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QUÉ ESCUCHAR

La invención y la tradición

La cantora catamarqueña Nadia Larcher

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La explicación clásica es que fue una consecuencia del peronismo. Al fin y al cabo así se explica casi todo en la Argentina. Sin embargo, como toda explicación clásica es, por lo menos, incompleta. Es cierto que aquello que se bautizó, hace ya largos sesenta años, como “boom del folklore” tuvo que ver con la migración interna. Pero eso, que es capaz de dar cuenta del éxito de Antonio Tormo y su “El rancho ‘e la Cambicha”, de 1950, difícilmente alcanza para entender la novedad de “El arriero”, la canción que Atahualpa Yupanqui grabó en 1944. Es decir, el por qué del exquisito refinamiento del acompañamiento de la guitarra y la utilización de imágenes desmesuradamente poéticas como “un degüello de soles trae la tarde”.

Si el desplazamiento de grandes poblaciones de distintas partes del país –y de sus culturas– hacia las periferias de Buenos Aires y la promesa del trabajo fabril, de derechos laborales y de la entrada en el mundo del consumo –incluyendo radios y tocadiscos– fue una condición esencial, otra parte de esa creciente circulación –y valorización– de una música cuya relevancia, hasta entonces, tenía solo alcance local, tuvo que ver con la identificación de La Patria con lo rural, cristalizada por la escuela –y las bandas de sonido de los actos patrióticos–, con la entronización de obras como El gaucho Martín Fierro, escrito por José Hernández en 1872, y con las viejas ideas del nacionalismo de derecha que asociaba el campo con una pureza original y a la ciudad con las “ideas foráneas”: el positivismo de los porteños “ilustrados” del siglo XIX; el anarquismo y el comunismo de la inmigración europea del siglo XX.  

Pero, de todas maneras, eso tampoco alcanza. Es decir, podría ayudar a entender a Los Chalchaleros, el grupo formado en Salta en 1953 a partir de la duplicación de los dúos tradicionales. Pero no a Los Fronterizos, su contraparte sofisticada, el cuarteto que se ocupó de estrenar el nuevo repertorio que en esos años comenzaron a componer poetas y músicos de la talla de Manuel Castilla, Jaime Dávalos, Gustavo Leguizamón, Eduardo Falú y, un poco más adelante, Armando Tejada Gómez, Tito Francia, Hamlet Lima Quintana y César Isella (que venía de reformular los arreglos vocales de Los Fronterizos) o Daniel Toro. Poetas que habían leído a Pablo Neruda (el “degüello de soles” de Yupanqui; Dávalos y el “peso de la sombra derrumbada” para hablar de los troncos en el río y  la “piel de barro, fabulosa lampalagua” para describir al Paraná). O que eran capaces de un manierismo perfecto, digno de Luis de Góngora, como en los versos “Mi pena y tu lento recuerdo/ porque no me quieres se quieren ya/ mi pena le da sus penas/ y tu recuerdo su soledad” de “Zamba del pañuelo”, de Leguizamón y Castilla grabada por Los Fronterizos en 1953.

Músicos con una formación instrumental sólida –Yupanqui, Falú, Ramírez, Leguizamón–. Un grupo de artistas que buscó, conscientemente, crear nuevas obras, modernas –y modernistas– en su enfoque y basadas en las tradiciones rurales argentinas.  Canciones sorprendentes por la angularidad de sus melodías y la osadía de sus arreglos, como en cuarteto de cuerdas de “Zama azul”, de Francia y Tejada Gómez.

Obras que fueron, además, inmensamente populares y, sobre todo influyentes. Basta escuchar, por ejemplo, la “Canción para un Niño en la calle”, de Tejada Gómez y Ángel Ritro, incluida en el álbum Para cantarle a mi gente, publicado por Mercedes Sosa en 1967. Allí se habla de “su corazón de barco”, de “su. Increíble aventura de pan y chocolate” y de poner una “estrella en el sitio del hambre” y es imposible no escuchar la resonancia de estas imágenes en “Chiquilín de Bachín”, de Ástor Piazzolla y Horacio Ferrer, y “Plegaria para un niño dormido”, de Luis Alberto Spinetta y parte del primer disco de Almendra. El misterio es por qué ese movimiento, similar al de otras partes del mundo en la misma época, en lugar de “nuevo folklore” o “estilo nuevo”, como se lo llamó en otras partes, con la excepción del “nuevo cancionero” gestado en Mendoza (nombre que por otra parte no prendió en el imaginario argentino) siguió siendo llamado “folklore” a secas.

Si, como muestra el historiador Eric Hobsbawm en su introducción a La invención de la tradición ­–un conjunto de estudios acerca de la identidad irlandesa– todo folklore es parte una construcción presente que busca legitimidad en el pasado, en el caso argentino no sólo se inventó una tradición sino que se inventó –y con notable fortuna– a partir de ella. Y, curiosa contradicción, casi la totalidad de lo que se comercializó en los sesenta como “folklore” estaba conformado por creaciones contemporáneas y en muchos casos, imbuidas de un fuerte modernismo. Eventualmente, eso creó una nueva tradición, que tuvo al Waldo de los Ríos de Los Waldos, a Ariel Ramírez y sus discos con grupos de percusionistas, a Manolo Juárez, a Dino Saluzzi o al Chango Farías Gómez como sus patriarcas. Como se desprende de un par de ediciones recientes, es una tradición que no sólo sigue viva sino que está produciendo algunas de las músicas más desafiantes y creativas de la escena actual.

Tres de ellas tienen como protagonista a la compositora y cantante Nadia Larcher y en dos aparece, como cómplice necesario, el pianista Andrés Pilar: Amor y conocimiento, editado este año –un dúo– y Vengo, del grupo Don Olimpio –un octeto notable que integran junto a ellos Juan Pablo Di Leone en flautas, Federico Agustín Randazzo en clarinetes, Milagros Caliva en bandoneón, Juan Manuel Colombo en guitarra, Diego Amerise en contrabajo y Agustín Lumerman en percusión–.

En Ritual, Larcher aparece junto a Leo Genovese, un pianista extraordinario que tiene, entre sus eclécticos –y fenomenales– antecedentes haber sido el director musical y factótum de Esperanza Spalding, haber sido parte del último disco de Wayne Shorter, haber tocado junto a otro grande del saxo, David Liebman y haber participado en varios discos del grupo de rock (en un sentido ampliado) Mars Volta.   

En Amor y conocimiento, Larcher y Pilar recorren, como quienes van trazando un camino en que cada paso puede ser un descubrimiento, siete poemas escritos por Horacio Pilar, el padre de Andrés. Como en el caso de Don Olimpio, que tiene una discografía que merece ser recorrida, se elige el formato de la canción y se lo expande hacia adentro. Cada pequeño universo es como un estanque de agua recorrido por innumerables y precisas vibraciones que lo agitan de maneras imprevistas. Universos infinitos en territorios aparentemente diminutos –algunas de las canciones no llegan a los dos minutos–.

Ritual es un disco de jazz. O, para ser precisos, de jazz entendido por Leo Genovese. No se trata, aquí, de un manual de instrucciones sino de una manera de acercarse a los materiales, de una libertad exploratoria que permite las máximas proliferaciones. El disco bucea en los rituales –o en su idea– y en una declarada multiculturalidad. Los compañeros de ruta son Jeff Williams en batería y Demian Cabaud en contrabajo y, en cuatro de los temas (“Tinajitas”, “De Tanto Llorar”, “Un Nuevo Sol” y “Vidala Para Elpidio Herrera”) se agrega la Larcher. La invención y la tradición.

DF

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