Educación, derechas y progresismo
Desde que a mediados de enero Mauricio Macri pidió el regreso a las clases presenciales suspendidas durante 2020 por las restricciones sociosanitarias ante la pandemia de Covid-19, parte del universo opositor se concentró bajo la consigna “abran las escuelas”, eslogan que el expresidente utilizó, en mayúsculas, para titular su carta pública. Ello permitió la convergencia entre iniciativas propias de la sociedad civil y la dinámica política de Juntos por el Cambio, unificando diversas críticas al gobierno nacional en torno de la cuestión educativa, articuladora central del gran mito argentino: la clase media. Se cruzaron allí el anuncio del lanzamiento de una fundación del propio Macri enfocada en la educación con diversas convocatorias frente al Palacio Pizzurno y las pautas coyunturales con la recuperación, pop e irónica, del proyecto sarmientino.
El debate amplio sobre la problemática educativa, un tema de especial relevancia en sociedades en desarrollo y desiguales como la argentina, implica reformular los actuales ejes polémicos sobre la vuelta a clases presenciales. Antes que un problema ligado a los ejes izquierda-derecha (como lo presentan ciertos simpatizantes del oficialismo) o populismo-republicanismo (como lo hacen diversos opositores), la polémica obedece centralmente a una dinámica oficialismo-oposición, que sin embargo permite leer en torno a este funcionamiento coyuntural una problemática más general sobre las transformaciones en la geografía política y su impacto social.
Oficialismo y oposición
Como recogieron diversas encuestas a lo largo de 2020, entre votantes del Frente de Todos primó una mirada restrictiva sobre la circulación, mientras que entre los de Juntos por el Cambio se evidenciaron posturas aperturistas. Si bien actualmente el pedido de retorno a las clases presenciales adquirió un tono poroso y moderadamente transversal, aquel dato se reflejó en posiciones de simpatizantes oficialistas que promovieron mensajes alarmistas y caricaturizaron a los asistentes a las marchas “anticuarentena” como delirantes o negacionistas sanitarios, y sectores opositores que promovieron la idea de “infectadura” o minimizaron de diversas maneras la pandemia. Sobre ese marco, la problemática de la reapertura de escuelas (las universidades aparecen en otro plano del diagnóstico) se articuló entonces con la dinámica oficialismo-oposición entendida en sentido agonal y, en gran parte, sobre los sentidos más evidentes de la dicotomía e incluso el maniqueísmo: la llamada “grieta” ofreció en este terreno desde las declaraciones del sindicalista Eduardo López, quien indicó que Horacio Rodríguez Larreta, el jefe de gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, quería “abrir las escuelas para que vayan los chicos pobres y se contagien” a permanentes identificaciones entre peronismo e ignorancia de parte de voces opositoras, incluso en diarios de tirada nacional.
La planificación del gobierno porteño – en el ojo de la polémica también por las declaraciones de Soledad Acuña sobre quienes se forman en docencia (inadmisibles en un funcionario, especialmente del área bajo su responsabilidad)– y la gestión de Nicolás Trotta a nivel nacional son reprobables, pero el efecto binario producido por cruces altisonantes opera también sobre un mapa más amplio. Sobre él se reposicionan problemáticas que deberían llamar, sino a un acuerdo ecuménico entre fuerzas políticas, al menos sí a modos responsables de encarar lo público: en el mismo andén pueden verse las denuncias de violaciones a los Derechos Humanos ante medidas autoritarias en la provincia de Formosa, sobre la cual ha enfatizado también la oposición frente a vacilaciones y medias tintas oficialistas. En los últimos días, los diversos desmanejos con los criterios de vacunación ante el Covid-19 sumaron un nuevo eslabón a esta cadena facciosa que, antes que permitir un debate cívico de auténtica densidad sobre problemas centrales, pareciera la reiteración de una coreografía altisonante y cada vez menos estilizada: engrietada.
La educación, la salud y los derechos humanos (de los que las dos primeras son parte esencial) insertos en un plano agonal deberían preocuparnos transversalmente como sociedad, pero especialmente a quienes formamos parte del amplio universo del progresismo, incluidos los sectores del cambiemismo que se autoidentifican de ese modo. Si un tema y otro pueden ser circulados e incluso promovidos con éxito por referentes de las derechas, se debe a que son temáticas que las exceden largamente y a que quienes no se identifican con ese espacio (aún en su heterogeneidad) fallan en colocarlos en la esfera pública. Es sobre las redundancias, falencias, políticas erráticas y convenciones ciegas o espurias de los sectores identificados con las corrientes progresistas donde las posturas de las derechas pueden avanzar, obturando incluso internas sectoriales que son evidentes o empoderando actores y visiones que no son sino la contracara exacta de ese progresismo.
