OPINION

El RIGI y la ola tecnológica verde: tapiando la ventana al desarrollo con una ley

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La transición verde, motivada por el avance de la crisis ambiental, es lo que muchos llaman una megatendencia global. No es un factor más del mundo moderno, sino que tiene profundas e irreversibles implicancias sobre las reglas del juego para la producción, los mercados y las tecnologías. Más allá de los impactos directos del cambio climático —en forma de sequías, incendios, olas de calor y tantas otras—, o incluso de la discusión respecto de las responsabilidades de actuar frente a sus causas, la política ambiental y climática se ha convertido en parte de la estrategia comercial e industrial de los países. La rivalidad entre China y Estados Unidos por la producción de la tecnología verde, el retorno de la política industrial a las potencias occidentales y la búsqueda de resiliencia en las cadenas de valor ante posibles conflictos con países proveedores son muestra de ello. ¿Cuál es la disputa? La dominancia tecnológica sobre los bienes y servicios que serán más demandados en las próximas décadas.  

Esto abre la pregunta sobre en qué medida un país en desarrollo como Argentina, con reducido espacio fiscal, débiles capacidades institucionales y limitado acceso a los mercados de capitales puede aprovechar esta ventana de oportunidad para avanzar en la escalera del desarrollo. Si bien no es un proceso sencillo, ni está garantizado el éxito, esta transformación global abre la posibilidad de que países como el nuestro realicen saltos tecnológicos que les permitan ocupar un lugar en las cadenas de valor verdes —aún en proceso de maduración— y así diversificar sus economías, aumentar la productividad, consolidar nuevos mercados y, en última instancia, mejorar la calidad de vida de la población. 

Las capacidades verdes no nacen de un repollo

Estas capacidades tecnológicas verdes no surgen espontáneamente, sino que se construyen. ¿Cómo? Por ejemplo, aprovechando los conocimientos ya existentes en determinadas actividades para extenderlos hacia los nuevos sectores verdes. En Noruega la explotación de petróleo offshore ayudó al posterior desarrollo de la energía eólica costas afuera; en China el know-how para la producción de baterías de celulares facilitó el tránsito hacia la producción de baterías para autos eléctricos; y en Brasil el conocimiento y las cadenas de suministro vinculadas a la aviación fueron aprovechadas para la industria eólica. 

En otros casos, se aprovechó de manera estratégica la importación de tecnología para forzar la transferencia de aprendizaje y desarrollar capacidades industriales propias. Este tipo de mecanismo fue muy utilizado por China: el gigante asiático imitó la tecnología renovable que instalaron países desarrollados en su territorio para cumplir indirectamente con su reducción de emisiones, lo que le permitió más tarde posicionarse como líder en la producción de equipamientos fotovoltaicos.

Otro instrumento para la adquisición de capacidades es la imposición de condicionalidades a inversiones extranjeras. Esto es, darle beneficios a las empresas para que inviertan, pero demandar cosas relevantes a cambio. Ejemplo de condicionalidades son la transferencia de tecnología, la capacitación de trabajadores o la compra de insumos a proveedores nacionales, con el objetivo de amplificar la generación de empleo y permitir crecer a muchas empresas locales. Esto sucede y sucedió en Argentina en una diversidad de sectores: esquemas de fomento a las automotrices para la adquisición de autopartes de origen nacional; políticas provinciales de compra y contratación local en la minería; otorgamiento de beneficios fiscales a cambio de la incorporación de componentes nacionales en la tecnología de parques eólicos y solares. 

Buscar la palanca de las capacidades argentinas

Argentina perdió la brújula al desarrollo: agotados los modelos previos, con más de una década de estancamiento económico y en un mundo cada vez más complejo, la pregunta por la inserción internacional suele desdibujarse ante la urgencia de la estabilización macro. 

