Opinión - Ensayo general

Escenas de un matrimonio y las parejas que no necesitan hacer cosas.

0

Miro el primer capítulo de Escenas de un matrimonio, la serie que parecen estar mirando todos mis amigos, salvo los que están en pareja, que recibieron de sus amigos solteros o separados la recomendación ferviente de no verla ni de lejos. La remake que el director y autor israelí Hagai Levy hizo de la clásica Escenas de la vida conyugal de Ingmar Bergman me interesa, me entretiene, y me quedo pensando que desde cierto punto de vista (de taller, de manual) es un poco la ‘antiserie’: todas las escenas del capítulo tratan, simplemente, de gente charlando. Cualquiera diría que no hay movimiento, que no hay acción, que mandémoslos a una clase de cocina, o a que estén conversando en el auto y de pronto se rompa y alguien tenga que bajarse a cambiar una rueda, algo para romper con la monotonía, la quietud de los cuerpos. Y sin embargo se mueve, como la frase esa famosa que seguro no dijo Galileo luego de tener que retractarse ante la Iglesia de sus teorías sobre la relación entre la Tierra y el Sol. Sin embargo se mueve, porque en realidad los movimientos de los matrimonios son así: casi todas las cosas que hacemos con las parejas —discutir, reconciliarse, ponerse de novios, separarse— son cosas que se hacen con palabras. Hacer cosas con la pareja es un poco una mentira, una mentira de la ficción (las citas esas de las series gringas en las que se juntan a patinar o a jugar al bowling, que para mí son inventos de los guionistas que legítimamente se aburren de los bares y los livings y que las personas reales terminamos adoptando por imitación) y de los que ya no saben qué hacer para llenar un espacio que de repente se quedó vacío y entonces se anotan en un taller de tantra o sacan pasajes a Colonia. Las parejas no necesitan hacer cosas, lo sabe cualquiera que alguna vez se haya enamorado o se haya divertido con alguien, alcanza con un mate o una botella de vino y si no alcanza con eso no alcanza con nada.

Hasta la seducción, pienso, hasta el encare, se hace fundamentalmente con palabras, aunque se trate de otra cosa. Las novelas del siglo XIX que mejor han envejecido son las de Jane Austen, porque más que de narraciones de mundos en los que ya no vivimos están llenas de diálogos chispeantes, picanteadas idénticas a las que hoy intentamos en los bares y en el chat de Instagram. Hay una sola excepción a este imperio de la palabra, en las novelas de Jane Austen como en la vida: bailar. Conocerse bailando es una experiencia que le deseo a todo el mundo; igual que el protagonista masculino de Escenas de un matrimonio, crecí en una cultura en la que los varones y las mujeres no pueden bailar juntos y estoy segura de que eso determina que el asunto me parezca un sueño. El viernes a la noche me fui de una fiesta a eso de las cuatro de la mañana; subí a Instagram algunas stories de la calle vacía camino a casa y un chico que no conozco y con el que no cambié palabra pero con el que recuerdo haberme mirado bailando me escribió “por qué te fuiste”. No vivo en un estribillo de reggaetón: estas cosas no me pasan muy seguido. Y así y todo, son un chispazo, una excepción: más temprano que tarde, para que todo pase, hay que empezar a hablar.

Las parejas no necesitan hacer cosas, lo sabe cualquiera que alguna vez se haya enamorado o se haya divertido con alguien, alcanza con un mate o una botella de vino y si no alcanza con eso no alcanza con nada.

Trato, en general, de sacar algo de palabras de mi vida: tengo una compulsión por conversar, chatear, por leer y escribir, escuchar conversaciones ajenas en la calle y en los bares, llenar de lenguaje todos los silencios adentro de mi cabeza, que estoy segura de que no me hace bien. Y sin embargo, si pienso en qué me llevo de las personas que más quise, pienso sobre todo en eso, en palabras: no en conceptos, no en aprendizajes que me hayan dejado, en conversaciones cuya música no puedo sacarme de la cabeza, que a veces ni siquiera sé qué significan ni por qué las recuerdo. Algunas las tengo asociadas a imágenes: mi mamá, jovencísima, con el cable del teléfono de línea enroscada entre las manos, charlando muerta de risa con mi tía que acababa de cumplir treinta y siete, diciéndole “tengo una hermana de casi cuarenta años”; mi novio de la adolescencia, llorando en un café, diciéndome que me dejaba porque yo le hacía acordar a las cosas que más odiaba de sí mismo; mi amigo de la Universidad, contándome que le gustaban los hombres desde el asiento delantero de un taxi, como para que la información me llegara un poco llena de ruido. No sé qué fantasía zen podría habitar para que esos momentos no estuvieran sobre todo dominados por el lenguaje, por las palabras que ellos eligieron y que se grabaron en mi memoria con su rítmica, palabras que no podrían ser otras, que no se pueden cambiar, porque como en la poesía, que siempre prefiere las repeticiones a los sinónimos, la música precisa de las cosas.  

TT