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Colombia sospecha hoy que la vida podría ser distinta

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“Es una historia digna de Macondo”, escribía hace casi una década el colombiano David Mayorga. Con toda intención recurría a la amonedada metáfora que evoca a lo asombroso para relatar sobre las pesadillas del color local. En su país se había puesto en marcha un proceso indetenible que el jueves conoció un clímax con el Auto de Determinación de Hechos y Conductas en el que un tribunal especial incriminaba por lesa humanidad a la cúpula de las FARC.

Estas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, que ya habían apartado su vanidoso epíteto épico obligado - la guerrilla decana, la más venerable, o antigua del mundo-, parecen hoy dispuesta a un reconocimiento en toda la línea. Años de estrategia militarista, de religión civil de odio público a las FARC, de culto al soldado conocido y desconocido como héroe del silencio de una patria inmersa en una guerra sin fin y de celebrar cada golpe ‘contra el terrorismo’ (según la puntillosa aplicación de la receta del Plan Colombia cocinada en Washington D.C.), dejaron paso a la situación actual, donde la paz es un dato a su vez ya desteñido de una realidad que tiene otras demandas.

En Leopardo al sol, novela de la bogotana Laura Retrepo, la historia de dos familias consiste en una vendetta inoxidable que ni envejece ni se renueva. La retaliación marcha con prisa y también con pausa: una masacre se pospone, un personaje se distancia de la esperanza y del temor. La familia no entiende, entonces es la hermana mayor quien propone una explicación antes obvia que bienvenida: “Es la sospecha de que la vida podría ser distinta”. Colombia está viviendo hoy esa vida.

El momento político y social actual es la desembocadura del curso de dos estilos personales de gobernar, cada uno exitoso en sus propios términos. El modo bélico de Álvaro Uribe, que lo llevó a dos mandatos en la presidencia de la República y a ser saludado por sus votantes -y por los medios y tantos analistas- como el mejor presidente en la historia del país, y las maneras conciliadoras de su sucesor -pero no heredero-, Juan Manuel Santos, que buscaban cómo dejar a un lado las disputas del pasado, en lo posible pagando el menor costo político.  

En tiempos de Uribe, Colombia estuvo tres veces al borde de la guerra con Venezuela, protagonizó una mini guerra fría con Ecuador y fue el aliado favorito y delator de EEUU en un vecindario de izquierda. En sus dos mandatos, Santos -que había sido ministro de Defensa de Uribe- quiso alcanzar el rango de campeón de la diplomacia. Por eso, el acuerdo de paz con las FARC, concertado en la Cuba de Raúl Castro, buscaba ser -y exhibirse como- el patrón oro irrefutable de un saber hacer político. Reinsertó a Colombia en las relaciones políticas y comerciales en la región.

La revista Time llevó a Santos a su tapa y elogió al gobierno que encontró la fórmula para hacer, de un Estado fallido, un modelo regional de regeneración. En esa fórmula, la presencia de Santos resultó, al parecer, menos importante que los cambios que impulsó.

Resulta, entonces, entendible que Uribe no quiera perder su pedestal en la historia reciente. Por eso ha criticado constantemente a su antiguo delfín: desde llamar a Santos traidor a un ideal ético-político hasta afirmar que este proceso iría contra la democracia.

Hoy Colombia tiene en Iván Duque a un joven presidente que llegó a la primera magistratura gracias al apoyo personal de Uribe y de su partido, pero con la incriminación histórica de la Justicia Especial de Paz es la imagen de un país que logró pacificarse. La incriminación misma prueba que la JEP, durísima en sus términos, no era una institución creada para exculpar o reducir los cargos y las imputaciones a la hora de juzgar a la guerrilla.

Es cierto que esa dureza extrema y desnuda es posible, como dicen los partidarios de Uribe y quienes encuentran a la justicia sólo cuando llega el castigo, porque de antemano se pactaron penas especiales para los condenados que admitan la culpabilidad, diferentes alas derecho penal común.

Duque reclama más severidad en el reproche social, alza el tono en la denuncia ética de los culpables, pero ya fracasó en 2018 al intentar cambiar las escalas penales previstas en los acuerdos de paz. Su situación semeja a la de los senadores republicanos a quienes Donald Trump, cuando ya había perdido, pedía que lo apoyaran en sus denuncias de fraude. Si Duque insistiera con el programa uribista, se enemistaría con quienes lo felicitan, dentro y fuera de Colombia.

Las FARC demostraron en los últimos años que no aplicaron, como decía Uribe y repitió Duque, la misma táctica de los años 90: mostrarse como negociadores para rearmarse. Los colombianos no revivieron aquellos días de violencia contra la sociedad civil (es decir, contra la clase media, que es la que vota). Las razones originales (las diferencias partidistas) de la guerra civil colombiana se habían perdido en el tiempo, y guerra subsistía con el combustible del tráfico de droga y el interés de unos pocos en amasar fortunas personales a partir de la compra y venta de armamentos.

No hay por qué presuponer astucia en los juristas y magistrados que integran la JEP, pero de los siete procesos que están instruyendo de resultas de los acuerdos de paz de 2016, acaso ninguno habría sido más oportuno completar primero que el que completaron primero, sobre los secuestros. Porque el gran error de propaganda de las guerrillas, especialmente de las FARC, fue atentar contra la clase media. Y empezaron a fines de los años 90, cuando la economía pasaba sus horas más frágiles por el descalabro hipotecario, la crisis de la banca local, los coletazos de la crisis de los tigres asiáticos, y la fuga de la inversión por cuenta de la violencia. 

En aquellos años, las FARC comenzaron a reemplazar a los narcos como victimarios, mientras los paramilitares se mantenían en una especia de camuflaje social. La clase media votó por la propuesta del conservador Andrés Pastrana de buscar la paz y castigar al gobierno del liberal Ernesto Samper, la que veían como instigador de la mala situación económica e ilegal por los supuestos nexos con el cartel de Cali. 

Y ahí, cuando la guerrilla comenzó a secuestrar a la clase media, nada de sociable quedó en la vida social. La clase media veía que los diálogos se estancaban, que la violencia (secuestros masivos, tomas de pueblos) y las violaciones de Derechos Humanos (por guerrillas, paramilitares y narcos) se multiplicaban ante un gobierno impotente que seguía manteniendo viva una conversación fallida con unas FARC a cuyos jefes también podía ver de gira por Europa.

Hoy los sucesores de aquellos jefes son los que admiten la responsabilidad y se muestran dispuestos a acatar las decisiones de la JEP: Timochenko hace lo que Tirofijo dijo que haría cuando hacía lo contrario. A esas clases medias este primer resultado de la JEP los pacificadores de Colombia querrían que valga como prueba definitiva de esa pacificación. Para Colombia, la paz es lo fundamental; para los pacificadores, que nadie dude que lo son es más importante que la pacificación misma.

El Centro Democrático -el partido uribista de gobierno- ya no puede decir que la JEP sea exactamente un mecanismo de impunidad más que de justicia. El fin de la era de los secuestros tampoco significa que Colombia esté en paz. Pero que en la opinión pública se dé por sentado que la JEP hizo bien muestra ya de por sí la enormidad de los cambios producidos.

 

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