Una de las vías posibles para avanzar en la escalera de las capacidades productivas y el desarrollo es apalancarnos sobre nuestras ventajas comparativas estáticas para incorporar progresivamente capacidades tecnológicas. Esto es, aprovechar nuestros suelos fértiles, abundantes recursos hidrocarburíferos y mineros, vientos y radiación solar privilegiados para, por un lado, generar espacio fiscal y acumulación de divisas que impulsen el crecimiento económico y, por otro, incentivar procesos de innovación tecnológica vinculada a estos sectores, aprovechando la tracción que genera la demanda del mercado internacional. En este sentido, el aporte de los sectores extractivos puede y debe ir mucho más allá de la generación de riqueza inmediata. 

Nuestro país está repleto de potencialidades: la gran cantidad de reservas de litio en Jujuy, Salta y Catamarca nos permite no sólo agregar el valor necesario para volver exportable el recurso, sino también apostar por desarrollar capacidades para insertarnos de manera estratégica en la cadena de valor de la electromovilidad. Insertarnos tanto “aguas arriba”, desarrollando proveedores de tecnología,  como “aguas abajo”, agregándole valor al insumo primario. En el mismo sentido, el hidrógeno —hoy la gran apuesta para la descarbonización de muchos sectores donde la electrificación es demasiado costosa o técnicamente inviable— puede ser mucho más que un mero commodity producido en esquemas de enclave: puede, en cambio, traccionar proveedores vinculados a la industria eólica, la metalmecánica, los servicios de  evaluaciones ambientales y su uso en el mercado interno puede aportar a la transición de las industrias locales.

Y no se trata sólo de actividades directamente relacionadas con las tecnologías verdes: pensemos en un proveedor de una empresa hidrocarburífera, que debe cumplir estándares de calidad y tiempos estrictos, e incorpora habilidades que le servirán para otros sectores. O también en una empresa que encontró una solución de software para la gestión de inventario de un proyecto minero, y está mucho más cerca de insertarse en una cadena de valor innovadora en el futuro.

Entre palos y zanahorias

En este escenario, aparece el Régimen de Incentivos a las Grandes Inversiones (RIGI), con un generoso conjunto de beneficios impositivos, aduaneros y cambiarios, además de estabilidad normativa para promover la radicación de inversiones mayores a US$200 millones. Es indiscutible que la magnitud de recursos naturales con los que cuenta Argentina, dada la dimensión de las inversiones necesarias para explotarlos y el historial en términos de inestabilidad económica y falta de seguridad jurídica, requieren abrir una conversación sobre una estrategia para atraer inversión extranjera directa. Es un leitmotiv en la discusión pública argentina: el Régimen Minero de los 90, la Ley de GNL para la concreción del proyecto YPF-Petronas, la Ley de Hidrógeno, entre muchos otros.

Sin embargo, independientemente del formato que tomen estos incentivos, no pueden jamás ser un cheque en blanco. Si Argentina va a resignar recaudación fiscal en pos de atraer inversiones, esta renuncia debería estar inscripta en una estrategia premeditada, en donde los proyectos extractivos generan bienestar en nuestra sociedad por otras vías: generación de empleo directo e indirecto a través de la red de proveedores, exportaciones, construcción de capacidades “aguas arriba” y “aguas abajo” de estos sectores, e innovación tecnológica. 

Si bien hasta el momento la transición a la sostenibilidad ha reforzado las posiciones dominantes de los países desarrollados y de China —en tanto ellos lograron concentrar la mayoría de la innovación, inversión, creación de empleo y exportaciones en las cadenas verdes—, la pregunta sobre la ventana de oportunidad para países como Argentina sigue aún abierta. A contrapelo de ensayar una respuesta, el esquema de incentivos propuesto por el RIGI impide de plano cualquier intento de adquisición de capacidades apalancándonos en nuestros recursos naturales. Y eso sí, sería cerrar la ventana para siempre. 

Elisabeth Möhle es licenciada en Ciencias ambientales, Mg en Políticas Públicas, candidata a doctora en Ciencia Política, investigadora de Fundar.

Ana Julia Aneise  es economista, Mg en Economía y Derecho del Cambio Climático, investigadora de Fundar.

EM/AJA/DTC