Una noche en el taxi de Kojak
Hace mucho estábamos en un muelle con un amigo y con el hijo insufrible de un músico famoso. Es increíble lo que le puede producir a una persona ser el hijo de un enfermo mental. El pibe rapeaba sin parar y nosotros estábamos esperando una lancha que nos llevara tres muelles más atrás donde nos esperaban otros amigos. Mi amigo no sabía nadar, yo sí. De manera que decidí terminar de escuchar el rap del hijo del músico e ir nadando hasta el muelle en cuestión donde estaba la casa de mis amigos. Nadar en el río es un experiencia intensa. Hay remolinos, pequeños movimientos que parecen estar tocándote. El agua marrón, como escribió Eliot: un Dios pardo. Cuando pasaban las lanchas particulares o las lanchas colectivas, las olas me empujaban contra la orilla pero la idea de tener que retroceder y volver a estar con el hijo del músico era mi combustible.
En una época de depresión íbamos a nadar al río con Fogwill y ese acto de nadar era clave para sostener algo que yo no tenía de manera natural: el buen estado de ánimo. Ahora, cuando algo me molesta o me agobia, voy y nado, me alejo.
Me acordé del día que me zambullí para huir del hijo del músico porque estuve un día en el Tigre con amigos y volví tarde, por la noche, a la Capital. Y me tomé un taxi para que me llevara a mi casa. El tachero, de quien yo sólo veía su nuca y su calva, era muy parecido a Telly Savalas, el actor que protagonizaba esa serie extraordinaria llamada Kojak y que yo solía ver con mis padres. Kojak era un detective que casi nunca sacaba el revolver ni resolvía las cosas de manera violenta, más bien le gustaba analizar los casos. Y en vez de fumar -a la manera estereotipada de los policiales- Kojak comía chupetines, posiblemente, porque había dejado de fumar. “No hay serie mejor que Kojak” dice un verso de un poema de Martín Gambarotta, de su libro Punctum.
¿Y cómo estamos?, me preguntó Kojak. Bien, le dije. A veces trato de no hablar mucho con los tacheros porque pueden empezar a decir cualquier cosa. Pero era de noche, yo había vuelto del río, mis hijos no estaban conmigo, sentía saudade. Así que le dije que estaba bien y le pregunté cómo estaba él. Me dijo que estaba bien, que había decidido salir para trabajar hasta las dos de la mañana. Eran las once. Le dije que era bueno que no tuviera que trabajar mucho tiempo. Kojak me dijo que el taxi era un trabajo que tenía cuando estaba en tierra. Yo venía del río, él venía del mar. Me dijo que formaba parte de la tripulación de un barco, su actividad principal era ser mercante. Le conté que un amigo de mi viejo había sido mercante y que pasaba muchos meses afuera del país, una vida nómade. Me dijo que hace poco había estado siete meses afuera y que terminó anclado en Filipinas. Me acordé que en ese país los Beatles la habían pasado mal. Pero no le dije nada.
El auto de Kojak estaba impecable. Tenía un andar silencioso. Creo que le había puesto cierto desodorante con olor a limón. Se notaba que era algo que cuidaba. Entonces me dijo que habían llegado a Filipinas porque su barco se había escorado y estuvo a punto de naufragar. Me habló de manera técnica, lo que entendí es que el barco se había inclinado hacia un lado peligrosamente y que las olas eran de más de diez metros. Me dijo que en el lugar estaban todos muy nerviosos. Hay tres tipos de alerta, me dijo. Nosotros estábamos en la más peligrosa. Así que en un momento decidimos ponernos todos los chalecos salvavidas, me dijo Kojak.
A esta altura me preocupaba que estábamos llegando a mi casa, yo quería escucharlo más. Le pregunté si los chalecos salvavidas eran como los de los aviones. Me acordé de la fantasía que suelen contarnos las azafatas cuando empieza un viaje de avión mostrando que vamos a descender sobre el agua -no se sabe por qué siempre es sobre el agua- y que tenemos que inflar el salvavidas y ponernos las máscaras primero nosotros para después ayudar al que tenemos al lado. Kojak me dijo que el salvavidas no era como el de los aviones. Que estaba compartimentado para soportar un naufragio en el mar: que tenía medicación, comida y una inyección para aplicarse en caso de entrar en pánico. Eso me interesó.
Llegamos a la esquina de mi casa. Kojak apagó el medidor, prendió las luces del auto y se giró hacia mí. Tenía los ojos húmedos.
Le pregunté qué era lo que se inyectaba. Me dijo que no sabía, pero que sabía cómo inyectársela en el brazo. Soltó brevemente el volante e hizo el gesto. A mí se me hizo un poco agua la boca pensando en esas noches de naufragio en las que podría ponerme el salvavidas de Kojak. Lo peor fue que empezaron -me explicó- a tener alucinaciones de rescate. Sentía que venían por ellos desde el cielo, veían en el horizonte barcos que nunca llegaban. Hasta que una alucinación fue tan real que se convirtió en un barco de pesca ruso que los enganchó y los llevó, finalmente, al puerto de Filipinas. Entramos un lunes de sol a las seis de la tarde, me dijo.
Apenas llegaron al puerto y después de bajar de la adrenalina, Kojak decidió salir a comer pizza. Fue a una pizzería que atendía una mujer y compró varias para llevar al barco. En Filipinas había estallado una revuelta política y la cosa en la calle estaba candente. Así que cuando Kojak salió con las pizzas, un tiro le pegó en una de las piernas y lo derribó. La mujer de la pizzería salió a socorrerlo y lo llevó al barco. Igual llegué con las pizzas al barco, me dijo riendo. Ahí me atendieron. La cosa es que Kojak se enamoró de la mujer de la pizzería y estuvieron los meses que pasó rehabilitándose, juntos.
Llegamos a la esquina de mi casa. Kojak apagó el medidor, prendió las luces del auto y se giró hacia mí. Tenía los ojos húmedos. Me dijo que extrañaba mucho a esa mujer pero que él tuvo que volver porque tenía que ocuparse de un hijo que estaba pasando un mal momento. Le pregunté si pensaba regresar a Filipinas. Si estaba en contacto con la mujer. Me dijo que estaba viejo, que ya era una persona mayor. Hicimos silencio.
Hace poco -le dije- vi una película con mis hijos que se llama Jumanji. Básicamente es un grupo de gente que entra a un videojuego y viven aventuras virtuales. La cosa es que tienen que vencer a los enemigos para poder regresar a la vida real. Entre los que entraron al videojuego hay dos abuelos. Cuando finalmente ganan la batalla y tienen la posibilidad de salir del Jumanji y volver a su vida cotidiana, uno de ellos -que en el juego es un caballo alado- decide no regresar porque en esa vida virtual no es un viejo y puede volar. “Me quedo, no voy a tener otra posibilidad así”, les dice a los demás que lo despiden apenados y lo ven cómo se va volando. Los que regresan están en una buhardilla donde habían empezado a jugar el Jumanji. Y el abuelo que volvió -encarnado por Bob Hoskins y cuyo avatar virtual es una chica japonesa- está sentado con su nieto -quien también estuvo en la aventura virtual-. Y el nieto le dice: la vejez es una mierda , no? Y el viejo, que decidió aceptar el paso del tiempo, la impermanencia de la cosas, le dice: la vejez, la verdad, es un regalo.
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