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De Paraguay a Paraway, o cuando las alianzas son un cuento chino

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Según el más cosmopolita de sus escritores afrancesados, el Paraguay es una isla entre mares de tierra. Con esta metáfora geográfica apuntaba Augusto Roa Bastos al aislamiento que fue hybris y némesis, orgullo y castigo nacional paraguayo.  Este país mediterráneo de 1/2 millón de km2 y 7 millones de habitantes fue entre todos los latinoamericanos  el que más guerras internacionales y civiles protagonizó y sufrió durante los dos últimos siglos. En la más grande, su Guerra Guasu, resistió por cinco años (1865-1870) el asalto de la Triple Alianza de Argentina, Brasil y Uruguay. Hasta sucumbir: en el genocidio murió más de un cuarto de millón de personas, casi todos varones, la mitad de la población paraguaya, aunque falte acuerdo aún hoy sobre el número entre los especialistas (la especialidad de los especialistas es disentir). El Paraguay de la posguerra es la obra del Partido Colorado, fundado por Bernardino Caballero después de la derrota como una fuerza política nacionalista, paternalista, agrarista, popular y populista (y pro-brasileña). Conservó estos rasgos en siglo y medio de vida. No sin títulos, los colorados se jactan de que el suyo es el partido político más antiguo de la tierra. El único donde el rojo es el color de la derecha.

No da lo mismo colorado que rojo

El general Alfredo Stroessner fue la nueva gran figura colorada después de otras dos guerras, la del Chaco contra Bolivia (1932-1935) y la Guerra Civil de 1947. El militar fue infalible candidato partidario y desde 1954 ganó todas las presidenciales, en comicios modélicos, formalmente impecables. Ni siquiera la revolución de palacio que en 1989 puso fin al Stronato acabó con la hegemonía colorada. Recién en 2008 el triunfo electoral del Frente Guasu, una alianza en sintonía con las izquierdas sudamericanas del siglo XXI, puso un intermezzo a esa tradición de que gobierne la oligarquía en el país donde el 2% de la población concentra en sus manos más del 80% de las tierras. Y como aun ese paréntesis policromo que se sabía irrepetible resultó sin embargo intolerablemente prolongado para un partido fuera de sí en el lugar a sus ojos escandaloso de la oposición, el Congreso se encargó de que no llegara al término regular del mandato derivado del voto: en 2012, un impeachment express puso fin a la presidencia del progresista Fernando Lugo, ex obispo católico de la diócesis de San Pedro, la más pobre del país.

Las expeditivas sesiones del veloz juicio de destitución de Lugo -cuya irrefutable, o inamovible, premisa implícita era que sólo podían asegurarle gobernabilidad a la república quienes la gobernaban desde siempre- tuvieron lugar en un edificio singular en América Latina. La sede actual del Congreso paraguayo es un airadamente moderno Palacio Legislativo construido en una superficie de 30 mil metros cuadrados e inaugurado en 2003. En 1998 se había adjudicado el proyecto, previa convocatoria a concurso, al arquitecto más amigo de los presidentes de las cámaras y de una comisión bicameral ad-hoc. La necesidad de erigir un espacio monumental para los 45 senadores y 80 diputados paraguayos no era de por sí imperiosa. Sí lo era, en cambio, el gastar los USD 20 millones donados para este democrático fin por el Gobierno de la República de China en Taiwan, según la fórmula para designar a la otra isla, esta no entre tierras sino entre las aguas de los mares de China y de Filipinas, a la que geográficamente se conoce con el nombre portugués de Formosa, como la provincia argentina que limita con el Paraguay.

Dos islas no hacen un archipiélago

A Taiwan sólo un estrecho la separa de la República Popular China, que la considera una provincia rebelde y no reconoce su soberanía estatal. El aislamiento político de tiempos del Stronato había conducido al encuentro de las dos islas, ambas con gobiernos derechistas unidos por el anti-comunismo más convencido y alineados con Washington hasta un extremo que a la Secretaría de Estado le resulta difícil recompensar, sobre todo porque el móvil de Taipei o Asunción no era la busca de prebendas sino la garantía de que los dejarían existir omnímodos dentro de sus fronteras. Asunción es la única ciudad sudamericana donde hay un estatua, tamaño natural, del general Chiang Kai-shek, el militar conservador y converso al cristianismo que es el padre fundador de la China Nacionalista. El líder que fue su mortal enemigo, que lo venció y expulsó para siempre de China continental, es Mao, que en 1949 proclamó desde la Ciudad Prohibida de la imperial Pekín la fundación de la China Comunista, después de ganar una guerra civil casi contemporánea a la paraguaya.

