores concuerdan en que por una costumbre intelectual arraigada entre los estudiosos argentinos el relato de la historia económica echa a andar hacia 1880, con Roca, con el grupo político-intelectual que suele denominarse “generación del ochenta”. A lo sumo, si se indagan los comienzos de una nueva dinámica, se llega hasta la presidencia de Mitre. Ese relato, que se identifica con el de la modernización del país, es común a economistas puestos a hacer historia como a sociólogos. Roy Hora resalta el papel de Gino Germani en la adopción de una perspectiva que tenía su centro en la formación de la Argentina contemporánea. Tal vez Hora tuviera en mente Argentina, sociedad de masas, que apareció en 1965, año en que conoció tres ediciones. ¿Dónde iban a encontrar sus lectores esta obra colectiva editada por Torcuato Di Tella, Gino Germani y Jorge Graciarena sino en ese público joven para el cual el pensamiento del mundo social había entrado en una nueva época? Como lo deja ver otro libro colectivo, editado cuatro años después, en este caso por Torcuato Di Tella y Tulio Halperin Donghi, Los fragmentos del poder. De la oligarquía a la poliarquía argentina. En la breve nota introductoria, Halperin Donghi destaca el lazo intelectual con la compilación de 1965. ¿Y de qué se ocupa el articulo con que el historiador contribuye al volumen, “La expansión ganadera en la campaña de Buenos Aires”? De la formación de la clase que a su juicio desempeñará un papel rector en el período del “crecimiento hacia afuera” de la Argentina, la oligarquía. En resumen, me parece que lo propio del espíritu de aquel tiempo fue el convencimiento de la colaboración necesaria de sociólogos, historiadores sociales y economistas (entiéndase: economistas del desarrollo). Basta reparar en cuán compartido era el lenguaje conceptual. No se trataba, por otra parte, de una vibración exclusivamente argentina. 

El foco de interés puesto en la gestación de la modernización del país, en los rasgos y los actores de esa empresa, tendría como contraparte que la investigación no le prestara gran atención a otros aspectos de la formación histórica nacional. Por ejemplo, al desarrollo dispar de sus regiones en el proceso que siguió al dislocamiento acarreado por la independencia, proceso que iba a cristalizar en un “federalismo desigual”, como lo llama Gerchunoff, con un litoral rico y un interior pobre. Todo punto de vista conlleva una ceguera, podría concluirse. El Estudio sobre las guerras civiles argentinas (1914), de Juan Álvarez, resplandeció solitario durante mucho tiempo. Roy Hora señala algunas de las cuestiones que hasta tiempos recientes de la indagación erudita permanecieron ignoradas o inadvertidas, como la historia de las clases subalternas y sus jefes (los caudillos) en el curso que siguió la vida pública del Río de la Plata después de 1810. Las investigaciones de Gabriel di Meglio y de Raúl Fradkin han significado una fuerte innovación en este sentido. (Dicho esto, sin olvidar que, como preocupación, la presencia y la acción de las “multitudes” estuvieron presentes muy tempranamente en los círculos de la élite letrada.) 

No obstante el carácter desigual de la marcha, el progreso fue un hecho de la república oligárquica. Tanto Gerchunoff como Hora destacan en la conversación –y ya lo habían mostrado en algunos de sus trabajos– que ese “desarrollo hacia afuera” no había sido fácil y los beneficios del progreso no quedaron confinados en las familias de la clase dirigente y sus allegados. La Argentina de la movilidad social tuvo sus comienzos bajo el signo de esa república. Al preguntarse por el limitado eco de la acción proselitista de los partidos de izquierda en las filas de los trabajadores, Hora ya había apuntado a ese rasgo de la Argentina que surgió de la modernización: en los centros urbanos del Litoral y durante las primeras décadas del siglo XX, también los asalariados fueron parte de la marcha y de las perspectivas del ascenso.

La visión que ofrecen los autores de los gobiernos radicales, los de Yrigoyen y el de Alvear, es una de las más innovadoras que ofrecen estas conversaciones. Temperamentos públicos diferentes, hubo más continuidad que discontinuidad entre ambos en lo relativo a sus políticas de gobierno, sobre todo en lo que concierne a la política social. La imagen del Alvear “galerita” pierde relevancia. En cuanto a la personalidad de Hipólito Yrigoyen, los dos rasgos que se destacan son aquellos con que ya Tulio Halperin Donghi había caracterizado al caudillo de Balvanera: una mentalidad política moldeada en las luchas cívicas del siglo XIX y una capacidad notable para armar una muy eficaz máquina electoral, habilidad que desplegará plenamente en el nuevo siglo. Hay que decir que ese jefe adorado por las masas sugestionó más a sus contemporáneos. Muchos escritores probaron sus plumas haciendo la pintura del personaje visto o entrevisto casi siempre rodeado de misterio. Entre ellos estuvo uno de los mejores prosistas de la primera mitad del siglo XX, Alberto Gerchunoff, quien hará un retrato nada lisonjero de Yrigoyen (El nuevo régimen, 1918).

Dos figuras asociadas con la experiencia y la idea de la nación industrial son abordadas en la misma sección, “De Perón a Frondizi”. El hecho que los autores resaltan de los años peronistas es la transformación igualitaria que produjo y que tendría largos efectos. Dice Gerchunoff: “La década peronista de 1945-1955 fue un salto igualitario notable en un contexto autoritario, y sus consecuencias todavía no se han borrado del todo”. El economista delimitará más adelante el tiempo de ese salto justiciero: los tres primeros años del primer gobierno de Perón. La imagen del líder justicialista que ofrecen tanto Gerchunoff como Hora es la del dirigente realista, desprejuiciado, para quien la política tenía la primacía. Esa representación de un Perón como político pragmático puede hallar respaldo en algunos de los virajes que dio su política durante su gobierno. Pero choca con otros comportamientos. Por ejemplo, la crisis de las relaciones con la Iglesia. ¿Por qué Perón se enredó y atizó un conflicto que le acarrearía consecuencias catastróficas, dado que iba a arrojar a la disidencia activa a una vasta masa de los católicos, entre ellos a los militares? También los percances del gobierno de Frondizi, un dirigente que igualmente se quería realista, solicitan la atención sobre aquellos aspectos de la vida pública argentina que le pueden dar inteligibilidad. ¿Dónde insertar de otro modo el discurso de marzo de 1962 en que el presidente desarrollista pronunciaría aquellas dramáticas palabras: “No me suicidaré, ni me iré del país, ni cederé”?

Estas notas motivadas por la rica conversación Gerchunoff/Hora se han hecho muy largas. La moneda está en el aire, dicen sus autores. Ojalá lo que Joaquín V. González llamaba “ley de la discordia” y hoy denominamos “grieta” deje paso a otra vida pública.

CA