Desde hace varios años, la escuela es un ordenador social antes que un mecanismo de ascenso o siquiera igualación social, como aún promueven hasta la caricatura ciertas lecturas. Además de brindar una educación básica pensada de modo curricular, ordena la vida diaria de niños, jóvenes y familias, por lo que impacta de manera estructural sobre rutinas laborales de adultos, genera en su torno vínculos económicos y afecta la vida citadina. Docentes sobrecargados, sueldos magros, burocracias que llegan a versiones tragicómicas de Kafka, condiciones edilicias y necesidades de mínima como la seguridad zonal e incluso la higiene deficientes, son parte del paisaje cotidiano de la inmensa mayoría del cuadro educacional. Del mismo modo, lo fueron en 2020 los esfuerzos de docentes, estudiantes y familias por adaptarse de manera virtuosa a la situación o la proliferación de recursos online ofrecidos de modo gratuito por especialistas, desarrolladores o simples miembros de la comunidad educativa. A pesar de ello, el impacto de la situación ha sido profundo: la Fundación Alem, del radicalismo, calcula que entre un millón y un millón y medio de estudiantes dejaron de tener contacto regular o abandonaron sus cursadas. Si bien ello debe ponderarse con cifras oficiales y realizarse una comparación con otros años, puesto que el abandono dista de ser excepcional y no es necesariamente definitivo (especialmente en secundaria), y deben desagregarse luego los datos, marca un plano preocupante.
Los docentes y estudiantes experimentaron diversas complicaciones y la calidad educativa se vio gravemente resentida, pero fundamentalmente se potenció el desorden en la cotidianeidad de gran parte de la sociedad: madres haciendo de docentes; padres devenidos pedagogos; computadoras o celulares compartidos entre hermanos, primos, amigos o vecinos; rincones diversos de casas oficiando de aulas; pizarras de mano colgadas de ventanas o sostenidas sobre mesas de cocina; horas robadas al sueño, el descanso o el trabajo ahora at home; el aumento de gastos ante las necesidades de la virtualidad. Quien insista en que no hubo clases se regodea en un cinismo que da la espalda a esa compleja realidad, quien quiera prolongar este estado de cosas peca de pasar por alto lo gravoso que ha resultado y el potencial impacto que podría tener su continuidad. Como se desprende de la reciente nota publicada La Vanguardia por Sebastián Giménez (con un enfoque muy distinto al que aquí se presenta), si la saturación fue la marca dominante de 2020, la incertidumbre y limitaciones de nuevo tipo parecen perfilarse como las características de 2021. Pero estos problemas, inmediatos y acuciantes, no hacen sino converger sobre tramas de mayor densidad social y política.
La situación sociosanitaria expuso de modo palmario los problemas múltiples de la educación argentina, que son estructurales y recogen en su eje y sus alrededores los impactos de transformaciones sociales excluyentes que se han pronunciado desde mediados de la década de 1970, la desregulación de la década de los ’90 (no corregida luego), el avance de la privatización y la consecuente degradación de la estatalidad, así como la capacidad limitada de los programas e instituciones para correr detrás de la relación de los niños y jóvenes con la tecnología y las dificultades de los adultos de articularse con culturas juveniles aceleradas y expansivas como nunca antes. Ante ello, voces especializadas han subrayado la complejidad del escenario en las dimensiones que considera este artículo.
Derechas y progresismo
En el marco de la actual reformulación de las derechas a nivel internacional, la Argentina vive su propia experiencia por el discurso y la acción de los actores que crecieron a la derecha de Juntos por el Cambio. Economistas libertarianos que cargan sobre “la clase política” o “los zurdos empobrecedores”, nacionalistas reaccionarios que claman por la esencia territorial y cultural de la Nación, integristas católicos que sacuden pañuelos celestes y ven las transformaciones genérico-identitarias como enfermedad convergen en las calles, las plazas y las redes, se encarnan en jóvenes que nacen a la política y atraviesan sectores sociales diversos. El principal espacio opositor busca tanto articularse con sus referentes (con nombres, incluso, que se fueron de la alianza durante su gobierno nacional) como abrirse a su agenda heterogénea y dispar. Ello implica no sólo un modo de crecer hacia los extremos de la derecha expresado en determinados protagonistas del cambiemismo que, con Patricia Bullrich como referente central, se diferencian del sector referenciado en Rodríguez Larreta y su búsqueda de alianzas más amplias. Supone también una imbricación de las derechas mainstream con las radicales que expone un primer cambio sistémico al reformular el ala derecha de la geografía política, sin que desde las primeras se ejecute un proceso de contención sobre los discursos, actores o sentidos más extremos. Ese impacto no acaba allí, puesto que el éxito de esa dinámica avanza sobre sectores progresistas que deben debatir un temario e incluso presentar una oferta electoral bajo el marco de esas pautas, como lo ejemplifica de modo grotesco la presencia y el accionar de Sergio Berni en el gabinete del más progresista de los gobernadores del oficialismo.
El resultado es decididamente preocupante: derechas más radicalizadas y progresismos menos progresistas actuando sobre un tablero cerrilmente agonal que grafica un corrimiento hacia la derecha del eje central del tablero político, que lejos está de ser sólo un fenómeno local, como lo simboliza una perspicaz viñeta:
Las transformaciones entre las derechas son efecto de una pluralidad de causas, pero también de dinámicas sociales ligadas a sus reversos en el espectro político: que hayan alcanzado éxito lecturas o fraseología sobre las incapacidades estatales, la igualación entre populismo e izquierda o incluso democracia y dictadura responde no sólo a estrategias y tradiciones propias de las derechas: en gran parte, son resultado de errores, desatenciones e incluso obstinaciones del progresismo en el trayecto de procesos más amplios. Las polémicas coyunturales obliteraron problemáticas de mayor densidad: es por ello que no poder, no saber, no querer encarar problemáticas estructurales y estructurantes de la sociedad desde el progresismo significa allanar el camino a una triple derrota, de las propias causas progresistas, del avance de las derechas sobre ellas y, peor aún, de los efectos materiales y simbólicos sobre una sociedad gravemente desigualada.
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