En las décadas de 1970 y 1980, dos gobiernos que eran calificados de dictaduras encontraban mutua conveniencia en acercarse y entenderse. También se acercó por esos años a Sudáfrica, por entonces objeto de sanciones, boicots y distancias: los mármoles del Palacio de Justicia asunceno fueron una donación del régimen del apartheid (son de color negro). A Corea del Sur, gobernada en esos decenios por una dictadura militar: llegaban ambulancias, fondos para construir la modernísima oficina de migraciones en lo frontera norte con Brasil. En el caso taiwanés, la República de Paraguay dispone de un bien precioso para proveerle al país que desde 1972 no lo es, al faltarle ahora esa silla en las Naciones Unidas que la ‘diplomacia del ping-pong’ de Richard Nixon buscó que correspondiera para la China Popular, por comunista que fuera. Entraba Pekín al Palacio de Vidrio, se retiraba Taipei, Occidente cambiaba de alianzas, y de reconocimiento. No lo hizo Paraway, fiel al anticomunismo colorado: retuvo para Taiwan la dignidad estatal soberana, mantuvo las embajadas y embajadores, sostuvo el trato de Estado a Estado. Son pocos los otros países que obraron de este modo sobre cuya sinceridad no hay por qué dudar, como tampoco de constatar que una relación antes indiferente súbitamente se había vuelto ventajosa: esa minoría de la fidelidad son estados menores en superficie y recursos: varios en Centroamérica, dos naciones mediterráneas en África, algunas islas autónomas en Oceanía. El país más grande y poblado que reconoce a Taiwan es el que quienes ven por detrás un acuerdo asimétrico llaman Paraway.

Cuando florecía verde la esperanza

La llamada ‘diplomacia del dólar’ de Taipei estimulaba la decisión de países pequeños, que veían fluir hacia ellos préstamos no reembolsables, es decir, donaciones. En la segunda década del siglo XXI, se calcula que Taiwan transfirió 50 millones de dólares por año en formas de ‘diplomacia viable’ y ‘cooperación bilateral no reembolsable’ a países como Guatemala, Honduras, Belice y El Salvador. En la década de 1980, tiempos de guerrillas de izquierda, los gobiernos centroamericanos encontraban también consonancia ideológica en un anticomunismo doctrinariamente feroz (que en los hechos se ha morigerado hasta lo inaudible en su expresión exterior, por el crecimiento de los negocios entre las Chinas insular y continental).

A la diplomacia del dólar, sigue ahora una ‘diplomacia de las vacunas’, que es otra forma de reclamar y esperar transferencias unilaterales y no reembolsables. Después de una primera ola de pandemia que ahorró muertes, si se comparan las tasas con las regionales, a un país demográficamente joven como Paraway, la segunda ola de contagios del coronavirus desbordó el sistema sanitario y la capacidad de respuesta social del Estado y del gobierno colorado. El presidente Mario Abdo Benítez necesita vacunas. Paraway no puede comprarlas directamente de China, por su alianza con Taiwan.

Las afinidades electivas y las relaciones peligrosas

China es mucho más poderosa que en 1972. Hasta ahora, sólo 163.000 vacunas llegaron a Paraguay. De ese total, 23.000 son chinas, donadas por Chile. Y por los Emiratos Árabes Unidos: una rica potencia del Golfo viene al auxilio de Paraway cuando China firma el más importante acuerdo de estos años, y lo hace con los enemigos de los árabes, la República Islámica de Irán, que le dará petróleo a cambio de una inversión profunda y plurianual. Cuando China entre en el Medio Oriente, el Golfo se acerca a Paraway. Ante las insinuaciones de la Cancillería y de las facciones coloradas del Congreso alineadas con el presidente de que podía reevaluarse el reconocimiento a Taiwan, el propio Secretario de Estado Antony Blinken llamó a Benítez para recordarle cuál es la alianza de su progreso: Washington y Taipei. El presidente sobrevivió sin gloria a un pedido de impeachment y la protesta social crece y él no está dando muestra fehaciente ninguna de situarse a la altura de la gobernabilidad colorada. Quiere ver las pruebas del amor que se tienen, dijo por televisión el canciller Euclides Acevedo: que por lo menos “nos lleven al cine”, se paguen algo, nuestros queridos aliados. Taiwan ya estaba colaborando con medicamentos anti-Covid y gastos de infraestructura sanitaria.

Paraway es hoy el primer exportador mundial de energía eléctrica: de hecho, el Estado vive de la que le compran dos vencedores de 1870, generada por dos de las represas más grandes del mundo, Itaipú y Yacyretá. Aunque Brasil es buen pagador, Argentina no: pro-brasileño había nacido el Partido Colorado. También sigue siendo uno de los mayores importadores mundiales de whisky. Que no se bebe, sino que vende, desde el enclave de Ciudad del Este (ex Puerto Stroessner) de la Triple Frontera con Brasil y Argentina, donde viven tantos libaneses entendiblemente pro iraníes. Paraway, que sigue siendo en comparación el país más rural de Suramérica, tiene más soja transgénica que naranjas, y sus ganaderos llegaron a exportar más carne vacuna que Argentina. No pueden, sin embargo, exportar sus ganados y sus mieses directamente a China, porque su fidelidad a Taiwan los ata.

El presidente Benítez parece dispuesto a cortar los nudos en vez de desatarlos. Si Asunción le retirara el reconocimiento a Taipei, y lo sustituyera por Pekín, sería más fácil, menos injustificado para China continental ocupar y anexar la isla: ¿quién podría decir que es internacional un conflicto si se trata de unas tierras que nadie reconoce como Estado soberano? Taiwan puede esperar que el presidente paraguayo no se aparte con precipitación de una tradición nacional que, en su caso, es también familiar: en 1975, Stroessner hizo una visita de Estado a Taiwan, acompañado de su secretario, el padre de Benítez. 

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