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OPINIÓN

Esto no es una pi*a

Esto no es una pipa, René Magritte

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No estoy seguro de que sea una tendencia; seguramente se trate de casos aislados, pero el punto es que en el último tiempo diferentes mujeres me comentaron que venían chateando con varones y, de repente, sin que necesariamente el contexto fuese el de una conversación de esas que se llaman “hot”, el caballero enviaba una foto de su miembro.

A algunas les resultó divertido, a otras las escandalizó, no hay un patrón unívoco en la respuesta. Tampoco pareciera –por lo que pregunté– que lo hubiese desde el punto de vista de la psicología del varón. Sería fácil decir que se trata de exhibicionistas, como esos que antaño iban a las plazas con impermeables para asustar señoritas; pero esta escena es muy siglo XIX. Hablar de perversión sería demasiado quizá.

Mientras escribo estas líneas, tengo que aclarar que nunca conocí a un varón que hiciera algo así, o no me lo contó; por lo tanto, no puedo decir nada sobre por qué un varón hace algo semejante. Sin embargo, sí puedo hacer un análisis de la situación desde el punto de vista de su dinámica. Por ejemplo, lo primero que pensé cuando tuve conocimiento de la recurrencia de este tipo de escena es que no se la puede interpretar con el código habitual de la seducción.

De acuerdo con este último, siempre en el marco de los roles heterosexuales, había dos expectativas definidas: uno debía sugerir, avanzar tímidamente y regular sus movimientos en base a las indicaciones que viniesen del otro lado. La seducción es el arte de lo implícito y de la espera; incluso con torpezas calculadas y precipitaciones, que también tienen que darse en cierto marco de contención, para no ser invasivas.

Dos instancias parecieran que son las que señalan el pasaje a la escena que llamaríamos propiamente erótica, al cabo de la seducción: el beso y el acto sexual. En la escena tradicional de seducción, el beso ocurre alrededor de un máximo de tensión –que Freud veía como un placer preliminar– y, finalmente, el acto sexual era el momento en que el falo tenía que hacer presencia.

Quizás esta última idea parezca un poco fuerte. No obstante, es la traducción de algo en lo que –creo– podemos estar de acuerdo: si una pareja heterosexual, en el momento de ir a la cama, se encuentra con que el falo no aparece, pocas veces esa situación se remonta sin algún tipo de síntoma. El varón queda identificado como impotente –y no solo sufre una impotencia transitoria–, la mujer puede ser que sienta que no le gusta demasiado al otro, o se siente más o menos incómoda con su desnudez, que le produce vergüenza ante el derrumbe del erotismo.

Discutir estas reacciones sintomáticas, sobre todo hoy que algunas cosas se piensan de modo distinto, no es el propósito de lo que escribo. Seguramente hoy las respuestas no sean tan estereotipadas, pero creo que –en términos generales– nuestras ideas cambian mucho más que nuestros modos de ir la cama. En todo caso, escribo para hacer la pregunta trivial de si la foto de un miembro es lo mismo que el falo, si puede ocupar el lugar de equivalente. “Esto no es una pi*a”, podría decirse parafraseando el cuadro de Magritte.

En principio, una obviedad: una foto es una imagen y el falo es un símbolo. Lo digo de nuevo: el falo es un símbolo; por lo tanto, tampoco no es el pene, aunque este último pueda hacerse cargo de representarlo. Asimismo, la foto del miembro plantea un desafío particular: la relación entre lo representado y el referente es tan directa, que se convierte en una especie de anti-signo; quizá por eso muchas veces prima el desconcierto en quien recibe la foto y se pregunta: ¿qué me quiere decir?

El problema es que mostrar es un modo de suspender el decir. Si la escena de seducción tradicional tenía una fuerte codificación lingüística-verbal, con la foto es como si la palabra quedara entre paréntesis, ante un: “Yo tengo esto”. Ahora bien, ¿para qué clase de persona la presencia del órgano es garantía de su función? Digo persona y no “varón”, porque creo que la masculinidad –al menos de la viril– justamente se juega en la distancia entre el órgano y la función, en la medida en que impone una simbolización que, entonces, no es real, sino que depende de una posición subjetiva.

Si esta última frase suena compleja, piénsese en lo siguiente: ¿cuál es la población que más consume Viagra? Los jóvenes, es decir, aquellos de los que se esperaría que no tengan ningún problema con la fisiología. Ahora bien, a propósito de “posición subjetiva”, pensaba que la situación de un varón que le envía a una mujer una foto de su miembro me recuerda el mito freudiano del complejo de castración: el niño y la niña están frente a frente y cada uno se muestra los genitales. Todavía no son un hombre y una mujer, porque para eso hace falta la palabra y no meramente la anatomía.

Entonces, la conclusión a la que llego es la siguiente: ¿será que hubo una disolución de la escena tradicional de seducción y, por eso, es cada vez más frecuente que los supuestos encuentros amorosos redunden en ejercicios del poder? Esta pregunta no es mi conclusión, ya que es un planteo de Eva Illouz. Sin embargo, me sirve para pensar que donde el falo jugaba de manera velada, era posible el malentendido y la interpretación; mientras que hoy solo hay situaciones que tarde o temprano encallan en lo desagradable.

El erotismo ya dejó de ser un código y un espacio significante en que dos sensibilidades se encuentran y se descubren recíprocamente. La decodificación contemporánea solo admite una única respuesta, para todo uso: alguien que le hace algo alguien.

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