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COLUMNA NÓMADE

El rating humano

La Martona, de Esmeralda entre Corrientes y Lavalle.

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Hasta hace un tiempo uno podía decir que Internet era el basurero de tu cerebro. Tu cerebro es ahora el basurero de Internet. Cada vez menos atención. Menos tiempo en la realidad, en la vida de tres dimensiones, bajo el calor del verano. Todo se trata de cuánto midas. Estamos en un asado con amigos. En el patio de una terraza bajo un toldo de tela. Seis o siete. Me doy cuenta que cuando baja el rating humano, es decir cuando la conversación deja de interesar a algunos, sacan los celulares y se ponen a mirarlos. Rucho -que hace el asado con maestría- dice que tiene la técnica del antisueño. Sube el rating humano, tres de los que estaban con el celular lo guardan, uno sigue. Casi todos lo escuchan. Si hay algo que no quiero soñar, lo pienso antes de dormirme y después no lo sueño. Santiago, otro amigo, que está sentado enfrente de Rucho, dice que él tiene sueños conscientes. Caaman acaba de llegar y camina con unas bolsas de pan. Está vestido de negro -remera pantalón, una gorra de béisbol- y dice que en la calle hace un calor bárbaro. El Gato, que está sentado al lado de Rucho, mira fijo un punto difuso entre la mesa donde está servida la comida, como si ahí hubiera algo que se nos escapa a todos.  

En la semana fui a un  programa de streaming que hace mi amigo Duncan. Me tomo un taxi y un tachero de carne y hueso, un tipo de unos sesenta años, con una calvicie incipiente pero un pelo largo, en forma de colita, como el corte cubano, con una remera azul, me dice: ¿Te molesta que fume? Le digo que no. El taxi huele como un baño de Constitución en la hora pico. ¿Querés un cigarrillo?, me dice. Le agradezco y paso. Tengo que fumar, me dice, porque estoy saliendo a cantar tango y me hace la voz más aguardentosa, ¿viste? Cantame una canción, le digo. Baja la radio y se lanza. Canta “Nada”, un tango que yo le escuché a Julio Sosa. La rompe. Otro, otro le digo. “Naranjo en flor”. Gran interpretación. Cada vez que me habla termina la frase con la palabra gordo. Suerte gordo, me dice, cuando bajo. 

El lugar donde se hace el streaming es un edificio del microcentro. El edificio está casi vacío salvo el piso cuatro donde está el estudio. Subo por las escaleras porque no anda el ascensor porque nadie vive en el edificio. Mientras subía las escaleras me pareció que estaba hablando en una puerta semi abierta Alejandro Fantino. Como esto se repite otra vez antes de llegar al estudio, me doy cuenta que es un déjà vu y que alguien está moviendo la Matrix.  

El lugar donde voy a hablar con mi amigo Duncan y con Flavio, el amigo de Duncan que tiene el canal por donde sale el programa (si es que se puede decir que es un programa, tiene algo de  confesionario al aire libre mezclado con el estadio del espejo de Lacan) a las diez de la noche del miércoles. Me dicen que tengo que entrar para que me entrevisten no a las diez y media si no a los trece mil. Siento que hablan como los militares que dicen: A las quince mil bombardeamos. Acá nada es por hora o segundos, es por la cantidad de seguidores. Si sube el rating estás sentado hablando. Si baja, te vas. Para que suba el rating tenés que decir pija, culo, coger y pararte y tratar de moler a palos a uno de los dos conductores, si podés hay que pegarle en el suelo. Si eso pasa, el rating se dispara y vas a ser replicado por otros influencers que van a comentar quién ganó o perdió esta batalla virtual.  

Quería escribir un poema sobre la mejor estación del año. Sobre el otoño, los vidrios empañados por la respiración, el invierno con su calefacción al mango, el cielo gris, el humo saliendo del subte, de las bocas que hablan en la calle, quería escribir un poema sobre el verano. Pero la mejor estación es cuando me das la mano y la aprieto. Me regodeo en tu mano. Después, a la noche, veo El Exorcista, película que había visto hace mucho en el cine, cuando era chico. Las películas de terror no me dan miedo. Me encanta el personaje del cura que parece sacado de una peli de Scorcese. Y así como alguien a lo largo de su vida puede tener alergia y después dejar de tenerla sin saber por qué, o tener miedo a volar y después no, así, me doy cuenta de que la película me está provocando terror, pero no por la presencia del demonio -con quien concuerdo en muchas de las cosas que dice- sino por la presencia de los dos curas que están haciendo el exorcismo: me da miedo la iglesia, los mocasines de los curas, los rezos. Cuando la película termina siento que la casa donde vivo hace miles de ruidos extraños. 

A los diez años mi amigo Alfredito me contó que había encontrado una caja fuerte en la oficina donde limpiaba la madre, Nina. Alfredito era mi primer amigo y Nina era la mejor amiga de mi  mamá. A la semana vino con un montón de plata: había conseguido abrir la caja fuerte. Con él y dos amigos más -es increíble, uno era Petete, pero el otro no sé quién era, no lo puedo recordar- tomamos un taxi en la esquina de casa y en esa época sin panópticos sofisticados, sin cámaras en las esquinas, igual nos vio doña Carmen, la señora que curaba el empacho en el barrio y le pareció raro que cuatro nenitos tomaran un taxi y le fue a avisar a mi mamá.  

Fuimos al centro y compramos discos -Jethro Tull, Deep Purple- y compramos en una galería de numismática estampillas y en un kiosco de revista muchas de la Editorial Novaro, con Batman, La Liga de la justicia. Con todo eso nos fuimos a comer a La Martona, para parecer como los tipos que veíamos en las series yanques, comiendo huevos revueltos con jamón. Por ahí pasó Ernesto Bianco, un actor amigo de mi viejo, y nos vio. Le llamó la atención todo lo que teníamos. Se quedó esperando en la puerta del teatro donde actuaba, justo enfrente y nos vio salir y parar un taxi. En esa época no había celulares, así que fue hasta un teléfono y llamó a mi viejo. Era la segunda persona que nos veía.  

¿Y cómo terminó? me pregunta Santiago. Sube un poco el rating humano, los demás guardan su celular.  Volvimos a mi casa a la noche. Todavía nos quedaba plata. Nos despedimos de los otros dos -Petete y el que olvidé- y cuando entramos por el largo pasillo que conducía hacia mi casa vimos la luz del patio de adelante encendida. Si la luz del patio de adelante estaba encendida era porque habían llegado amigos de mis padres y estaban contentos y charlando o había pasado algo malo -como cuando mi primo no volvía de Ezeiza-. Esta vez la luz al final de túnel era la de la locomotora que venía a todo lo que da. Estamos en problemas le dije a Alfredito. En aquellas épocas pensábamos que teníamos un destino, ahora tenemos o no rating.

FC

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