Opinión

La doble vara de la violencia estatal

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En la madrugada del lunes 8 de noviembre, en la ciudad de Corrientes, Lautaro Rosé (18) y un amigo corrieron asustados ante una persecución policial. Lautaro cayó al río Paraná. Suplicó a los policías que lo auxiliaran, porque no sabía nadar. Lo dejaron allí. Se ahogó.

Lo mismo le había pasado a Ezequiel Demonty (19), el 14 de setiembre de 2002. Aquella vez fue en el Riachuelo. Un grupo de policías federales, después de pegarle a él y a dos amigos, los tiraron a las aguas putrefactas. Ezequiel suplicó auxilio. Le respondieron: Nadá, nadá. Ezequiel no sabía nadar y se ahogó.

El viernes 12 de noviembre dos pibes de 15 y 16 años murieron “en un tiroteo con la policía”, dijeron fuentes de la bonaerense y de la justicia provincial, que no es lo mismo pero es igual. Fue en González Catán. Pasó casi desapercibido como un hecho más de “inseguridad”. No sabemos los nombres de los chicos siquiera.

El miércoles 16 de noviembre por la mañana Lucas González (17) y sus amigos volvían de jugar al fútbol. Una brigada parapolicial los persiguió y los tiroteó. Dos balazos en la cabeza mataron a Lucas.

Durante las primeras horas la información definía al baleado como “un delincuente”, y un juez de menores mandó presos a sus compañeros, en base a la información policial y sin escucharlos. Esos chicos estuvieron encerrados durante un día con la ropa todavía manchada por la sangre de Lucas. Al pasar de las horas, la supuesta persecución a ladrones fue cayendo como argumento justificatorio del accionar policial. No había más criminales que los propios policías de la Ciudad de Buenos Aires.

Desde el primer momento en que el crimen sucedió, la familia de Lucas aclaró de múltiples maneras que su hijo no era un delincuente. Lo describieron como un pibe hermoso, de estampa futbolera, que todavía conservaba costumbres de niño –tomar la chocolatada con sus galletitas preferidas, mimosear con su mamá- y soñaba con hacer las mejores jugadas en una cancha profesional. Denunciaron que la policía y los médicos del hospital público Penna, al que fue llevado en primera instancia, “lo trataron como un delincuente”. La mayoría de los medios de comunicación, los funcionarios públicos, el abogado de la familia, incluso el propio presidente de la Nación, en un tuit que luego rectificó, hicieron alusión a su condición de “inocente”.

Las palabras y los sentimientos de la familia de Lucas son comprensibles: en medio de un dolor indecible e inimaginable para quienes no lo padecimos, necesitan liberar a su hijo de acusaciones falsas. Solo que subyace allí un razonamiento que es común en una parte importante de nuestra sociedad: que quienes cometen o intentan cometer delitos se merecen formas de violencia estatal, porque se las buscan. No las consecuencias lógicas de la detención, el juzgamiento y la pena, sino cuotas de dolor e incluso de muerte que no son legales, que están jurídicamente prohibidas, pero que se consideran casi como derivación de su oficio de delincuentes. Si Lucas hubiera sido un pibe chorro; si Lucas y sus amigos hubieran estado huyendo luego de intentar o consumar un robo, una entradera o una agresión, la acción de los tres policías no se hubiera puesto en cuestión, incluyendo los balazos mortales en la cabeza. Esa justificación escalaría a niveles prácticamente inobjetables si los adolescentes hubieran cometido un homicidio. No habría horas de televisión y de radio, kilómetros de papel, litros de tinta para debatir si es correcto que policías de civil anden armados por las calles, persiguiendo gente a los balazos. Incluso, quizá, se vería como un aporte a la seguridad y a la prevención del delito. El problema es que maten a un inocente, no que maten.

Esa doble vara, esa distinción entre víctimas de distinta categoría, podemos verla en muchos otros casos. Uno es el de la Masacre en el Pabellón Séptimo. El 15 de marzo de 1978, un día después de que el Servicio Penitenciario Federal masacrara con fuego, humo, balas y golpes a 65 presos en el Pabellón Séptimo de la cárcel de Devoto, la dictadura y sus cómplices se apuraron a decirle al mundo que el hecho no había sido tan grave: “(El Juez) Guillermo Rivarola recorrió el penal, según crónica del SPF junto con el Ministro de Justicia, Brigadier Auditor D. Julio Arnaldo Gómez, Director Nacional del SPF, Coronel (RE) D. Jorge Antonio Dotti y autoridades de la institución, quienes comprobaron que los muertos y lesionados lo fueron únicamente como consecuencia de quemaduras y asfixia, no existiendo ninguno con lesiones de bala. Asimismo, déjase expresa constancia que en los sucesos acaecidos no tuvo participación la población de internos alojados a disposición del Poder Ejecutivo Nacional”, contaba el diario Clarín. En el epígrafe se aclara explícitamente: “Se informó que en el lugar había delincuentes comunes”.  

La dictadura y sus voceros le decían al mundo que lo sucedido no era tan grave porque no se habían masacrado presos ni presas políticas –eso eran los detenidos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, conocidos entonces como los presos PEN- , sino solo presos comunes. Sabían que, a un mes y medio de que se iniciara el Mundial de fútbol en nuestro país, una matanza de presos políticos generaría reclamos internacionales que la muerte igualmente horrible de delincuentes comunes no provocaría. Esa doble vara se tradujo en que recién en el año 2014, y solo después de que lo reclamara un sobreviviente y luego otros, y familiares a quienes un grupo de abogadxs acompañamos jurídicamente, esa masacre –etiquetada como “motín de los colchones”- no se consideró ni se investigó como un delito de lesa humanidad. Aun hoy, algunos organismos de derechos humanos y sectores del poder judicial no la ven como tal. 

La doble vara de la violencia estatal, la idea de que policías o médicos de un hospital público o integrantes de un servicio penitenciario pueden justificar sus balas, su destrato o sus masacres si se trata de delincuentes “comunes” invade como mancha venenosa a una parte de la sociedad, de los medios de comunicación y de la dirigencia política en todas sus expresiones y de modo transversal. Y la tolerancia a las prácticas cotidianas que ejecutan las fuerzas policiales y de seguridad con ese bill de indemnidad –desde andar de civil persiguiendo autos, hasta obligar a vaciar todo el baúl a veraneantes que viajan a Santa Teresita; desde tirar a una persona detenida al piso sin más sentido que humillarla, hasta armar causas en el marco de “tareas de investigación”- son la argamasa con la que se construyen, una y otra vez, esos crímenes que solo nos conmueven cuando la víctima no hizo nada para buscarse la muerte. Las otras, las víctimas culpables, algo habrán hecho. 

CC